Número 3, 2016 (1), artículo 8


En torno a la necropolítica. Teratología y ecología del poder


Joshua Beneite Martí

Doctorando en la Universidad de Valencia




RESUMEN
Este escrito aspira a sugerir las bases para una genealogía del necropoder. Posiblemente la forma más adecuada de describir el poder implique atender a su persistente ejercicio de las necropolíticas, antes que a las aparentes formas biopolíticas bajo las que se ha querido manifestar.


TEMAS
biopoder · ecología · ecopoder · monstruo biopolítico · necropolítica · teratología



1. Teratología contra teratología

La teratología está cobrando presencia entre los estudios de la filosofía política (De Lucchese y Williams 2016). Pero conviene recordar que fue el (bio)poder a partir del siglo XVIII, tal y como lo señala Foucault, quien, gracias al inventariado de la inmoralidad y la anomalía, y el establecimiento de amenazas raciales, ideológicas o religiosas, produjo una gran cantidad de "monstruos biopolíticos", inaugurando así el persistente espacio que delimita la teratosfera. La emergencia provocada de estas criaturas ­-cuya estirpe se remonta a los bestiarios del medievo- justificó el hecho de que este "biopoder" desplegara todo tipo de técnicas, tecnologías, dispositivos y prácticas para contener su hipotética amenaza; incurriendo lamentablemente muy a menudo en la represión, la coacción, la institucionalización, la violencia o incluso el asesinato de estos seres que, salvando las excepciones, en realidad resultaban ser de lo más normal.

Desde el siglo pasado comienza a constituirse una corriente dentro de los estudios mencionados que, a modo de respuesta a estas injusticias, se apropia de la idea de monstruosidad y la vuelve contra el "biopoder", poniendo en relieve las manifestaciones por las que éste se muestra de semejante manera, e inscribiendo dicha categoría dentro de su misma fisionomía política. Gracias a esta torsión, que podemos llamar contra-teratológica, estamos en condiciones de afirmar que el nazismo fue una monstruosidad, que tal dictador se comportó de forma ubuesca, o que en el neoliberalismo impera una ética despiadada. En suma, este gesto revulsivo nos habilita para la denuncia de la exclusión, la intervención o el asesinato que, en base a sus características físicas y mentales, su raza, su sexualidad, o también su especie, sufren determinados colectivos. El objetivo final de esta revisión crítica de la teratología, es lograr desactivar toda una serie de categorías asociadas a lo monstruoso que han sido generadas de forma interesada por el poder dominante. Se percibe con claridad, pues, el trabajo contrateratológico que corre a cargo de estos antágonos del poder: se desacreditan los monstruos que él ha sancionado, mientras que se erigen otros.

La perspectiva contrateratológica es una caza de monstruos que, desde la postura del "contrapoder", denuncia el afuera de la norma que le es consustancial -configurando al cabo otra norma diferente, otros monstruos-.  Como quiera que sea, conviene advertir que al margen de los monstruos biopolíticos, y todo lo que pudieran representar el nazismo y fenómenos civilizatorios por el estilo, el poder se ha manifestado y se manifiesta de otras formas también profundamente monstruosas, pero mucho menos explosivas, evidentes o mediatizadas. El teratopoder, el poder en su expresión más monstruosa, se manifiesta cuando excede sus propios límites; cuando, siendo que por naturaleza está al margen de la norma -por cuanto es quien la dicta- actúa todavía ajeno a todo orden reconocible por la colectividad, e incluso por él mismo. Un fenómeno que, como trataremos, no guarda toda la simetría con el nazismo o la Unión Soviética, pues, dentro de los límites per se monstruosos de dichos regímenes, la persecución y el asesinato de otras razas, grupos sociales y religiosos quedaba justificada y, en gran parte, incluso admitida por la colectividad civil como por la gubernamental.

 

2. Teratología del poder

Una teratología del poder en condiciones tendría que señalar no sólo las categorías monstruosas que a modo de auto-justificación alumbra él mismo (racismo, sexismo, especismo, etc.), sino también las formas monstruosas, excesivas en las que ha llegado a manifestarse, a darse en acto -por ejemplo, el mencionado nazismo, la institucionalización de la locura o la persecución de los onanistas-. No obstante, siendo los límites del poder -qué de lo que se puede sea apropiado hacer, o qué no- muy confusos, cabe anticipar que aquí no vamos a resolver un problema de tanto calado moral. Nos limitaremos a dar cuenta de dos de sus teratomorfologías, o formas monstruosas, que han rebasado considerablemente el ámbito epistemológico del biopoder.

