Número 2, 2015 (2), artículo 4


El ingenio sardónico de Luciano de Samosata


José Luis Álvarez Lopeztello

Estudiante de Máster en Filosofía contemporánea en la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMÉX)




RESUMEN
En este artículo se vuelve la mirada a Luciano de Samosata, un pensador clásico pero poco estudiado. Se rescatan algunas de las críticas que realiza, a través de una prosa irónica y lúcida, a las doctrinas y autoridades filosóficas, y al autoconcepto y pretensiones de la propia filosofía.


TEMAS
filosofía griega · humor · ironía · Luciano de Samosata · sabiduría · segunda sofística



 "Odio la fanfarronería, odio la impostura, odio la superstición, odio la mentira
y odio a toda esa clase de tipos miserables y embaucadores.
Que son muchísimos, como sabes."
Luciano, El pescador o los resucitados, v. 7.

Introducción

La obra de Luciano es tan vasta como diversa en cuanto a los tópicos que aborda; se sabe que escribió poco más de ochenta obras de variada extensión, entre estas bien podemos distinguir algunos de los géneros que siguen: lances fantasiosos, diálogos, viajes utópicos; diatribas, comedias, sátiras; lidias e idilios de héroes y dioses y estupideces del pueblo llano, solo por traer a cuento algunos. Comoquiera, su estilo grácil e irreverente nos permite vislumbrar a un pensador mordaz, lúcido y desengañado. Desafortunadamente por su irreverencia sardónica ha sido desdeñado, poco estudiado y relegado a pensador de segundo orden:

"el escritor antiguo, que tenía un cierto talento para el chiste y la caricatura, que parodiaba y se mofaba de los viejos mitos helénicos con despiadada irrisión, que solo era un espíritu escéptico libresco, un sofista desesperado, debelador de los valores tradicionales, pero sin ninguna fe en un porvenir mejor" (García Gual 2009: 155).

Las sátiras y las comedias son sin embargo formas de reflexión y pensamiento lúcidas y válidas tanto por su hondura como por su clarividencia. Siendo este escrito un pequeño prurito de volver la mirada siquiera someramente sobre estos ejercicios de pensamiento relegados.

 

El diálogo lucianesco

La escritura lucianesca concierta alegremente la seriedad del diálogo, primogénito favorito de la filosofía, con la desenvoltura y desfachatez de la burla cómica. Luciano no vacila en tildarse de irónico Prometeo en lo concerniente al estilo de su prosa.

Es así que en su diálogo autodescriptivo, que lleva por título: Eres un Prometeo en tus discursos, el pensador samosatense, aguija con la siguiente interrogante: "¿Es que no puede resultar hermoso algo formado a partir de dos cosas excelentes, como por ejemplo la dulcísima bebida que resulta de mezclar el vino y la miel? Yo desde luego afirmo rotundamente que sí" (Luciano, Al que dijo: eres un Prometeo en tus discursos, v. 5). El diálogo lucianesco es el retoño del maridaje entre la filosofía y la comedia; o si se prefiere esta otra expresión, encarna el cálido abrazo del diálogo y la retórica, pues su melodioso cántico emana de: "la combinación de los dos géneros más hermosos, el diálogo y la comedia" (Luciano, Al que dijo: eres un Prometeo en tus discursos, v. 5). Por ello, al adentrarnos por los vericuetos de la obra lucianesca nos topamos con una suerte de desconcertante retumbo serio-burlesco. Sin embargo, más curiosa y desconcertante resulta la advertencia con que el pensador natural de Samosata remata el diálogo aludido: "Temo, sin embargo (sc. advierte Luciano), (…) al haber engañado quizás a mi auditorio y haberles dado huesos envueltos en grasa, esto es, chirigotas de comedia recubiertas de filosofía solemne" (Luciano, Al que dijo: eres un Prometeo en tus discursos, v. 5).

