Número 7, 2018 (1), artículo 4


La identidad cultural, pervivencia del totemismo


Pedro Gómez García

Catedrático de Filosofía jubilado. Universidad de Granada




RESUMEN
El concepto de 'identidad cultural' designaría propiamente una cultura en el sentido antropológico del sistema social como un todo, pero en el uso ordinario alude a unos cuantos rasgos diferenciales, escogidos de forma arbitraria, a los que un sector social se adhiere totémicamente, en general manipulado con oscuros fines políticos.


TEMAS
comunitarismo · etnicismo · identidad cultural · multiculturalismo · particularismo · totemismo



El hecho inicial es que la locución "identidad cultural" carece de sentido claro y unívoco. Entre los antropólogos se dan teorías muy dispares. Unos la entienden como el conjunto de los componentes objetivos de un sistema sociocultural, tanto empíricos como simbólicos e imaginarios. Otros insisten en la adscripción subjetiva y emocional a una comunidad, caracterizada por una breve selección de rasgos emblemáticos, representativos o identitarios, aun si carecen de importancia efectiva, que, en realidad, solo alcanzan en virtud de la manipulación política. Otros, finalmente, no encuentran fundamento al concepto y creen que habría que estudiar la "identidad cultural" como un aspecto de la ideología.

 

Significado y usos de la expresión

No es nada evidente el significado de lo que llaman "identidad cultural". En el sentido antropológico, la identidad cultural dice relación a la cultura, entendida como el sistema social en su conjunto. Lo que no está claro es cómo hay que interpretar el concepto, a la vista de los usos que se le dan (Gómez García 2001 y 2007). Con frecuencia, su significado resulta confuso entre los antropólogos y, más aún, en el lenguaje corriente, mientras que suele ser objeto de constante manipulación en el orden político.

La noción de identidad cultural depende del concepto de cultura que tengamos. Estaremos de acuerdo en que la naturaleza humana constituye una invariante de larga duración, mientras que la cultura evoluciona más rápidamente. Luego, hay que dilucidar si el concepto de cultura alude a la escala individual o a la social colectiva. Si optamos por esta última, aún falta saber si debemos centrarnos en el comportamiento observable del sistema social o en la estructura que informa y regula ese funcionamiento.

La identidad cultural representa una expresión análoga, si no idéntica, a "identidad social", "identidad étnica", "identidad popular" e "identidad nacional", que, a su vez, equivaldrían a los conceptos de "sociedad", "etnia", "pueblo" y "nación", salvando los matices. Si esto es así, habría que remitirse a tales términos antropológicos y sociológicos. No obstante, parece legítimo examinar por separado esta noción de identidad cultural.

Para estudiarla, la pregunta clave podría ser: qué diferencia una cultura de otra, qué diferencia una sociedad de otra (sin olvidar que también se diferencia de ella misma de época a época). Pero igualmente: qué tiene en común una época con las anteriores, o esta sociedad con las otras sociedades. Porque es un hecho que lo común forma parte insoslayable de la "identidad".

Hay una identidad a escala de la especie, una identidad a escala de la sociedad y una identidad a escala del individuo, que en parte coinciden y en parte difieren y se oponen.

La identidad social no es la suma de todas las historias individuales, sino que está en un plano distinto, el de la historia a escala colectiva de los sistemas antroposociales. Por su lado, la identidad bioespecífica no es la suma de todas las historias de las poblaciones humanas en cuanto sociedades, sino que reside en un plano diferente, genético, el de la historia del genoma común a todos los genotipos de homo sapiens.

Las historias de una y otra escala se superponen parcialmente, pero constituyen dimensiones no coincidentes. Habrá unas historias con muchas coincidencias y otras con pocas. Y, si comparamos perfiles de individuos entre distintas sociedades, el índice de variabilidad entre culturas será considerablemente menor que la variabilidad interna entre los individuos de la misma sociedad (cfr. Cavalli-Sforza 1993).