A menudo de muy dudosa excelencia, nuestra "bestia magnifica" (Castro 2012) es ante todo una criatura jánica, proteica y versátil que, atravesando de lo público a lo privado, de lo individual a lo colectivo, y llegando incluso a inmiscuirse en lo íntimo -como un ente fractal- se resiste a ser identificada. Hay, sin embargo, algunos matices que ayudan a especificar la faceta a la que concretamente nos vamos a referir, como, sin ir más lejos, la conocida distinción entre el poder para -que permite hacer- y el poder sobre -que se ejerce en algo o alguien-. Ante todo, nos interesa aquí la segunda de las disposiciones: el poder cuando se ejerce sobre alguien. Este es el momento de la co-acción o, en palabras de Foucault, de "la acción sobre la acción"; posiblemente, una de sus manifestaciones más monstruosas.

Conviene advertir que en el orden ecosistémico -o naturaleza- se dan relaciones de poder y explotación. Pero estas relaciones, que desde un a priori estético (small is beautiful) y sobre todo ético y antropocéntrico se nos antojan absolutamente deleznables, no entran en el orden contrateratológico en tanto que no suponen una desviación de la norma, sino que más bien la constituyen necesariamente. Lo más habitual es -como suele decirse coloquialmente y nos recuerda el efecto "san Marcos" (1)- que los peces gordos se coman a los pequeños: siempre hay más posibilidades, dice Ramón Margalef, de que "el subsistema más maduro explote al menos maduro" (Margalef 1974: 862). En la epistemología ecológica, los sistemas más maduros son aquellos que han reunido una mayor estructura, han acumulado más información y, en suma, puede decirse que están más desarrollados y presentan un mayor nivel de complejidad. Su función dentro de la ecosfera es la producción de biomasa y biodiversidad, así como la regulación del clima general, resultando indispensable su presencia, aunque funcionen explotando a otros sistemas de menor madurez o complejidad. Sin embargo, nada de esta necesidad implica que el mismo esquema de explotación deba trasladarse a la civilización humana; pues ésta, todo sea dicho, "tiene historia y no naturaleza".

 

3. Notas para una ecología crítica del poder

El poder coactivo ejercido por parte de las instituciones, las noblezas, la religión, el mercado y cualquier otro tipo de autoridad de reconocimiento público -del cual convengamos a partir de lo anterior que no es natural- se ha desplegado de forma diferenciada y cambiante a través de la historia. Es posible entonces, no obstante ser un ente no natural, reconocerle al poder un cierto desarrollo -aunque sin un telos definido más allá de la situación concreta en que se da- y un proceso evolutivo -cuyo código genético está plasmado en las relaciones que lo albergan- habilitándonos en cualquier caso para la observación de sus distintas etapas morfológicas y dispositivas.  De este modo, si bien no llegaremos aquí a circunscribir qué cosa sea eso del poder -cuestión que ni cabezas tan prominentes y despejadas como la de Foucault, Agamben o Espósito, han logrado cerrar- sí podremos dar cuenta de cómo se da éste en los variados escenarios espacio-temporales que visitaremos.

Al amparo de las metáforas que venimos empleando -el poder como un monstruo, bestia o criatura- daremos otro paso y nos aventuraremos también en unas breves notas en torno a la ecología del poder. No obstante, es imposible abarcar aquí la descripción de todas las relaciones en las que se da el poder, la medida en que estas ejercen su influencia sobre el entorno en el que tienen lugar, y viceversa. Pero tampoco nos interesa: anotamos que sólo a través de esta meta-perspectiva de raíz orteguiana sería posible proporcionarnos una imagen definitiva de lo que es el poder, y nos dedicamos a nuestra particular descripción. Hay que entender nuestra ecología del poder como la descripción parcial del proceso mediante el cual una criatura monstruosa se adapta a las circunstancias que le impone su entorno. Siendo la humanidad el medio relacional en el que el poder tiene lugar, lo que nos interesa es pues destacar las maneras en las que éste se ha reconfigurado siguiendo hábilmente el ritmo de las oscilaciones de la misma.

