Número 2, 2015 (2), artículo 2


Las raíces culturales de Europa


Juan Antonio Estrada Díaz

Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada




RESUMEN
Se han buscado las raíces de Europa en la aportación griega y romana, incluso para los países que no formaron parte del Imperio Romano. Pero hay que añadir otras influencias culturales, entre las que destaca la aportación judeocristiana. Jerusalén, junto a Atenas, es símbolo constitutivo del espacio europeo.


TEMAS
cristianismo · filosofía de la religión · identidad europea · raíces culturales · religión · Unión Europea



En un contexto de crisis social, económica y política como la actual, puede resultar sorprendente plantearse la cultura europea. Parece lógico que se revisen las estructuras económicas y las instituciones políticas para dar salida a la crisis. En cambio, para muchos ciudadanos, la idea de una identidad cultural europea resulta lejana a sus preocupaciones. Sin embargo, el proyecto de una comunidad europea estuvo desde el primer momento vinculado al de una identidad compartida, siendo la economía y la política factores constituyentes y derivados de ella. Europa es el único continente que no está determinado por la naturaleza. Geográficamente somos una gran península euroasiática sin fronteras precisas entre Asia y Europa. Lo que ha diferenciado a ambos continentes es la cultura y la historia, de la que ha derivado la economía y la política.

Desde el principio se han buscado las raíces de Europa, lo específico diferente, en la aportación griega, que ha servido de paradigma referencial para todo el continente, incluso para los países que no formaban parte del imperio romano. A esto hay que añadir otras influencias culturales, entre las que destaca la aportación judeocristiana, que ha hecho de Jerusalén, junto a Atenas, un símbolo constitutivo del espacio europeo. La posterior Ilustración y la revolución científicotécnica han sido también elementos diferenciales y constituyentes de este entramado. Europa como referente y como horizonte ha formado siempre parte del imaginario de todos los ciudadanos. Podemos hablar de una "globalización europea", anterior a la constitución de naciones modernas y Estados diferenciados. La sociedad grecorromana y la cristiandad medieval fueron las que más fomentaron la toma de conciencia de pertenencia común. Sin un plan predeterminado surgió una conciencia global de identidad, más allá de la diversidad lingüística, étnica y sociocultural. Enemigos externos, como el imperio persa para Grecia, los pueblos bárbaros para el imperio romano, o los musulmanes y turcos para la Europa medieval, contribuyeron a esa conciencia transnacional europea y a su expansión, no solo territorial y militar, sino también política y social.

La conciencia unitaria de Europa, la aceptación de un destino común para el continente y la interacción de todos dentro de él, no se ha hecho a costa de la enorme diversidad y heterogeneidad existente (Santacreu y Albert Guardiola 2004). Hay una conciencia europea de identidad y pertenencia común, generada por una historia compartida, de interacciones constantes y de conflictos, guerras y emigraciones. Podemos hablar de Europa como una unidad en la diversidad. En ella, hay pluralidad de idiomas y de familias lingüísticas; una religión mayoritaria común con distintas iglesias y confesiones; divergentes alfabetos y heterogéneas tradiciones culturales; diferencias climáticas y geográficas marcadas, y pueblos con distintas procedencias. La unidad en la diversidad ha marcado a Europa, que ha vivido la dualidad de una ciudadanía particular (local, regional, nacional y estatal) y de una pertenencia europea. Para vivir la universalidad, no es necesario renunciar a la procedencia particular. Como afirmó Gadamer, nunca podemos desprendernos de nuestra pertenencia sociocultural. Solo se es europeo desde una modalidad local abierta, participativa y a veces conflictiva. Lo común no se contrapone a lo propio particular, sino que lo presupone. De ahí surge la interculturalidad como fusión de horizontes (Gadamer 1990 y 1998). Siempre se ha vivido la tensión entre la pertenencia a una generalidad y la defensa de la especificidad individual; el conflicto entre las pretensiones de universalidad y la pertenencia singular. Esa tensión ha sido siempre determinante de la conciencia europea, a la que han contribuido no solo las alianzas y vecindades, sino también los conflictos y las guerras. Sin que ningún pueblo, país o nación pudiera mantenerse de forma autárquica, cerrándose a los influjos e interacciones de los otros. Por eso, ha sido un continente conflictivo, móvil y de pluripertenencias. Esa identidad diferenciada y plural sigue siendo determinante para el futuro.