 

De la verdad y la filosofía

Ahora bien, detrás de su dejo aparentemente despreocupado y socarrón, el pensador oriundo de Samosata celó un ataque tan lúcido como serio en contra de toda la tradición de pensadores que se las dieron de sabios, estuviesen estos vivos o muertos; poco le importó qué fuesen: rapsodas, filósofos, sacerdotes, sofistas o poetas. Para él todo ese hatillo de cultos eran, en igual medida, amigos de las mentiras. Si bien es cierto que la sorna lucianesca –al modo de la ironía socrática- no respetó autoridad, credo, escuela o personaje alguno, no es menos evidente que sus punzantes dardos encuentran su diana especialmente en contra de los filósofos y sus hueras argucias dialécticas, a decir del pensador venido al mundo en la ciudad Siria, debajo del frío fárrago de erudición de estos no se encuentra otra cosa que una ralea de púgiles de sofismas, expertos todos ellos en la fatua lucha con alterno chasquido de la lengua.

Luciano no muestra sonrojo alguno en maliciarse y denunciar que toda la seguidilla de filósofos no son más que unos fastidiosos vocingleros, creadores de baladíes problemas, falsas soluciones y quiméricas verdades. En el diálogo Hermótimo, esgrime los porqués y los por consiguientes a la filosofía le es imposible acceder a la senda que conduce allende la verdad. En primer lugar, dice, es de sospechar que siendo tantas las escuelas y doctrinas filosóficas, todos los filósofos aseguren que marchan por el camino correcto que lleva a la verdad. En segundo lugar, es improbable saber cuál de todas las escuelas dice la verdad y cuál miente, pues para no errar, habría que recorrer por completo a todas ellas; mas no es factible emprender la marcha adecuada tras la arteria de la verdad porque la vida no alcanza para transitar enteramente todos y cada uno de los derroteros que prometen llevar a aquella: "es así que, o hay que dar crédito a todos ellos, lo cual sería ridículo, o por la misma razón no hay que dárselo a ninguno; esto es con mucho lo más seguro hasta que no encontremos a quien garantice la Verdad" (Luciano, Hermótimo o sobre las sectas, v. 29). Asimismo, es presumible que todas las sendas que afirman tener como patrimonio la verdad sean erradas. Peor aún, es imposible asegurar que la verdad sea asequible merced a la filosofía pues, es sospechable que esta esté equivocada con respecto a qué sea la verdad: "¿O te parece imposible que estén todos engañados y que la Verdad sea otra cosa, algo que no se halla en poder de ninguno de ellos?" (Luciano, Hermótimo o sobre las sectas, v. 65). Pese a lo anterior, todos los filósofos proclaman a los cuatro vientos poseer la verdad, conocerla, mas nadie la ha visto jamás, por lo que todas y cada una de las escuelas tienen como patrimonio una verdad coja y parcial –recordemos que para algunas de estas la verdad consiste en el bien; para otras, en el placer; unas más postulan la virtud. Puesto que todas las escuelas proclaman una verdad distinta nadie se pone de acuerdo sobre qué sea esta y todos los filósofos se la pasan riñendo indefinidamente-; de ahí que no sea del todo imposible que aquella no exista y que la filosofía no sea más que un simulacro de la verdad.

A juicio suyo, la verdad es tan solo una sarta de baladíes ensueños: "todos los que se dedican a la filosofía luchan, por así decir, por la sombra de un burro" (Luciano, Hermótimo o sobre las sectas, v. 71). En suma, la verdad no es más que la mayor engañifa ingeniada por la filosofía y su hatillo de fantoches. Por ello, remata el diálogo el Hermótimo con la siguiente repulsa a los filósofos: "Ojalá pudiera vomitar todo lo que he oído de sus bocas. Y, si en el futuro me encuentro paseando, aunque sea sin querer, a un filósofo, me daré la media vuelta y me apartaré de él como de los perros rabiosos" (Luciano, Hermótimo o sobre las sectas, v. 86). Luego de evidenciar puntualmente la vaciedad de la grandilocuencia filosófica, Luciano no disimula el beneplácito que le procura ensañarse contra los filósofos y emular a Aristófanes, el gran maestro de la comedia, y a la par de aquel: "burlarse de esas gentes e impregnarlos de la 'libertad dionisíaca'; y así los presentaba unas veces bamboleándose por los aires en compañía de las nubes y otras midiendo saltos de pulgas, ¡vamos, 'sutilizas celestes'!" (Luciano, Al que dijo: eres un Prometeo en tus discursos, v. 6).