La ilustrativa genealogía de Michel Foucault muestra al menos dos momentos en el ciclo del desarrollo del poder: primero una "anatomopolítica" propia de los regímenes soberanos clásicos -con poder de "hacer morir"- que presiona severamente sobre el cuerpo-máquina de los individuos; seguida del despliegue de una "biopolítica" neoliberal -que promete "hacer vivir"- aspirante a la gestión misma de la vida de la especie humana. Pero es necesario advertir ahora una tercera fase evolutiva del poder. Puede decirse, de algún modo como Antonio Campillo, que en determinado momento el biopoder aspira "al gobierno del mundo" (Campillo 1998). En efecto, tras el anatomopoder y el biopoder -cuanto más por cuanto que el segundo tan sólo es posible tras la ruptura epistémica producida por la Biología en el conjunto del saber- llega el ecopoder: precisamente el que sólo ha sido posible gracias a la correspondiente ruptura en el orden del conocimiento que provocó la Ecología. Este ecopoder no aspira ya al control de los cuerpos ni de la especie como comunidad rentable, es el asalto al control de la astronave tierra, el control del planeta: el control de la vida misma cuya significativa inauguración se diera, por ejemplo, con la creación de las bombas atómicas.

Lo cierto es que además de por evolución biológica, la materia-energía del planeta se organiza y fluye según el lineamiento estocástico que le marca la sucesión ecológica. De hecho, es este fenómeno, la sucesión de la (auto)organización de los ecosistemas, el que proporciona el marco espacio-temporal en el que se da la evolución biológica. Y es imposible entender a la una sin la otra. La manera más sencilla de observar cómo funciona la sucesión ecológica, es regresar un ecosistema a su estado inicial, es decir, uno de producción cero. Si hacemos el seguimiento de la repoblación de una zona deforestada, frente a nosotros irán surgiendo plantas muy básicas que darán paso a sistemas más complejos (como árboles) y terminarán de constituir un hábitat para animales más desarrollados (como mamíferos, reptiles o aves) sin olvidar a los omnipresentes invertebrados que jamás -ni con motivo de lo nuclear- abandonaron el escenario. 

 

4. Metáfora e imago del poder (2)

Los artrópodos constituyen el filo más numeroso y se encuentran prácticamente en cualquier hábitat conocido, son los reyes del mundo natural. Dentro de su conjunto, el subgrupo de los insectos, representando casi dos tercios de los diez millones de especies que engrosan los índices de biodiversidad global, es el más abundante. La mayor parte de los insectos -y los califóridos y los sarcofágidos no serán una excepción- tienen un rostro jánico: "son, directa o indirectamente, beneficiosos y perjudiciales para los humanos" (Begoña Gaminde 2015: 1). Se alimentan de cosechas, parasitan, nos transmiten enfermedades a nosotros y a los animales domésticos, e incluso pueden llegar a ser empleados como armas biológicas -por ejemplo, las diez plagas de Egipto (Éxodo 7,14 - 11,10)- o instrumentos de tortura.

Sin embargo, todo eso sucede al tiempo que producen seda, miel, cera y tintes, o constituyen una fuente de proteínas nada despreciable para los humanos en algunas partes del planeta. Respecto de la entomofauna cadavérica (como los califóridos y los sarcofágidos), la importancia es todavía mayor pues, además de actuar como polinizadores -sustentando la producción primaria de los ecosistemas- actúan como descomponedores de la materia orgánica animal y vegetal. De hecho, "sin los insectos comiendo detritus, el planeta se vería rápidamente desbordado con cadáveres y otro material orgánico en descomposición" (Begoña Gaminde 2015: 1).

Eso, el desbordamiento de la necrosfera, constituiría el reinado definitivo de la muerte sobre nuestra astronave; la cual, todo sea dicho, llamamos con bastante incorreción bio-esfera, o esfera de la vida. Llamar así a la cubierta ecosistémica que recubre el planeta -la circunstancia-mundo sobre el que navega el tiempo la humanidad- es una debilidad que con indulgencia nos permitimos. La realidad es, como recordaba Ramón Margalef, que el planeta está recubierto por una lámina biótica o viva, pero también, constituyendo de doce a catorce veces el tamaño total de la esfera ecosistémica, por una capa de materia muerta, o necrosfera. De hecho, "casi siempre nos referimos también a ella, a la necrosfera, o la damos por supuesta, cuando mencionamos la biosfera" (Margalef 1992: 90).

