Número 7, 2018 (1), artículo 11


Sobre la muerte de algunos intelectuales


Susan Gabriela Flores Zavala

Editora y directora de la revista filosófica-literaria ‘Bactriana’.




RESUMEN
¿En qué medida determina nuestra ocupación la manera en la que morimos? Bien es sabido que hay multitud de factores condicionados por el trabajo, que terminan por influir más o menos directamente, para bien o para mal, en la manera en la que terminaremos nuestros días.


TEMAS
finitud · literatura · muerte · suicidio



 "Conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era
dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes."
Borges, El inmortal.

No encontré mejor forma de iniciar este ensayo que con semejantemente aforismo de tal vez, el mejor cuento de Borges es que en esa conversación que vamos teniendo con nuestra lectura cada vez nos acerca más al ancho e insondable mar de misterio y desosiego que reside en la vida y obra de los amigos de las musas, de los objetos y de las ideas.

¿En qué medida determina nuestra ocupación la manera en la que morimos? Accidentes laborales aparte, ¿tiene un vendedor de enciclopedias mayores posibilidades de ahogarse con una gamba de las que tiene un mamporrero? Bien es sabido que hay multitud de factores condicionados por el trabajo —la exposición a sustancias tóxicas, el estrés, el desgaste físico, el sedentarismo, las costumbres alimenticias, etc.— que terminan por influir más o menos directamente, para bien o para mal, en la manera en la que terminaremos nuestros días.

Se podría pensar que las ocupaciones intelectuales, por no entrañar a simple vista un riesgo físico significativo, influyen más bien poco en los finales de aquellos que las desempeñan. Quizá no haga falta la corroboración de una estadística de la que no dispongo para confirmar que el trabajo intelectual es sin embargo una actividad de alto riesgo. Las dificultades y resistencias a las que se enfrentan cualquiera que se empeñe en llenar de letras páginas y páginas —ya sea el resultado una gran obra o la traducción de un prospecto médico— propician en no pocas ocasiones la adicción al alcohol y otros narcóticos, y en los más de los casos un tabaquismo compulsivo. Harían falta los dedos de muchas manos para contabilizar las muertes de intelectuales causadas directamente por estas adicciones. Hete aquí una pequeña lista de tres hombres que seleccioné y analicé.

 

Malcolm Lowry

Poeta y novelista inglés, famoso por crearse un infierno para luego escribirlo -que fue su definición literaria de la vida- (...) ¡Un mezcal a la salud del loco Lowry! Fue una famosa frase cantinera en honor a él, como también "Gentiles son los hombres dados a la ociosidad, gentiles sean los Lowry del camino" aventurero, bohemio y borracho, algunas de sus descripciones más directas, de pluma tenue y tiempos alargados, de buen gusto para las damas que, debían ser escritoras o actrices, su nomadía fue su bendición y maldición, Lowry murió el 26 de junio de 1957 en la villa de Ripe, Sussex del Este, donde estaba viviendo con su esposa, por la ingestión de alcohol y posiblemente una sobredosis de antidepresivos.

 

Jack Kerouac

Escritor estadounidense, pionero de la Generación Beat, de prosa espontánea, de pluma lisa, y versos abnegados a las drogas, la pobreza, el jazz, la promiscuidad y los viajes de la felicidad e incertidumbre. Celebridad clandestina y padre acogido del movimiento hippie, a pesar de que en algunas borracheras lo negó hasta la saciedad. Kerouac falleció en 1969, a los 47 años, debido a una hemorragia interna consecuencia de su alcoholismo.

 

Jean-Paul Sartre

Filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo y crítico literario francés, padre y mayor exponente del existencialismo y de la cosmovisión del intelectual comprometido, chiquitito, feo, bribón, oportunista, estafador, genio, voraz lector y excéntrico pensador que, en el año 1964 rechazó el premio Nobel de Literatura que no pudo rechazar Bob Dylan el año 2016, uno de los ideólogos –por capricho incomprensible- del padre de mis hijos, mitad bendito, mitad maldito, curiosamente impulsado por su Simone de Beauvoir que aparte de sufrir solapadamente de sus acuerdos amorosos con éste, era la correctora de su obra.