Los mordaces embates de Luciano no guardaron ni respeto ni pleitesía a escuela o doctrina filosófica alguna, menos aún por sus eminencias; muestra de ello es que en sus escritos atacó tanto a los seguidores como a las prédicas de platónicos, aristotélicos, pitagóricos, escépticos, epicúreos, estoicos, cínicos, entre otros. Incluso, Sócrates, el hijo de Sofronisco, salió raspado ante la ironía lucianesca, el pensador samosatense no duda en subrayar el deleite de Sócrates por seducir y acostarse con los más hermosos efebos. "A mi parecer (sc. Sócrates, increpa Luciano), tenía amores con Jacinto, pues era a él a quien más frecuentemente refutaba" (Luciano, Relatos verídicos, v. 17). En el discurrir de sus diálogos no se cansa de evidenciar la pederastia y sodomía socráticas mismas que el adalid de la ironía se empeñaba -en vano- en disfrazar bajo los tapujos de la camaradería o la instrucción. "Tan solo Sócrates se deshacía en juramentos, asegurando que sus relaciones con los jóvenes eran puras, más todos le acusaban de perjurio, con frecuencia el propio Jacinto o Narciso habían confesado, mientras él lo negaba" (Luciano, Relatos verídicos, v. 19). Frente al incisivo rasero de la sorna lucianesca no hubo eminencia o doctrina filosófica que saliera indemne de crítica y vituperio. Para él los filósofos no eran más que una sarta de lameplatos, enemigos de la verdad, sodomitas y pregoneros de sonoras naderías que, gracias al embuste de su imparable lengua y fardo de versos, habían conseguido embelesar los oídos, marear las mentes y expoliar los bolsillos de los incautos mozuelos. Sírvase de muestra la denuncia esbozada en el diálogo Icaromenipo en el que Luciano arenga que los filósofos:

"reuniendo a jóvenes fáciles de engañar, declaman en tono trágico sobre su cacareada virtud y les enseñan sus insolubles argucias dialécticas; y ante sus discípulos ensalzan siempre la continencia, la templanza y la autosuficiencia, al tiempo que desprecian la riqueza y el placer; mas, a solas consigo mismos, ¿quién acertaría a describir sus excesos en las comidas, sus abusos sexuales y la forma en que lamen hasta la roña de los óbolos?" (Luciano, Icaromenipo, v. 30).

 

De las prédicas y las acciones de los filósofos

Por un lado, algunas de las inevitables implicaciones que Luciano extrae de las cavilaciones anteriores son las siguientes: del desconocimiento de la verdad por parte de los filósofos se sigue su ignorancia acerca del correcto actuar y conducirse. En una palabra, aquellos se la pasan dando palos de ciego al aire. Con lo que se abre un infranqueable hiato entre las prédicas y las acciones de los filósofos. Por otro lado, es menester asentar que sus despiadadas críticas, lanzadas en aparente tono socarrón, hacia las huestes de filósofos atentan contra la cándida tesis que han defendido buena parte de los historiadores de la filosofía a propósito de que en la Grecia clásica filosofar y actuar implicaron una y la misma cosa. El alcance de su crítica pone en entredicho la candorosa concepción de que en algún periodo de la filosofía occidental haya habido cabal concurso entre el alegar y el hacer; recto acoplamiento entre la prédica y la acción. Sobre todo porque, un número nada desdeñable de estudiosos han tendido a especular alegremente, que la Grecia clásica representó la atalaya de la sabiduría, pues hipostasian que en aquella aurea época se filosofaba con el hacer; en suma, arguyen, se daba el maridaje indisoluble entre la perorata y la acción. No obstante, salta a las claras que Luciano, ¡vaya que conocía a los filósofos!, distó bastante de compartir esta opinión, argumentando que la filosofía ha sido desde su misma aurora una gran engañifa y que ha gozado de un respeto y un prestigio de que es indigna. A juicio suyo, todos los filósofos son unos vocingleros farsantes, que actúan de manera completamente antitética a sus predicas; para decirlo de una vez, son amigos de las mentiras y enemigos de la verdad. En suma: sabio y asceta no coinciden en la misma persona. Para evidenciar la conducta fraudulenta de los filósofos, en el diálogo El banquete o los Lapitas, sienta en una comilona a la flor de las escuelas filosóficas:

"FILÓN. ¡Oh, Licino! Nos describes a una academia en este banquete lleno de eminencias. Yo, por mi parte, felicito a Aristéneto, que prefirió celebrar la fiesta más solemne con los más sabios, con preferencia a los hombres vulgares, y escogió la flor de cada escuela: no a unos sí y a otros no, sino a todos conjuntamente" (Luciano, El banquete o los lapitas, v. 10).

El pensador samosatense ilustra con brillantez cómo hacia el final del atracón y, luego de unos tragos de vino, ¡cómo no!, los prestigiosos representantes y maestros de la virtud terminan por dar muestras de un comportamiento equiparable tan solo al de un hatillo de cerdos: tragando, gruñendo y mordisqueándose todos a la par en su sentina. Los pormenores de la tertulia serían largos de contar, por lo que me referiré a los hechos más sobresalientes. Los ilustres filósofos convidados, después de vaciar unas cuantas escudillas de vino y luego de relamerse en sus baladíes teorías, en medio de su inteligente vacuidad dialogal acabaron por escupirse las más viles injurias llegando incluso a los golpes. Lo acontecido en el célebre banquete fue como sigue: tanto el estoico como el aristotélico, pese a pregonar la moderación, se atracaron hasta el hartazgo tanto de vino como de pitanzas; el epicúreo, tras apagarse las linternas, fue pillado en el intento de cometer estupro con la flautista que solazaba la comilona. El platónico, que se vanagloriaba de soslayar el comercio entre el alma y el cuerpo, fue sorprendido intercambiando miradas y caricias lascivas con el efebo escanciador de vino. El cínico, pese a jactarse de ser tan autosuficiente como un dios, ¡y aún más!, fue incapaz de soportar que un diminuto bufón atrajese las miradas y las carcajadas de los comensales, por lo que aquel, luego de vituperar al minúsculo hombrecillo, le retó a un intercambio de reveses: "la cuestión era de lo más divertido (sc. masculla Luciano), un filósofo peleando con un bufón, dando y recibiendo puñetazos a su vez" (Luciano, El banquete o los lapitas, v. 19). Luego del combate, entre bufidos el cínico sale de escena chillando cual cachorro con la cola metida entre las patas pues el bien entrenado cómico, si bien pequeño, le propinó tremenda paliza. El cínico no fue el único de los filósofos al que se gratificó su sabiduría con puñetazos, hacia el ocaso del banquete a todos los sabios se les subió la sangre a la cabeza y comenzaron una batalla campal y, al final de aquella algunos ­-los más afortunados- extraviaron sus borceguíes, batas y alforjas; otros tantos, perdieron mechones de cabello; unos más, -con menor fortuna- chorros de sangre y piezas dentales; algunos más, trozos de orejas y pedazos de nariz.