Es evidente que la muerte constituye una dimensión indisoluble del fenómeno de la vida y su funcionamiento ecológico. Por lo demás, conviene advertir que el único triunfo de la vida sobre ésta, radica en el fenómeno de la transformación energética que lo mantiene todo en movimiento -o, lo que es lo mismo, en procesos de sucesión ecológica y de evolución biológica. El "principio de la criticalidad autoorganizada" (CAO) dictamina que los individuos y cualquier entidad ecosistémica que se precie deben, más tarde o más temprano, degradarse hasta la muerte térmica y reingresar así en el ciclo de reciclaje de materiales que mantiene la mecánica ecosistémica general en marcha. De aquí a pensar que las catástrofes son algo habitual y necesario en la ecosfera -no ya únicamente biosfera, sino también de la muerte- hay un certero paso que debemos estar dispuestos a encarar. Pero estas cuestiones forman parte de una discusión que excede con mucho los límites que aquí se plantean.

En la actualidad, la composición y la dinámica de la comunidad entomosarcosaprófaga -la sucesión faunística en torno a ese banquete exquisito que constituye el cadáver en mitad del bosque- representa una apreciada herramienta de la ciencia forense. La entomología médico-legal o medicocriminal, emplea tanto a los dípteros, como a los coleópteros y los himenópteros para la resolución de crímenes "pudiendo, incluso, permitir la identificación o exculpación del sospechoso" (Begoña Gaminde 2015: 5). También puede ayudar a dirimir si, por ejemplo, el finado o la finada había consumido drogas al estilo de la cocaína (Solís-Esquivel 2016). Recientemente, en otras facetas de la ciencia médica, se les ha vuelto a emplear por su función como mecanismos profilácticos en la limpieza de heridas y úlceras de distintos animales -entre ellos, nosotros- recuperando una técnica que se nos antoja entre "medieval y moderna" (Carrie 2013).

Transcurridas 72 horas de la muerte, el método de la entomología médico-legal es el más preciso -y a veces el único- para determinar aspectos relacionados con la cronotanatología, o el intervalo post mortem (Romera 2003). No en vano, ya durante el siglo XIII, Sun Tzu se sirve al menos en una ocasión de los artrópodos para determinar la autoría de un crimen cometido en un arrozal local. En la Edad Media, especialmente entre los siglos XIII y XV, se considera que la aparición de los gusanos es un síntoma de descomposición -dando pie a la representación de los siniestros transi-tomb (González Symla y Berzal 2015)- y contribuyendo al célebre y significativo motivus artístico-literario de las danzas de la muerte. Llegado el siglo XVII, Francesco Redi demostrará que ciertas moscas no nacen por generación espontánea de la carne, sino por ovoposición. Y Linneo también contribuyó a esta entomología con su Systema naturae (siglo XVIII) identificando importantes especies como la Calliphora vomitoria.

Pero no es hasta el siglo XIX que, gracias al médico Louis François Bergeret, comienza a emplearse la entomología en la práctica forense. Y es una historia curiosa. En 1850 se descubrió el cadáver de un bebé momificado mientras se realizaba la restauración de una chimenea. Al practicar la autopsia del cuerpo se encontraron larvas de dípteros sarcofágidos y algunas polillas. Considerando el desarrollo de los insectos, la policía pudo datar la muerte en 1848 y acusar a los verdaderos culpables del crimen, que eran los anteriores dueños de la casa. Poco después, rozando el siglo XX, el veterinario militar y entomólogo Pierre Mégnin ampliaría y sistematizaría estos estudios, encauzándolos definitivamente hasta la actualidad.

De entre la entomofauna necrófaga y necrófila, los califóridos, seguidos de los sarcofágidos, son los primeros en localizar y colonizar los restos humanos -pudiendo llegar a acudir a los pocos minutos de manifestarse el macabro reclamo-. En general, las larvas de estos insectos crecen en los cadáveres o las heces de otros animales, pero -para regocijo de los neuróticos como nosotros- eventualmente también pueden desarrollarse en tejidos vivos, e incluso algunos ejemplares de esta fauna, como la Cochliomyia hominivorax, son obligatoriamente biófagos. Las larvas necrófagas y necrófilas se alimentan de bacterias obtenidas por la filtración de los líquidos producidos en la descomposición de insectos, caracoles o vertebrados muertos, y de una selección de excrementos variados. Para redondear su entrañable retrato hay que decir que algunas larvas atacan huevos de tortuga, lagartija, saltamontes y arañas, así como a cachorros de mamíferos, escarabajos adultos, saltamontes, mántidos, milpiés, caracoles, lombrices, ranas, lagartijas, tortugas y, por qué no, también a los humanos.