El objeto de estudio se puede abordar en diversos grados de amplitud de la construcción sociocultural, según su tamaño y complejidad: la tribu, la ciudad, el estado, la macrorregión, el continente, el mundo. Pero la problemática teórica de la identidad es transversal a todos ellos.

El modo de plantear la investigación ha de aspirar a un enfoque nomotético. El enfoque del empirismo idiográfico no es capaz de proporcionar más que una descripción particularista, en exceso superficial y alicorta. Para ir más allá, debemos potenciar la búsqueda teórica, que es lo que distingue la ciencia antropológica de las perspectivas precientíficas y anticientíficas.

 

La identidad cultural como sistema

Para un enfoque antropológico serio, el tratamiento del tema de la identidad cultural tiene que atenerse a la realidad del sistema cultural, con todos sus componentes y las reglas de su organización.

De ahí que la identidad cultural como sistema sea, a la vez, social, política, lingüística, familiar, religiosa, filosófica, jurídica, vestimentaria, artística, etc. Es una entidad producida por el devenir histórico, con un pasado siempre heterogéneo. Y con un futuro no escrito. Por consiguiente, es un sistema abierto: lo mismo que el pasado histórico resultó de la síntesis cultural, de la creatividad y la respuesta a los desafíos encontrados, la adhesión presente -para no ser patológica- debe incorporar una apertura hacia el futuro que no destruya los logros ya alcanzados, por ventura no marcados como identitarios.

No hay elementos culturales simples o inconexos, sino que siempre se trata de sistemas, con un grado variable de complejidad organizativa. Existen diversos niveles de organización de la cultura y en todos ellos encontramos estructura. De modo que la cultura es un sistema adaptativo complejo, de escala social, compuesto de subsistemas especializados. El sistema cultural se organiza como un enjambre de sistemas interactivos con fines específicos: lengua, técnica, parentesco, política, arte, religión, ciencia, etc. Cabe una explicación local o regional, pero siempre en el marco explicativo global.

Sin embargo, no es posible describir exhaustivamente el repertorio completo de los rasgos empíricos de un sistema cultural, porque son inconmensurables y, además, al ser la civilización una realidad inestable y evolutiva, en el momento en que concluyéramos el inventario, las cosas ya habrían cambiado. Tendremos que interesarnos menos por los mensajes emitidos que por la gramática, que evoluciona mucho más lentamente y se presta mejor al análisis, aunque en el mejor de los casos no durará más que unos siglos.

Ahora bien, incluso el perfil del sistema como totalidad, en la medida en que pueda trazarse, nunca responderá a un modelo uniforme ni esencial, sino que a lo sumo reflejará una "identidad estadística" (Lévi-Strauss 1977), sometida a relaciones de incertidumbre, y cuya existencia misma quizá no sea más que puramente teórica, por lo que su significado quedaría disuelto.

Lo paradójico es que, en los territorios donde más triunfa la idea, así como en el uso predominante entre los científicos sociales, lo que llaman "identidad cultural", no se refiere al sistema en su compleja realidad, sino a unos cuantos rasgos, denominados a veces "señas de identidad" o "marcadores de identidad", que normalmente se presentan empaquetados y se les adscribe la etiqueta de un gentilicio.

 

La identidad cultural como emblema

Esa perspectiva de la identidad etiquetada es propensa al subjetivismo, restringe y clausura la "identidad" en una sucinta recopilación de características, como una suerte de esencia que postulan que habría de mantenerse a salvo de toda alteración futura. Por otra parte, los rasgos o criterios seleccionados como emblemáticos de la "identidad" se presentan cargados de connotaciones políticas (sin las cuales probablemente se tornarían insignificantes).

Entre los elementos identificativos los hay de mayor importancia estructural, como la lengua, la economía, el parentesco, o la religión, pero hay otros que, sin ser tan trascendentes, adquieren un gran significado en la medida en que arraigan profundamente en la cenestesia y el sentimiento de la gente: la música y los cantos populares, las fiestas y los trajes folclóricos, el arte culinario y los sabores, las leyendas, los cuentos y los mitos populares.

