ANOTACIÓN


Las trompetas del ecologismo. Los despropósitos de Rebelión Científica


Pedro Gómez García

Catedrático de Filosofía jubilado. Universidad de Granada




Afirma Rebelión Científica: «Somos la comunidad científica rebelándose ante la inacción política frente a la crisis climática y ecológica».

Explican: «Somos personas pertenecientes a la comunidad científica y académica rebelándonos ante la inacción política frente a la crisis climática y ecológica. Durante décadas nuestros avisos no han sido escuchados, por lo que debemos pasar a la acción. Somos Scientist Rebellion en España y estamos alineadas con XR España. Somos la Rebelión Científica».

https://www.rebelioncientifica.es/

Según Wikipedia: «Rebelión Científica es un grupo ambientalista de científicos internacionales que hace campaña por el decrecimiento, la justicia climática y una mitigación más eficaz del cambio climático. ​Es una organización hermana de Extinction Rebellion. Es una red de académicos que trata de crear conciencia a través de la desobediencia civil no violenta».

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Conforme a lo que declaran en su sitio de Internet y lo visto en las intervenciones públicas protagonizadas, los miembros de Rebelión Científica se han lanzado a un activismo climatista y ecologista en cuanto científicos y en nombre de la ciencia.

Sin embargo, esa posición que dicen adoptar como «comunidad científica» lleva consigo un grave equívoco desde su mismo planteamiento.

Para empezar, una asociación de científicos, es decir, formada por científicos, no es necesariamente una asociación científica, excepto en el caso de que su actividad consista en el desarrollo del conocimiento en alguna disciplina científica.

Cualesquiera otros fines que se propongan, por encomiables que fueran, no se pueden denominar «científicos» sin abusar del lenguaje y confundir los conceptos.

Es inapropiado hablar en nombre de «la ciencia», que no existe como saber unitario, cuando no se manejan más que un conjunto de resultados de ciertos aspectos del estudio científico del clima y del consumo de recursos. Y deducir de ese estudio el «paso a la acción» supone dar un salto falto de lógica, al tiempo que se hace un uso espurio de la ciencia.

Los miembros de Rebelión Científica se sienten verdaderos representantes de la ciencia, y, no solo eso, creen que en cuanto tales deben ser activistas ecologistas para incidir en la política. Ahora bien, intervenir en política es algo que pueden hacer perfectamente pero en cuanto ciudadanos. Es una equivocación decir que lo hacen como científicos, porque esa clase de compromisos no le corresponde a la ciencia, ni se deduce de ella.

No podemos olvidar que, por su epistemología, los conocimientos científicos en cuanto tales no entienden de fines, ni de valores. Así, por ejemplo, la justicia no es un concepto científico, ni la solidaridad, ni siquiera la supervivencia. Las opciones éticas y políticas bien planteadas deben contar, desde luego, con los informes científicos pero tienen que basarse en consideraciones complejas, en un saber hacer que se elabora en la convivencia cotidiana de las personas, pasando por el debate social y por los cauces institucionales del Estado.

En el activismo de Rebelión Científica, no hay nada científico, excepto el hecho de que sean científicos quienes militan ahí. Pero está claro que, en cuanto activistas, no actúan en realidad como científicos, sino como políticos aficionados. Las decisiones del activismo pertenecen a la vida personal y, además, son poco o nada interesantes para la ciencia.

A la ciencia ecológica le incumbe, por ejemplo, conocer la estructura, los cambios del clima y sus efectos. Pero no le incumbe juzgar si son algo bueno o malo. Este tipo de juicio responde a una filosofía que ya no se deduce en absoluto del conocimiento científico. Cuando un científico emite ese tipo de juicios, no lo puede hacer en nombre de la ciencia, aunque él mismo lo crea equivocadamente, sino que se está pronunciando en cuanto filósofo y en cuanto ciudadano.

Cada aspecto de la vida tiene sus propias reglas y competencias. Una misma persona, en cuanto científico, debe hacer avanzar el conocimiento en la materia a la que se dedica. En cuanto ciudadano, debe intervenir o participar en el proceso propiamente político buscando las mejores opciones de justicia y libertad en la convivencia. Similarmente, hay en la vida otras muchas facetas: en cuanto amigo, pareja, padre, artista, etc.

Igual que la moral o el arte, la política está más allá de la competencia de las ciencias positivas en general. La razón científica no sabe nada de la razón política. Lo adecuado se limita a que la razón política se sirva de la razón científica como un saber auxiliar.

La buena orientación en el gobierno de las sociedades tiene poco que ver con la ciencia. Tiene que ver sobre todo con lo acertado de la política, la moral y la religión. La desorientación, en parte, depende de la falta de información y la promoción masiva de la ignorancia, pero, sobre todo, se agrava por la enorme carencia de formación humana, ciudadana e histórica y por la incompetencia de los dirigentes.

Es de temer que Rebelión Científica, a la vista de su posicionamiento, pueda entrar en un camino de radicalización. Discurren como si estuvieran en posesión de una «verdad absoluta» en su campo y como si eso les otorgara derechos excepcionales. De este modo, tienden a creerse autorizados a situarse por encima de las instituciones políticas representativas de la sociedad, como si ellos no estuvieran sometidos a la ley y a las vías democráticas para cambiar las leyes. Cometen el error de no distinguir bien la ciencia y la política, por lo que mantienen una idea no científica de la ciencia.