Los adultos de estas familias, no obstante, necesitan grandes cantidades de azúcar que les sirve de combustible para volar, una función que necesitan llevar a cabo en aras de sobrevivir y reproducirse. Este combustible barato lo obtienen de algunos homópteros muy apreciados por los canabicultores -como la cochinilla y el pulgón- del néctar que producen las flores o de nectarios extraflorales, y de frutos reventados. Sin duda, es una dieta menos variada, pero algo más apetitosa. Por lo demás, el tipo de flores de las que suelen alimentarse es similar al de la Amorphophallus titanum -la gigantesca "flor cadáver" (3)- la yaro tragamoscas, el calabacero mexicano o la col fétida; las cuales, efectivamente, se caracterizan por desprender un fuerte olor a carne en descomposición.

Esta oposición -algo relativa vista la cuestión de las flores- entre alimentarse de cadáveres y heces mientras que son larvas, o de flores y la parasitación de otros seres vivos en la edad adulta, nos brinda sin embargo una estupenda metáfora en la que inscribiremos la ecología propia de, como mínimo, las formas monstruosas del poder: más allá del biopoder, y haciendo gala de su asunción de la posibilidad del ecopoder, contemplamos el impune reinado de las necropolíticas que, como quizá podamos mostrar, nunca ha dejado de ejercer el poder que venimos describiendo. Parte de las alboreadas de lo que Foucault denominó "biopoder", se ubican también en un larvario necropolítico cuya ebullición estalla en el medievo, pero las prácticas de administración de muerte propias de esa época -o cuanto menos, algunas de sus prácticas en torno a la propia idea de muerte- persisten actualmente bajo la dulcificada forma de las políticas y el mercado neoliberales. Así pues, si el poder hubiera de ser una criatura, su desarrollo sería equiparable al de los sarcofágidos: en un primer momento, cuando larva, se ha alimentado de cadáveres y heces -ahora nos viene a la nariz la Edad Media- mientras que, en su fase adulta, cuando imago, necesita alimentarse con azúcares que lo sostengan en pie durante un día más para llevar a cabo su cometido: hacernos bailar con la muerte.



Notas

1. Puede verse algo al respecto en:
http://www.opinnion.es/2016/03/22/la-politica-de-san-mateo-2/

2. Una versión de este apartado fue publicada en:
http://www.ellibrepensador.com/2016/03/30/comensales-la-negra-senora/

3. Más información en:
http://www.bbc.co.uk/nature/life/Titan_arum



Bibliografía

Begoña Gaminde, I.
2015 Sucesión de la entomofauna cadavérica en un medio montañoso del sureste de la Península Ibérica. Tesis dirigida por María Dolores García García y María Isabel Arnaldos Sanabria. Murcia, Departamento de zoología y antropología física de la Universidad de Murcia.

Campillo, A.
1998 "Biopolítica y modernidad", Daimon, 17: 167-175.

Carrie, A.
2013 "Medieval y moderno", Investigación y Ciencia, 443: 6.

Castro, E.
2012 Michel Foucault. El poder, una bestia magnífica. Buenos Aires, Siglo XXI.

De Lucchese, F. (y C. A. Williams)
2016 "The Power of the Monstrous", Philosophy Today, 60(1): 1-6.

González Symla, H. (y L. M. Berzal)
2015 "El Transi Tomb. Icnografía del yacente en proceso de descomposición", Revista Digital de Iconografía Medieval, VII(13): 67-104.

Margalef, R.
1974 Ecología. Barcelona, Omega.
1992 Planeta azul, planeta verde. Barcelona, Prensa Científica SA.

Romera, E.
2003 "Los Sarcophagidae (Insecta, Diptera) de un ecosistema cadavérico en el sureste de la Península Ibérica", Anales de Biología, 25: 49-63.

Solís-Esquivel, E.
2016 "Detección de cocaína en larvas de dípteros necrófagos en Monterrey, Nuevo León, México", Southwestern Entomologist, 41(1): 99-104.


Publicado 01 abril 2016