Hacia el cierre de la comilona los filósofos contertulios animaban la más ridícula de las pinturas, todos se habían conducido de manera vil y en los antípodas de sus prédicas. Así, Luciano vaticina que: "para nada sirve aprender las ciencias, si no se ordena también la vida hacia el fin mejor. De aquellos, en efecto, aun cuando fueran distinguidos en sus palabras, advertía que por sus hechos provocaban la risa" (Luciano, El banquete o los lapitas, v. 34). No hubo uno solo de aquellos que no resultara zaherido. Todos los héroes de la virtud perdieron algo más que sus indumentarias, sangre o fragmentos dentales, pues echaron por tierra su credibilidad mostrando la horrible jeta que ocultaban bajo la mascarada de sus atavíos tanto físicos como dialécticos. Por lo que Luciano arguye -a la par de Aristófanes y Juvenal-, que el trato con los filósofos, lejos de mitigar las necedades y bajezas, las aviva aunando además una sarta mayor de estropicios mentales. La formación fruto del comercio con los filósofos, arruina el buen ánimo de los efebos, les torna viles, mentirosos, arrogantes y pendencieros:

"la educación aparta del correcto pensar a quienes se ciñen rígidamente solo a los libros y a su ideología. En efecto, de tantos filósofos allí presentes, ni por casualidad era posible dar con uno libre de culpa, sino que unos cometían acciones vergonzosas y otros hablaban de modo más vergonzoso aún" (Luciano, El banquete o los lapitas, v. 34).

En la aludida comilona, Luciano tan solo se muestra benévolo con el pueblo llano, con la gente de a pie -por cierto, sentada en un rincón del banquete, por ser tenida en más baja estima que los filósofos debido a su falta de erudición y sencillez en su ropa-, a juicio suyo el pueblo rústico guarda, en su virtuosa ignorancia y pese a la simpleza de su vestimenta, mejores modales, más sensatez y mayor sobriedad que la extravagancia de los filósofos y su cacareada virtud. Para Luciano, los filósofos no son más que unos sinvergüenzas sicofantes:

"Los papeles, pues, se habían invertido: el pueblo ignorante comía con gran moderación, sin muestras de embriaguez o inconveniencia; tan solo reían y condenaban, sin duda, a aquellos a quienes solían admirar, creyendo que eran personas de valía por sus vestiduras. Los sabios, en cambio, eran insolentes, se ultrajaban, comían sin moderación, gritaban y llegaban a las manos" (Luciano, El banquete o los lapitas, v. 35).

Además de la incongruencia evidenciada entre el alegar y el conducirse de los filósofos, no hay uno solo de ellos que sepa a carta cabal qué es la verdad, aunque todos se relaman asegurando poseerla; de modo que, cada cual engaña a su seguidilla de incautos aduladores con las quimeras que mejor ingenian. Afortunadamente para la vanagloria y bolsillos de los filósofos, nunca escasean los necios ávidos de seguir las chifladuras de los hábiles parlanchines. Es así que, los atavíos de que se revisten los sabios entre más extravagantes o grotescos parezcan, resultan más eficaces para persuadir a los ingenuos mozos. A la par, la mayoría de los filósofos se ufanan al afirmarse posados en el pináculo de la sabiduría: desprendidos de los innumerables placeres y delicias que ofrece el mundo y dan muestras de ello mientras alardean frente a su hatillo de lambiscones; mas a solas consigo mismos se asemejan a los cerdos que tragan, gruñen y revuelcan al mismo tiempo en sus sentinas. Aquellos se dicen desprendidos de todo: poder, dinero, sexo, fama, odio, envidia y un largo etcétera, cuando en verdad de nada lo están, por ello, Luciano aguija a su cándido interlocutor, Hermótimo, con la siguiente interrogante:

"te has tropezado con alguno de los que han llegado al culmen (sc. de la sabiduría), que no se afligen ni se dejan llevar por el placer, que no se irritan, que están por encima de la envidia, que desprecian la riqueza, que es plenamente feliz, en una palabra; tal cual debe ser la norma exacta y la pauta de una vida virtuosa; y si no es así, aún no es feliz.

HERMÓTIMO. No conozco a ningún hombre así" (Luciano, Hermótimo o sobre las sectas, v. 76).