Es bien conocido ese radicalismo en el que han incurrido tantas organizaciones militantes pretendidamente progresistas, que también invocaron la ciencia, pero los objetivos que propugnaron en la práctica estaban basados más bien en supersticiones ideológicas. Así lo hizo siempre el marxismo, el leninismo o el nazismo. Hoy esa ideología subyace en ese marxismo de segunda mano que todavía inspira a tanta gente que parece no haberse enterado de su fracaso: idealistas ingenuos, tontos útiles, y notorios granujas que suelen ser los que acaban mandando.

La mezcla de datos científicos con ideologías políticas, que se pretenden hacer pasar por resultado de la investigación científica, no puede producir más que un panfleto de seudociencia. Porque uno puede ser quizá buen científico en su campo, pero esto no obsta para que sea, a la vez, pésimo filósofo, o político inepto.

La información científica, aunque sea exacta, por su método se acota a un nivel específico de datos, por lo que constituye necesariamente un conocimiento muy parcial con respecto a la realidad. Por eso, con frecuencia, los ideólogos militantes, por mucho que invoquen una ciencia cuando proponen opciones políticas, en realidad la están desbordando y, con frecuencia, hacen propuestas utópicas, superficiales, al final contraproducentes. Por eso, el cientificismo doctrinario al que a veces recurre el discurso izquierdista resulta sectario, ignorante de la compleja realidad política, social y humana, aparte de estar aquejado por un craso desconocimiento de la historia.

Hay que desmitificar el cientificismo, ese mito ilusorio y pernicioso que presenta a la ciencia como omnisciente y como salvadora de la humanidad.

Los activistas radicales están lejos de comprender la complejidad de los procesos que pretenden controlar. Y como su activismo suele resultar inoperante, entonces se radicalizan aún más y corren el riesgo de acabar soñando con soluciones de fuerza. La tentación antisistema o totalitaria constituye una variante típica de mesianismo político. Lo vemos en acción cuando agitan y propagan el delirio de «salvar el planeta» y conducir a las sociedades humanas por el camino correcto, como si estas fueran rebaños, aunque sea a costa de destruir la civilización y suplantar la dignidad y la libertad de las personas. Desde luego, esto nunca constituye una praxis científica; siempre pone en juego una ética indecente y una política perversa.

Semejante soteriología revolucionaria ha sido muchas veces ensayada. Pero la «salvación» no puede reducirse a un proceso determinado por la ciencia, puesto que conlleva necesariamente un significado moral. Y, se reconozca o no, toda opción moral está implicando una posición religiosa. Es sabido cómo los movimientos impregnados de mesianismo zelota se organizan y operan como religiones políticas, caracterizadas por infundir una moral partidista en nombre de su gran Absoluto ideológico. Las organizaciones marxistas leninistas siempre han sustentado una teología revolucionaria en torno al mito del Hombre Nuevo: sacralizan al supremo Dictador como representante del Dios-Pueblo y lo exaltan como salvador del mundo. El Partido, como «clero» que detenta todo el poder, suprime la división de poderes tradicional entre lo temporal y lo espiritual. En esta fusión de política y religión radica el totalitarismo. Evidentemente, lo que viven y practican esos «ateos» conjuga todos los componentes de un sistema religioso, por primitiva, siniestra y demandante de sacrificios humanos que sea esa religión.

En último término, tal clase de invocación de una Causa absoluta, sacralizada, es homologable con la argumentación que aducen los grupos terroristas, o los yihadistas islámicos. En efecto, todos esos grupos que se autoproclaman «revolucionarios» se creen legitimados, en nombre de su absoluto, para actuar conforme a principios que los sitúan por encima de la ley y la norma moral. De ahí que, como muestra la historia, no tengan reparo en cimentar su poder, por sistema, en la mentira (engaño a la gente, doble lenguaje), en el latrocinio (expropiaciones, empobrecimiento del país, despilfarro) y en el asesinato (régimen de represión, tortura y terror sobre la sociedad). El resultado comprobado ha sido indefectiblemente la ruina de las naciones y el desquiciamiento de la población.

Volviendo a los planteamientos de Rebelión Científica, estamos de acuerdo en que las aportaciones del conocimiento científico son un factor importante. Solo un factor. La política y la ciencia se necesitan mutuamente en la práctica, pero preservando cada cual su respectiva autonomía. Lo mismo que la política es irrelevante para la teoría científica como tal, el conocimiento científico es incompetente para determinar los fines de la estrategia política, por más que pueda coadyuvar.

Por esa razón, el activismo político de los científicos, entendido como compromiso militante de «la ciencia», está mal planteado y no ofrece muchas garantías de lograr nada valioso. Más bien, lo que hace es fomentar una vía de penetración de cierto izquierdismo tóxico entre el personal científico y académico, de consecuencias nocivas. De hecho, ocurre así no solo a propósito del ecologismo, sino con numerosos ismos que, hoy como ayer, se atribuyen la falaz etiqueta de «progres». Lamentablemente, la generosidad de tantas personas las lleva a enrolarse tras la engañosa utopía de alguna «lucha final», sin darse cuenta de que, crédulos y ciegos, acabarán extraviados y muy lejos de lo que buscaban.

Lo deseable sería que los científicos den prioridad a su investigación, que se esfuercen en la enseñanza y la difusión de sus conocimientos. Y que no descuiden la misión propia de la ciencia por el afán de dedicarse a un activismo sociopolítico abocado a la irrelevancia.


Publicado 01 septiembre 2023