Sin duda, el sentimiento comunitario y nacional está tejido de múltiples experiencias sensoriales y de relatos llenos de fantasía. Los ámbitos sociales o geográficos donde se comparte una misma sensibilidad es más probable que constituyan niveles de identificación. Pues escuchar las mismas músicas, comer los mismos manjares, beber las mismas bebidas, contar las mismas historias, ver las mismas películas o las mismas series de televisión, celebrar las mismas fiestas, seguir las mismas modas, etc. conforman elementos con fuerza identificatoria. Lo que ocurre es que esa misma dinámica puede volverse en contra de las identidades locales, en un mundo donde se difuminan las barreras y los rasgos se difunden y corresponden cada vez menos a las demarcaciones políticas.

En cualquier caso, esa modalidad de conformación un tanto fortuita de la identidad selecciona unos cuantos "marcadores" particulares, que en modo alguno dan cuenta del sistema cultural como un todo, aunque quieran representarlo. Esto conduce al resultado de que casi todas las "identidades" son seudoidentidades por referencia al sistema social real, puesto que se definen por una serie limitada de facetas heteróclitas, basada en opciones de una gran arbitrariedad. En consecuencia, el discurso identitario, lejos de situarse en el plano de la historia, pertenece al de la ficción o la fábula. Todo esto no impide que cumpla una función social.

Los rasgos emblemáticos de la identidad cultural cumplen una función, que es ideológica, precisamente en virtud de su debilidad y falta de fundamento. Pues no se exige que sean adaptativos. En muchos casos cabría demostrar que los "marcadores de identidad" no coinciden con los componentes en verdad adaptativos para el sistema social, es decir, imprescindibles para su supervivencia, para su prosperidad y seguridad. Al contrario, no es raro que se tomen como identitarios unos caracteres insignificantes, pintorescos, acaso sintomáticos y, en ocasiones, inexistentes o muy minoritarios.

Lo que los identitaristas consideran "identidad" es, en general, un constructo amañado, manipulado e impuesto por alguna facción política, con el fin de diferenciar un grupo frente a otros, que son señalados y excluirlos como adversarios. Por eso, una de las principales funciones de la identidad emblemática está en servir para el engaño táctico, comenzando por convencer a los propios secuaces de la primacía valorativa que posee una identidad inventada y engañosamente singular.

Sin embargo, en contra de lo que se pretende, ningún componente cultural constituye una singularidad, algo absolutamente peculiar de una comunidad humana, privativo de ella, inefable e intransferible. Porque todos forman parte de la diversidad producida en el seno de la especie, una diversidad por principio comunicable de una sociedad a otra y asimilable. La aparente insularidad cultural es siempre solo empírica y circunstancial.

 

La identidad individual

En lo que respecta a la originalidad atribuida a los individuos, hay que subrayar que la escala de la identidad cultural es colectiva, no individual. Por mucho que los perfiles identitarios se personifiquen en los individuos y dependan de su adhesión, estos incorporan modelos colectivos creados a escala del sistema social. El individuo adopta siempre un modelo social preexistente, salvo muy raras excepciones. Su identidad personal hace uso de códigos culturales que él no ha inventado.

Se produce la naturalización en las personas de un patrón sociocultural, históricamente conformado y psicológicamente interiorizado en el proceso de endoculturación. Cada individuo aprende la lengua, los saberes prácticos, las creencias, la visión del mundo, el comportamiento en múltiples contextos, esto es, la fecundación de la cultura en el cerebro.

A partir de los quince años, uno llega más o menos pronto a sus propias conclusiones, a menudo precipitadas, desinformadas y dogmáticas. Y vive con ellas el resto de su vida. En general, asume ciertas figuras de identificación que normalmente se expresan en formas simbólicas: una bandera, una insignia, un himno, una vestimenta, un pelado, unas ideas, unas comidas y bebidas, un habla peculiar, etc. A tales exteriorizaciones, algunas superficiales y anecdóticas en sí mismas, se vinculan intensos sentimientos irracionales.