En efecto, la contestación de Hermótimo no podía ser más que negativa, claro está; de otro modo, los ilustres filósofos habrían alcanzado una perfección tal que, dejando de ser simples hombres y merced su erudición y grandilocuencia, gozarían tras haberse elevado incluso por encima de los dioses; o bien, se habrían permutado en una suerte de espectros imbéciles incapaces de sentir lo más mínimo. Conviene no olvidar que incluso los dioses griegos, juntamente de los humanos, eran incapaces de refrenar los envites de sus fogosidades. Por su tono tan irreverente como desprovisto de tapujos, los envites de Luciano inevitablemente nos hacen traer a cuento las denuncias que en contra de Sócrates y todas las huestes de filósofos esbozó Juvenal, en sus ásperas Sátiras, al inicio del esplendor romano:

"No te fíes de sus rostros, pues ¿qué calleja no rebosa de depravados de aspecto austero? ¿Fustigarás la inmoralidad precisamente tú, que eres la cloaca más notoria entre los putos seguidores de Sócrates? Tus miembros hirsutos y las duras cerdas de tus brazos prometen un ánimo indomable, pero el médico se monda de risa cuando te extirpa del culo depilado bubas como higos chumbos" (Juvenal, Sátiras II, vv. 10-15).

 

Conclusiones

Evidentemente es muy escasa la importancia que, a lo largo de la historia del pensamiento, se le ha prestado -¿por su tendencia a zaherir?- a la seriedad de la crítica esbozada en tonillo sardónico. Sorprende lo poco que se ha cavilado acerca de la lúcida crítica dibujada tanto en las Comedias como en las Sátiras, en verdad estas bajo la mascarada de la risotada, guardan un prurito de sensatez, honestidad y desvelo. "El último poeta importante de Roma, Juvenal, y el último escritor notable de Grecia, Luciano, se dedicaron a la ironía. Dos literaturas que acabaron en ella. Como todo, literatura o no, debería acabar" (Cioran 2010: 153). Haciendo caso a la recomendación de semejante autoridad, bien podemos optar por maliciarnos en contra de la solemnidad de la filosofía y sus eminencias, a la par de Luciano, Juvenal y Aristófanes, pues por ser aquellos contemporáneos de los filósofos de la Roma y la Grecia clásicas respectivamente, seguro conocieron bastante bien a las huestes de sabios. Comoquiera, no está de más sospechar y prestar atentos oídos al dejo de los versos sardónicos. Dicha desconfianza implica un ejercicio de sanidad mental.

El veredicto de Luciano es contundente: nada puede esperarse de la verdad canturreada por los filósofos pues todas sus verdades son el fiel reflejo de estos. Ante su lúcida y desengañada mirada todo resulta irremediablemente falso. La escritura lucianesca es una protesta denodada contra la fraudulenta verdad de los petulantes filósofos. No es de extrañar que, Cioran, asiduo lector de Luciano arribara a conclusiones similares a las del pensador samosatense:

"Tendremos que convencernos de una vez de que las verdades de la filosofía son inútiles o bien de que esta no tiene ninguna verdad. Realmente, la filosofía no dispone de verdad alguna, pero nadie entrará en el mundo de las verdades si no ha pasado por la filosofía" (Cioran 2013: 184).



Notas

En el presente escrito, se citarán las obras de los clásicos Luciano de Samosata y Juvenal de acuerdo a los criterios establecidos por Henricus Stephanus, criterios generalmente aceptados por la tradición de estudiosos. Esto es, anotando el nombre del autor seguido del título de la obra y del número de los versos referidos. Respecto a las demás fuentes -los pensadores que no son clásicos-, el criterio de citación será distinto, se hará referencia a los apellidos del autor, el año de edición de la obra y las páginas citadas.



Bibliografía

Cioran, E. M.
1936 El libro de las quimeras. México, Tusquets, 2013.
1986 Ese maldito yo. México, Tusquets, 2010.

Samosata, Luciano
2008 Obras. 4 tomos. Madrid, Gredos.

García Gual, Carlos
2009 Prometeo: mito y literatura. Madrid, FCE.

Juvenal
2008 Sátiras. Madrid, Gredos.


Publicado 03 noviembre 2015