Sartre tenía una curiosa adicción al combinar la cerveza con anfetaminas (cuestión que tal vez, a veces lo hacía pecar más de bribón coqueteándole o rechazando a los comunistas) pero cuestión que en efecto le produjo la enfermedad de base que lo sepultó. Al morir Jean Paul Sartre en París estaba acompañado de su Simone de Beauvoir, que por más que sea, fue su compañera leal toda la vida, y de su hija adoptiva, la norteafricana Arlette El Kalim. Su muerte, casi en soledad, fue un símbolo de los últimos años de su vida, que desarrolló en medio de una gran precariedad económica, aunque rodeado de familiares y amigos fieles. Dedicado siempre a la literatura y al pensamiento, si bien, algo se le debe reconocer es que el padre del existencialismo no dejó de escribir, a pesar de que en los últimos tiempos fue atacado por una ceguera casi total. Dejó una obra inacabada, Poder y libertad, en la que sintetizaba sus posiciones últimas, bastante anarquistas/libertarias las que le llevaron al lado de los libertarios y le convirtieron en un intelectual que no renunciaba a la acción y que tenía en el compromiso una norma de vida cotidiana. Finalmente perece un 15 de abril de 1980, justo a sus 74 años. El último monstruo de la inteligencia del pasado siglo en Francia murió a las veintiuna horas, en el hospital Broussais, de París, de un edema pulmonar, finalmente complicado con una crisis cardíaca producto de ese hábito que tal vez fue su aliado para llegar a la gloria.

Ya desarrollado el anterior capítulo donde mencioné aquéllos tres hombres (de cientos que hay) como ejemplo donde el alcohol y las drogas cumplen su función, queda desarrollar ahora otro peligro que acecha con especial intensidad a filósofos y escritores de toda índole, y esa de pronto es la melancolía, la nostalgia, o concretamente lo que el danés Søren Kierkegaard va a llamar "la angustia de Abrahán" y es que de pronto, las interpretaciones de esta lista de almas, nos hacen divagar en eso que pensar demasiado no es quizá la manera más acertada de conectarnos con nuestro yo más vitalista y despreocupado. La vida en el plano intelectual no tiene sentido —parece que así lo hubieran interpretado— y tantos y tantos han pagado cara su dedicación a ahondar en el sinsentido del racionalismo humano. Acá les presento a esta nueva lista de tres.

 

Virginia Woolf

Novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, catedrática, feminista y cuentista británica, segunda madre del intelectual grupo de Bloomsbury, de pálido rostro y mirada frágil, de anchas caderas y prominente cintura, sin maquillaje, el brebaje en su rostro era privilegiado, de pluma candente en La señora Dalloway y de pluma rebelde en Las olas, cuestión que hacía una perfecta conjugación para la apertura de su largo ensayo Una habitación propia (1929), donde ubicamos su famosa sentencia: "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción", a partir de allí acogida como una de las máximas referentes del feminismo, cuando éste era un movimiento con cierto sentido. En el círculo de Bloomsbury entabló amistad con el escritor Forster que solía decirle; "no te pongas tan nerviosa Virgin" también con el economista Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein que solían hacerle algunas observaciones y endosarles algunos piropos. En 1912, cuando contaba con treinta años, se casó con el escritor Leonard Woolf, economista y miembro también del grupo de Bloomsbury, quien, a expensas de su bajo rango social y económico, luchó por su amor como nadie lo haría, –Woolf se refirió a Leonard durante su compromiso como un "judío sin un céntimo"– la pareja compartió un lazo muy fuerte. De hecho, en 1937, Woolf escribió en su diario: "Hacer el amor –después de 25 años que no podemos tolerar el estar separados– (...) ver que es un enorme placer ser deseado: una esposa. Y nuestro matrimonio tan completo". Los dos colaboraron también profesionalmente y en esa misma particularidad tan hilvanada, fundaron juntos en 1917 la célebre editorial Hogarth Press, que editó la obra de la propia Virginia y la de otros relevantes escritores, como Katherine Mansfield (quien después le escupiría un poco la cara a Forster –su amigo-), T. S. Eliot (quien curiosamente la va a nombrar en cierto prólogo), a Sigmund Freud, Laurens van der Post y otros. En 1922, Virginia conoció a la escritora y jardinera Vita Sackville-West, esposa de Harold Nicolson. Después de un comienzo tentativo, comenzaron una relación sexual que duró la mayor parte de la década de 1920. Una relación innovadora de la cual se hablaría muchísimo en tiempos donde el hermetismo cultural apenas abría su tapón.