Cualquier estructuración política y económica tiene que tomar en cuenta ese trasfondo histórico constituyente. La idea de una Europa unida no puede reducirse ni a su vertiente económica, ni a su dimensión política. El peso de la historia y de la cultura común es uno de los factores explicativos de las dificultades de países como Turquía, para integrarse en el espacio asociativo europeo. Hay una conciencia europea subyacente, que traza una frontera, imaginaria pero real, en el norte y sur del mediterráneo y del este respecto de Asia. A la hora de definir el imaginario europeo se han indicado diversos factores y procedencias. Se ha subrayado el énfasis griego en la razón, del que deriva la importancia de la filosofía y de las ciencias. La opción por la razón, resaltada por Popper (1), subyace también a la creación y potenciación de universidades y centros del saber. Su fruto último es la Ilustración, como proceso de racionalización que ha desembocado en la revolución tecnológica e industrial. Esta tendencia racional ha caracterizado la cultura europea a lo largo de la historia y ha marcado sus creaciones culturales, económicas y políticas.

Naturalmente ninguno de esos rasgos es exclusivo de Europa, la cual se ha personificado por su capacidad de aprendizaje y de asimilación de otras contribuciones culturales, como las asiáticas o islámicas. También ha sabido exportar sus contribuciones culturales, como la doctrina de los derechos humanos. Hoy se puede hablar de una occidentalización del mundo, en el marco de una globalización última con precedentes centenarios, como 1492 para el continente americano y luego con los imperios coloniales para el resto del mundo. El éxito político, militar y económico de Europa durante los últimos cinco siglos tiene un sustrato cultural compartido, más allá de las diferencias. En buena parte, se podría vincular al eslogan ilustrado, del sapere aude ("atrévete a saber"). La voluntad de verdad, que es la versión nietzscheana del eslogan kantiano, ha llevado a la razón crítica, reflexiva y científica, que ha acompañado al ascenso de Europa. No ha habido ningún tabú en el que se parara la dinámica de la racionalidad crítica: primero se dirigió contra Dios (Nietzsche), luego se habló de la "muerte del hombre" (Malraux, Foucault), cuestionando el humanismo ilustrado (Álvarez Hidalgo 2009). Finalmente se orientó a una crítica racional de la razón misma, subrayando sus límites. A partir de ahí podemos comprender el proceso de racionalización y de desencantamiento del mundo que ha marcado a la era moderna. Europa ha estado siempre en construcción, marcada por el devenir plural y conflictivo, y dentro de ese contexto hay que analizar la situación actual. Hablamos de cultura posmoderna para indicar otra forma de enfocar la cultura, que toma distancias de la modernidad inmediata, sin que pueda dejar de ser parte de ella, aunque sea como "tardomodernidad". Hay conciencia de que hay un cambio de época, aunque nos movemos en la transición entre lo que hemos sido y en parte somos, y la evolución hacia un futuro todavía indeterminado. De ahí, la actual crisis de identidad.

En la actual crisis de Europa predominan los factores económicos y políticos, pero cada vez hay más conciencia de que el proyecto de la Unión Europea, hoy constituida por 28 Estados, no se puede lograr si no hay conciencia de identidad cultural y de comunidad histórica. La Unión surgió para poner fin a las guerras europeas, para reconstruirla tras la segunda guerra mundial y como un proyecto de futuro económico, político y cultural. Jean Monnet, uno de los "padres fundadores", se lamentó al final de su vida por no haber promovido una Europa de la cultura en los años cincuenta, junto a la comunidad económica (Minc 1990: 227). Más recientemente, Règis Debray, miembro del Consejo de Estado de Francia con Mitterrand, subrayó la importancia de la identidad cultural como parte del proyecto de la Unión. La memoria colectiva es fundamental para crear instituciones económicas y políticas, pero las actuales se han implantado sin una conciencia histórica y un imaginario europeo, que las legitimara. En Europa hay conciencia identitaria, local y nacional, pero apenas europea (Debray 2007). Difícilmente se puede apelar a sacrificios y a la solidaridad supranacional cuando no hay motivaciones culturales ni conciencia histórica que las sustenten. Si la Europa de las naciones-Estado ha sido un referente hegemónico mundial en los pasados cinco siglos, su futuro depende de no quedarse en una "Europa de las naciones" para ser un actor global planetario en el siglo XXI. Cada país por separado solo puede jugar un papel relativo, subordinado, de mera potencia regional. Por eso, del proyecto inicial de base económica y política, superar los enfrentamientos que habían llevado a las dos guerras mundiales, había que pasar a una meta más ambiciosa, con un protagonismo continental y una política internacional que no solo fuera continuista con las naciones-Estado del pasado.