La identidad cultural es irreducible a la suma de los comportamientos individuales. Los individuos, más bien, sufren una pérdida de libertad proporcional a la intensidad de su identificación colectiva. Los modelos de identificación, o sea, de imitación, legitimación o santificación, se transmiten mediante las fabulosas historias que se cuentan en las casas, las calles, las iglesias, las escuelas, los medios.

 

Analogía con las "razas" biológicas

Como es sabido, las presuntas razas biológicas, como subdivisiones de la especie humana, se estudiaron primero a nivel de ciertos rasgos visibles, anatómicos y morfológicos. Más adelante, se introdujeron análisis fisiológicos, como el de los grupos sanguíneos, con lo que la clasificación de las razas geográficas se resintió y quedó en entredicho. Finalmente, la investigación del profundo nivel genético disolvió por completo el concepto de "raza" y su tipología, de modo que solo quedó en pie el concepto de genoma, al que pertenece toda la diversidad biogenética, estudiada por la genética de poblaciones. No hay tipos raciales. La distribución de la variabilidad biológica, interna a la única especie humana, solo se puede expresar estadísticamente para cada población.

En el plano biológico, el valor de los datos observables es muy secundario:  un color de la piel es solo un color de la piel, un grupo sanguíneo es solo un grupo sanguíneo, y no prejuzgan la presencia necesaria de ninguna otra característica consustancial a un supuesto prototipo. Por ejemplo: la piel negra no supone una "raza africana", pues también la hallamos en el sur de India, el norte de Australia y los Andes bolivianos.

El trabajo científico lo lleva acabo la genética de poblaciones, mediante el estudio de la diversidad genética de las sociedades, en términos de frecuencias estadísticas de cada gen (no de arquetipos raciales), complementando el estudio de la unidad del genoma. Este enfoque podría inspirar al antropólogo en la investigación de la diversidad cultural, en lugar de extraviarse por las sendas del identitarismo multicultural.

La llamada identidad cultural podría ser un simple sinónimo de cultura, pero no es tan sencillo. Según ya he indicado, la óptica identitaria no cifra la identidad en el sistema, sino en una selección de rasgos culturales aparentes. Esto viene a ser como la descripción biológica en términos del color de la piel, o del grupo sanguíneo, o incluso de unos cuantos genes tomados aisladamente, cuando lo acertado es el genotipo para cada individuo y porcentajes de la presencia de genes determinados para cada población. De los diferentes niveles de observación, el visible, el fisiológico y el genético, solo este último resuelve el problema. De manera análoga, hay que preguntar en qué nivel de lo social reside la identidad cultural. La respuesta debe ser que no en el comportamiento observable (el "habla", las actuaciones sociales), sino en los componentes y las estructuras que lo regulan (la "lengua", la gramática, el código).

Por tanto, si nos proponemos comparar la codificación cultural con la información genética, lo más coherente, sin duda, sería comparar la identidad cultural con el nivel más fiable de la identidad biológica: el genoma. Entonces, no sería tan acertado fijarse en lo epigenético, la "fisiología" social y el comportamiento fáctico del sistema, situados más en superficie. Interesa lo que informa el comportamiento, sus principios de organización, la cultura como genoma de la sociedad. Los rasgos culturales estarían articulados como "sociogenes", aunque no son exactamente como los genes de ADN. Pues, en lo cultural, no solo están dados y se activan diferenciadamente, sino que se adquieren por aprendizaje y se pueden reprogramar e inventar en una escala temporal mucho más acelerada, como es la del acontecer histórico y e incluso la de la vida individual.