Es muy sabido que más allá el enunciado principal que me atreví a enmarcar "la angustia de Abrahán" Virginia padeció (o al menos así se cree) trastorno bipolar lo que abre una brecha en si fue esta condición o aquella angustia tan arraigada que Virginia demostró a lo largo de su vida y obra la causante de su detonador. Finalmente fue un 28 de marzo de 1941, cuando la flaca Bloomsbury se suicidó. Se puso su abrigo, llenó sus bolsillos con piedras y se lanzó al río Ouse cerca de su casa y se ahogó. Su cuerpo no fue encontrado hasta el 18 de abril. Su esposo enterró sus restos incinerados bajo un árbol en Rodmell, Sussex.

En su última nota a su marido escribió:

"Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme, esta angustia existencial me está matando. Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. Creo que dos personas no pueden ser más felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo —todo el mundo lo sabe. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo. V."

La dama que no envejece.

 

Ernest Hemingway

Escritor (novelista-cuentista) y periodista norteamericano. De pluma frugal, y semblante parco, moderado, bastante austero, mesurado, comedido, con aires reprimidos bastante parsimoniosos, un sujeto sensato, circunspecto, de ideas concisas, trato afable y actitud serena, sencilla y escueta forma de ser, su estilo minimalista tuvo una gran influencia sobre la ficción del siglo XX, mientras que su vida de aventuras y su imagen pública dejó huellas en las generaciones posteriores, aclamada hasta los últimos tercios de la letra viva. Curiosamente su gente lo abanderó, y así El New York Times escribió en 1926 sobre la primera novela de Hemingway que "Ninguna cantidad de análisis puede transmitir la calidad de Fiesta. Es una narración verdaderamente apasionante, relatada en una prosa narrativa atlética, dura, magra, que pone en vergüenza al inglés más literario" y con esto ya tenía tela suficiente como para ir y regodear allá en Paris con los amigos de la belle époque, un escritor entre escritores, muy marcado, un grande entre grandes sin duda.

Su obra estuvo custodiada también por esa sensación impostergable de hastío y angustia, entre la levedad del ser y la búsqueda de algún sentido, si bien... tenemos que, como en el caso anterior se abre una brecha sobre si su dramático final, fue producto de su enfermedad de base o de la evolución de lo espasmódico de su fatalidad a través del tiempo, si ambos están, es precisamente por ese hallazgo que tiene su obra a través de los años.

Tenemos que, finalmente fue un 2 de julio de 1961, cuando Ernest Hemingway se disparó "deliberadamente" con su escopeta favorita (tras reiterados intentos de suicidio) dicho día, abrió la bodega del sótano donde guardaba sus armas, subió las escaleras hacia el vestíbulo de la entrada principal de su casa, y "empujó dos balas en la escopeta Boss calibre doce, colocó el extremo del cañón en su boca, apretó el gatillo y estalló su cerebro".

Durante sus últimos años, el comportamiento de Hemingway fue similar al de su padre antes de que se suicidara; su padre pudo haber sufrido de una enfermedad genética, hemocromatosis, en el que la incapacidad de metabolizar el hierro culmina en un deterioro mental y físico. Hete allí un factor principal, de igual modo no deja de ser interesante la circunstancia filosófica que estriba en su vasta obra.

 

Gilles Deleuze

Filósofo francés, de obra influyente en el arte y la literatura del último medio siglo, clasificado unas veces dentro del posmodernismo y otras en el estructuralismo. Fue profesor de filosofía de la Universidad de París. Como teórico desempeñó y sigue desempeñando un papel determinante en el saber contemporáneo, aunando en un mismo plano del análisis la filosofía, el arte, la literatura, la ciencia y otros discursos. Examinó la obra de escritores como Kafka, Proust, como el Leopardo innovador de von Sacher-Masoch, Samuel Beckett y otros. La obra de Deleuze puede clasificarse en dos y es lo que siempre indico como estudiante en la facultad de filosofía. Por una parte, después de finalizar sus estudios en 1948, se consagró a realizar monografías sobre filósofos (Bergson, Foucault, Hume, Kant, Leibniz, Nietzsche, Spinoza) y artistas (Bacon, Jarry, Kafka, Proust, Sacher-Masoch), las cuales, pese a su eminente valor didáctico, contienen las primeras instancias de consolidación de su propio pensamiento intelectual que inexorablemente lo sitúan en medio de esa otredad cuasi-mortal que lo llevó a la gloria y a un eminente final de infarto. Esto se configura a pleno con la publicación de Diferencia y repetición (1968) y Lógica del sentido (1969).