Este proyecto común inspiró el Tratado para establecer una Constitución para Europa, que fue votado y aprobado por España, el 2 de febrero de 2005, pero que no pudo establecerse porque fue rechazado por Francia y Holanda. Aunque el tratado no alcanzó el consenso que le daría valor jurídico expresa bien cómo se quiere construir la Europa del futuro. Desde el primer momento, la Constitución Europea adoleció de una mención explícita a las tradiciones culturales, sobre todo a las religiosas, aunque las religiones son una parte de la cultura que ha marcado la historia e identidad europeas (2). Se querían evitar las alusiones a las referencias culturales para evitar disputas ideológicas y enfrentamientos nacionales, poniendo el énfasis en la multiculturalidad. A diferencia del reconocimiento de las potentes identidades nacionales, ha habido un esfuerzo por dejar de forma vaga e indeterminada la historia común y las raíces de la identidad compartida. Estas carencias erosionan el proyecto común y son propicias al relativismo epistemológico, moral y cultural que afrontamos. Conformarse con un mero multiculturalismo, en el que subsistirían esferas culturales independientes, en detrimento de la comunicación e interacción que genera un proyecto común, es caer en un falso universalismo en el que predomina la particularidad de cada cultura. No hay que ignorar las diferencias sino integrarlas, sin ignorar su potencial de violencia que ha marcado la historia de Europa y sigue siendo constitutivo de los problemas actuales. Negar el Occidente común que compartimos y su pluralidad constitutiva imposibilita un proyecto que supere los enfrentamientos del pasado (Moreno Fernández 2011; Pérez Espigares 2011).

En la situación actual de globalización, en la que hay una crisis del Estado de bienestar y una pérdida de hegemonía del Estado-Nación, sobre el que se había asentado la Europa del pasado siglo, hay que buscar elementos que promuevan la ciudadanía europea. Habermas es uno de los pensadores que más ha luchado por una identidad posnacional, en la que el "patriotismo constitucional", es decir, la defensa de los valores constitucionales, enraizados en la doctrina de los derechos humanos, sustituya al patriotismo nacionalista, que hoy resurge. Es necesario un marco estatal internacional, pero el peso de la unidad europea no puede ponerse en los Estados y en sus burocracias, sino que hay que potenciar la sociedad civil y el papel de los ciudadanos. La Europa de los ciudadanos debe anteponerse a la de los Estados y sin un consenso mayoritario sobre la plural identidad europea no es posible el proyecto común. Desde el reconocimiento de que los nacionalismos llevaron a las dos guerras mundiales, hay que superar la identificación del Estado con la Nación y la absorción de la sociedad civil por el Estado, dando el protagonismo a la defensa de los derechos individuales y colectivos alcanzados en las actuales sociedades del bienestar. La Constitución europea hablaba de "Estados y de ciudadanos", e incluía en la parte segunda la Carta de derechos fundamentales, con carácter vinculante y fuerza jurídica, que recogía los derechos clásicos y los de tercera generación, como la protección de la diversidad cultural y lingüística. Estos derechos fundamentales hay que ampliarlos y completarlos, pero sobre todo hay que aplicarlos en todos los pueblos de Europa, para que no prevalezca la disociación entre lo que Europa es en los documentos, que recogen libertades y derechos, y la realidad fáctica europea.

Cuanto mayor es la crisis económica y la pérdida de atracción de un proyecto transnacional, más necesario es proteger a los más débiles sobre los que carga el peso de la crisis, por encima de una política que solo atiende a "los intereses nacionales", que frecuentemente son los de los dirigentes y no los de los pueblos (Habermas1989, 1999, 2000, 2006 y 2009). Para esto son necesarias las leyes y estas no pueden desarrollarse al margen de los valores éticos y religiosos, culturales, de los pueblos europeos. La mera "Europa del Mercado" se integraría en la globalización mundial sin identidad cultural. Con la identidad cultural europea ocurre algo parecido a la de las naciones y Estados: siempre está impregnada por la "Nación imaginaria", la cual lleva a una revisión selectiva de la historia en función de los intereses ideológicos y políticos del momento. En lo que concierne al proyecto europeo, no se trata de negar la historia pasada, para inventar otra, sino de aprender de ella para superar lo que ha sido causa de conflictos y potenciar lo que hay en común en los pueblos europeos. Es un proyecto de futuro, que no se establece sobre la base de ignorar el pasado de las naciones-Estado, sino de integrarlo en un horizonte que las integra en lugar de llevarlas a los conflictos. Es un plan utópico, ideal y todavía no realizado (3).