En cambio, cuando se entiende como un conjunto arbitrario de rasgos, la identidad cultural resulta fácilmente asimilable al antiguo concepto de "raza" y susceptible de una refutación análoga. En efecto, lo que ocurrió con los presuntos tipos raciales es lo que ocurre con los estereotipos culturales, incluso con los mejor fundados. Tengamos claro que una lengua es una lengua, no una cultura. Una religión es una religión, no un sistema cultural. De hecho, la misma lengua o la misma religión la pueden compartir diferentes sociedades. Por ejemplo, la lengua española se habla en una veintena de países, el cristianismo está presente en todos los continentes, las tecnologías productivas se difunden al mundo entero, como el cine norteamericano o Internet. Nadie negará que sigue habiendo rasgos idiosincrásicos de una colectividad, pero lo más seguro es que se vuelvan cada vez más irrelevantes y sean escasamente adaptativos.

Entonces, para interpretar la diversidad cultural, las semejanzas y las diferencias, podemos postular el marco teórico de una "sociogenética de sociedades", que no persigue establecer estereotipos, sino modelos estadísticos de la frecuencia de tales o cuales variantes de subsistemas y reglas culturales (al modo de "sociogenes") en cada sociedad. Además, siempre se daría una relación de indeterminación insuperable entre el porcentaje de la presencia de una variante y la de otras, extrapolable asimismo a las posibilidades de su persistencia a lo largo de las generaciones.

Cada sistema social presentaría un perfil de frecuencias estadísticas, como fluctuaciones adaptativas del patrón cultural universal (el "sociogenoma"), fundamentalmente el mismo en todas partes. Toda la diversidad cultural concreta es "epigenética", en parte adaptativa, a veces equipolente, o indiferente, y resulta de la interacción de las predisposiciones de la naturaleza humana con el ecosistema, mediada históricamente.

Igual que en la especie humana solo hay una raza, la sapiens, en las sociedades de sapiens solo hay una cultura, la humana, a la que pertenece toda la diversidad observable históricamente. Por ende, es erróneo tratar de explicar las diferencias en términos de singularidades.

El primer principio antropológico afirma que los mecanismos de codificación y el "genoma" de las culturas humanas son los mismos en todas partes. Esta es la verdadera identidad fundamental, la identidad humana (Morin 2001), la que se expresa en todas las semejanzas y diferencias socioculturales, así como en todas las particularidades de la identidad personal.

Más aún, hay que destacar el papel de la convergencia en la historia de las culturas. Se constata que ciertos tipos de estructura son recurrentes, de manera independiente, en la evolución cultural, como indicando que la gama de posibilidades que son funcionalmente efectivas y a la vez culturalmente factibles es más limitada de lo que se podría haber supuesto.

 

Homología con el totemismo

Aunque en buena teoría los perfiles identitarios sean engañosos y no den cuenta del sistema social real, no por ello dejan de cumplir funciones sociales. Una de ellas puede explicarse haciendo ver cómo existe una homología estructural con el totemismo, tal como fue analizado por Lévi-Strauss (1962). En efecto, la hipótesis del totemismo ofrece un modelo de interpretación bastante adecuado para comprender qué es y cómo opera el sistema de "identidades" culturales, como matriz clasificatoria. La invención de una serie (imaginaria) de separaciones diferenciales entre una identidad y otra tiene como objeto pensar como opuestas las diferencias que se quieren crear entre las sociedades en el plano de la vida real.

Cada proclamada identidad se inscribe en una estructura de relaciones y oposiciones que sirve de mecanismo discriminatorio, como formando parte de un sistema totémico. En torno a cada tótem, surgen y se difunden narraciones de índole mítica, así como actitudes y sentimientos indudablemente religiosos; en tanto que, políticamente, aporta un instrumento para movilizar a la gente y, llegado el caso, manipularla, aun a costa de disminuir su racionalidad.

La funcionalidad de la identificación totémica puede valorarse como positiva o negativa con respecto a las tensiones en el seno del sistema social o entre unas sociedades y otras. En el sentido positivo, la ilusión totémica o identitaria contribuye a la integración en la unidad de las diferencias (políticas, lingüísticas, socioeconómicas, ideológicas, deportivas, etc.). Pero no es infrecuente que se utilice también para promover la fractura de la unidad, hipostasiando y privilegiando una identidad /diferencia en detrimento de las otras.

Observamos cómo, para dividir y enfrentar, el principio del totemismo resulta excepcionalmente eficiente, y no solo en la organización de los torneos deportivos. Lo reencontramos en terrenos muy dispares: Martín Lutero lo utilizó con la religión; Joseph Arthur de Gobineau, con la raza; Karl Marx, con la clase social; Adolf Hitler, con el pueblo predestinado; cualquier demagogo nacionalista o populista, en sus insidias. Todos privilegian un tipo de "identidad" sectorial y siempre en términos sectarios de superioridad e inferioridad, otorgando en exclusiva todos los derechos a lo que, en su mitología, fantasean como jerárquicamente superior: la Comunidad evangélica, la Raza pura, la Clase obrera, la Nación alemana, el Pueblo catalán.

 

Crítica al particularismo identitario

A fin de cuentas, caben dos opciones interpretativas. O bien la identidad cultural refiere a los componentes objetivos del sistema cultural, y entonces no habrá verdadera consistencia en el concepto mientras no se alcance un marco político mundial, que sería el único congruente con la identidad humana, donde la cultura y la política más envolventes sean coextensivos con la humanidad. La diversidad es relativa y cambiante. El espacio del individuo tiende a ser el de la universalidad concreta y no solo el de una parcela recortada, étnica o nacional. O bien, definida como adhesión emotiva a unos elementos emblemáticos, la "identidad cultural" alude a un sistema totémico, establecido sobre todo en el orden político, para el que lo de menos es la correspondencia con los contenidos objetivos del sistema social; solo depara modelos de identificación o adscripción, más bien simbólicos, que sirven para clasificar sociedades y, dentro de ellas, determinados sectores, siempre bajo la sospecha de estar distorsionando la realidad.

La mera idea de identidad en sentido literal significa la posibilidad de mantenerse siempre idéntico a sí mismo, no cambiar nunca nada, lo cual parece implicar la pretensión metafísica de negar el tiempo, la fantasía de suprimir la historia mediante la reificación de un momento mitificado, de una época supuestamente perfecta o edad de oro.

Sería necesario atender al sistema, a las interacciones entre el todo y las partes, y a su inexorable evolución. Unas emblemáticas "señas de identidad", por significativas que sean, son ostensiblemente arbitrarias, fragmentarias y opacas. En realidad, fracasa todo intento de que un rasgo o un conjunto de ellos constituyan de por sí una identidad objetivable (Breton 1983), que nos haga inteligible la complejidad del sistema.

Por supuesto, la diversidad cultural es un hecho patente, pero la doctrina de la "identidad cultural" que pretende dar cuenta de ella es ante todo un fraude intelectual. Del mismo modo que la diversidad genética es un hecho, pero la teoría de las razas se demostró carente de toda base científica.

Por si fuera poco, la identidad cultural plasmada en un prontuario de rasgos sacralizados, más que una virtualidad explicativa, desempeña una función religiosa, al proponer un credo, unos mitos, unos rituales y una ética a los que deben prestar su adhesión los fieles seguidores. De modo que los movimientos identitarios fungen como religión política, vivida en la práctica como una fe de salvación terrestre.

En el fervor identitario se da una extraña convergencia entre las corrientes reaccionarias de siempre y ciertas organizaciones izquierdistas que, acaso huérfanas de proletariado, han sucumbido al comunitarismo, el multiculturalismo y el nacionalismo, cuya táctica común va dirigida a encerrar a las gentes en la jaula mental de sus propias aspiraciones míticas, sin permitirles ningún cuestionamiento crítico racional, como si hubieran decidido refugiarse en un nuevo oscurantismo. Un concepto tan conspicuo como el de "nacionalidad histórica" no pasa de ser una noción ideológica, que solo significa la pretensión de jerarquía de poder y desigualdad jurídica, contraria a los fundamentos de la democracia.