Para realizarlo hay que recurrir a todas las instancias humanistas de las tradiciones europeas, sin excluir las religiosas. En lo que concierne al cristianismo (Martinelli 2004: 87-88), a pesar de su vigencia y actualidad en el continente, se marginó en la Constitución su peso cultural y su importancia histórica, para no crear potenciales conflictos con el laicismo antirreligioso, con el islam y las otras religiones presentes en el continente. No hay que olvidar, sin embargo, la afirmación de Heidegger, de que los orígenes forman siempre parte del futuro al que se tiende (4). La ignorancia sobre las raíces culturales es una de las causas de su posterior vuelta reactiva. Resistirse a la mera mención del cristianismo en la Constitución europea está motivado por la coyuntura actual y por la distinta posición que asumieron los líderes nacionales. La insistencia de Alemania en revalorizar la contribución cristiana a la identidad europea, tuvo como contrapunto la resistencia francesa a cualquier mención, amenazando con no votar la Constitución, a la que votó en contra posteriormente. Habermas, en cambio, se resiste a admitir que se pueda construir la cultura sin las aportaciones de las religiones. Es comprensible que se busque en Europa la neutralidad respecto de las religiones, sin apoyar a ninguna, pero no lo es que se silencien las raíces históricas, dando así la preferencia a un laicismo que excluye el papel público de las religiones.

El cristianismo y la religión forman parte del humanismo cultural europeo. Por eso no hay que renunciar ni avergonzarse del patrimonio cultural del pasado, el religioso incluido, sino asumirlo como un trasfondo identitario que no se cierra a nuevas aportaciones, referencias y reformas en un nuevo contexto. El universalismo, es decir, el ser ciudadano del mundo no se alcanza en base a la negación o neutralización de la propia identidad cultural, pretendiendo ser universal en base a la negación de la particularidad y especificidad de cada parte. Al contrario hay que partir de ella y desde el diálogo y la apertura a las otras culturas y contribuciones, ampliar el horizonte de referencia, en la línea de la fusión de culturas y de horizontes que propugna el comunitarismo cultural. El futuro de Europa pasa por una identidad compartida y una diversidad en la forma de vivirla, en una conciencia de unidad históricamente establecida y una pluralidad de modos de vida, las cuales caracterizan a un continente pequeño y al mismo tiempo con identidades fuertes y variadas. La unidad europea no surge desde la homogeneidad sino la heterogeneidad, pero esta tiene siempre un trasfondo de comunión de culturas, que conlleva también una comunidad de destino. Iguales pero diversos forma parte del ideal europeo y de sus posibles contribuciones al patrimonio de la humanidad. Solo así se evitará ver a Europa como una gran Grecia, que vive de un pasado glorioso, pero sin expectativas de futuro. Una Europa unida es la respuesta a los nuevos retos del siglo XXI, pero esa unidad no puede hacerse desde la burocracia estatal, sin contar con la interacción de las culturas y los pueblos que la componen.



Notas

1. Popper resalta la opción por la razón: "Podríamos darle el nombre de fe irracional en la razón", en La sociedad abierta y sus enemigos (2006: 398).

2. El "Preámbulo" fue muy discutido, precisamente por su vaguedad al hablar de la historia y tradiciones culturales constitutivas. El "Tratado por el que se establece una constitución para Europa" (2004), se inspira "en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho".

3. "Preámbulo" de la Constitución: "Convencidos de que los pueblos de Europa, sin dejar de sentirse orgullosos de su identidad y de su historia nacional, están decididos a superar sus antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, a forjar un destino común".

4. Heidegger confesó, en 1953, que sin su origen teológico no habría alcanzado nunca el camino del pensar. Y añadió, "pero el origen permanece constantemente como futuro" (Heidegger 1985: 91).



Bibliografía

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Gadamer, Hans-Georg
1990 La herencia de Europa. Barcelona: 19-40.
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Habermas, Jürgen
1989 Identidades nacionales y posnacionales. Madrid.
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Martinelli, Alberto
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Moreno Fernández, Agustín
2011 "René Girard. Críticas y alternativas al relativismo epistemológico y multiculturalista", en R. Avila, Miradas a los otros. Madrid: 173-188

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Popper, Karl
2006 La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona.

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Publicado 01 julio 2015