Las "identidades" de esa clase se convierten en tóxicas, contagiosas, virales. Alguien escribió denunciando las "identidades asesinas" (Maalouf 1998). Y la historia se repite: cuando la exaltación de la identidad alcanza su apoteosis, resuenan tambores de guerra, y entonces el identificar a unos conlleva excluir a otros y, en último extremo, postula su exterminio.

Esa ideología identitaria, que defiende que lo ideal es mantener un mosaico de tipos culturales yuxtapuestos, inspirado en la taxonomía de los tipos raciales, carente de fundamento, es la que sustenta el multiculturalismo. No es tan importante la interfaz entre los grupos culturales (Barth 1969) cuanto el establecimiento de la diferencia en un sistema virtual válido respecto a cualesquiera fronteras.

Por lo demás, la ideología de la identidad cultural, que seduce a tantos en nuestro tiempo, se manifiesta a través de una serie de avatares entre los que podemos destacar: el comunitarismo, el multiculturalismo, el etnicismo, el populismo, el nacionalismo, etc. En todos ellos el discurso identitario modela un relato mitológico mendaz, que, ya se vista de derechas o de izquierdas, siempre enmascara una mórbida visión reaccionaria. El culto de la identidad encarna el trasunto de un politeísmo pueril.

El particularismo en sus múltiples hipóstasis se empeña en ignorar lo humano común y universal, para crear una ficción de humanidades parcelarias, mutiladas y encerradas cada una en un redil aparte. Contra lo que pudiera parecer, el multiculturalismo no defiende el pluralismo cultural, sino que comporta su negación (Sartori 2000), puesto que, en vez de una sociedad pluralista, propugna una pluralidad de culturas estancas.

Por fortuna, a contracorriente de las ideologías disgregadoras, contemplamos cómo la comunicación y los intercambios están promoviendo, cada vez más, identidades cruzadas, ubicuas, abiertas y cambiantes. Nihil humanum a me alienum puto. Considero que nada humano me es ajeno.

La ambigüedad de la tendencia a disolver o debilitar las identidades colectivas, en aras de una identidad individual, deriva del carácter disperso en la pluralidad de pertenencias y elementos heteróclitos, a veces articulados en torno al eje de un irrestricto narcisismo. Con todo, el hecho de convertirse cada uno por su cuenta en devoto cliente del mercado global, o de su sombra, entraña unas sincronías que revelan hasta qué punto semejante autonomía individual quizá tampoco pase de ser ilusoria.

 

Conclusiones

La llamada identidad cultural opera como disfraz de la identidad étnica, que a su vez no es más que el sustituto vergonzante de la categoría de raza.

Toda identidad cultural efectiva resulta ser una configuración híbrida, bastarda desde su origen, imposible de acotar, salvo en aproximaciones estadísticas. Pero el tipismo cultural de las identidades emblemáticas solo puede calificarse de erróneo, lo mismo que las tipologías raciales hoy periclitadas.

Desde un punto de vista teórico, la realidad cultural de un sistema social, en cualquier escala, está constituida por la totalidad de sus estructuras y códigos. Y, en última instancia, se enmarca en el sistema global de la cultura humana, que incluye toda la diversidad inherente. A este planteamiento se contrapone una concepción particularista de las identidades, cuya explicación hay que buscarla en el desconocimiento y en la utilidad política que reporta. Pero esta forma de entender la identidad se desvela como mero señuelo para engaño de desprevenidos y euforia de partidarios, un artificio destinado a la obtención y el reforzamiento del poder.

En definitiva, lo que suele denominarse "identidad cultural" no es un concepto válido para explicar las semejanzas y diferencias culturales, sino más bien un ardid de agitación y propaganda empleado por los maniobreros de la batalla política.

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Bibliografía

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Artículos de Ensayos de Filosofía citados:

Pedro Gómez García:

Conceptos contra el multiculturalismo

La identidad, bajo sospecha


Publicado 01 enero 2018