Entre sus libros más importantes se cuentan Lógica del sentido (1969), El Anti-Edipo (1972), escrito junto a su amigo Felix Guattari, y Mil mesetas (1980). El primero intenta una teoría del sentido en sus límites paradójicos con el sin sentido; el segundo, una revisión o ajuste de cuentas con Lacan y con Freud, coloca el psicoanálisis en la sociedad, dentro de la producción mercantilista, y no como una escena simplemente familiar; Deleuze llama esquizoanálisis a su método, enfrentándolo al psicoanálisis. El tercero, Mil mesetas, es una suerte de continuación del Anti-Edipo, desarrollando la teoría del "rizoma" en contraposición a otros órdenes del saber y de la vida de estructura más clásica, ergo se apila este desarrollo biográfico en este ensayo, porque es en esencia la vida y la filosofía de Deleuze la que va a definir este capítulo más sustancialmente en la reiteración del propósito por el cual lo planteé.

Las teorías de Deleuze han influido tanto en el campo de la filosofía como en el de la creación. Su idea dinámica de la escritura (la desterritorialización de la lengua) ha incidido en poetas de distintas regiones, desde los language poets estadounidenses hasta los neobarrocos latinoamericanos, así como a escritores actuales de diversos géneros.

Su enfoque, junto a los de Michel Foucault y Jacques Derrida, generó lo que se conoce como "segunda generación" de la corriente estructuralista. Su idea del "concepto", por ejemplo, incorpora los "afectos", deslindando la abstracción de una nueva producción de sentido vinculada al placer. Este rasgo lo convirtió en un filósofo singular más abocado a la inventiva propia de un nuevo tipo de escritor-pensador que a la producción de un discurso abstracto o metafísico. Entendía la literatura más como un proceso abierto de "ensamblajes" y "conexiones" que como una obra orgánica en el sentido tradicional.

"Un día, el siglo será deleuziano", fue la expresión de Foucault, unos días antes que ese párvulo y nefasto 4 de noviembre de 1995 llegase con un Deleuze lanzándose al vacío por una ventana de su apartamento en la Avenue Niel. Foucault expresó que algún día podremos vislumbrar el siglo deleuziano por admiración intelectual hacia Gilles Deleuze. ¿Ejemplo vívido? Seguramente... Una era deleuziana.

Pero no son estas muertes, que, aunque prematuras y trágicas, se podían ver venir de lejos, a las que me refiero en el siguiente capítulo tres. Hay azares, absurdos y fatídicos, que enlazan los finales de sus protagonistas de un modo inusitadamente irónico y certero con la obra a la que consagraron sus vidas, primero definí los que se adecuaron en sus hábitos amigos (Lowry, Kerouac y Sartre), luego a los que impregnaron esa angustia abrahánica en su obra y esa lucha contra el sentido y sin sentido y terminaron suicidándose (Virginia Woolf, Hemingway y Deleuze) ahora les presento a los últimos tres intelectuales a los cuales la muerte acechó por tragicidad contingente.

 

Albert Camus

Novelista, dramaturgo, ensayista, periodista y filósofo francés nacido en Argelia. Padre prematuro del absurdismo existencialista. De letra atribulada y sonrisa cabizbaja, de porte sherlockholmesco e inteligencia privilegiada, de lucha incesante y ritmo sucesivo Camus encarnó el modelo de hombre distinto en la sociedad, en una donde la izquierda y la derecha según él, eran el origen de los males, férreo libre pensador, y marcado disidente, que decidió embestir su vida y obra en contra la corriente. La idea del absurdo presupone que el ser humano busca un significado del mundo, de la vida humana y de la historia, la cual sustente sus ideales y valores. Se desea la seguridad de que la realidad es un proceso teleológico inteligible, que contiene un orden moral objetivo. Puesto en otras palabras, se busca una certeza metafísica de que la vida es parte de un proceso inteligible direccionado a un objetivo ideal, y que detrás de los valores personales se encuentra el sustento del universo o de la realidad como totalidad.

Su magnífica y aclamada novela La peste (1947) supone un cierto cambio en su pensamiento: la idea de la solidaridad y la capacidad de resistencia humana frente a la tragedia de vivir se impone a la noción del absurdo. La peste es a la vez una obra realista y alegórica, una reconstrucción mítica de los sentimientos del hombre europeo de la posguerra, de sus terrores más agobiantes. El autor precisó su nueva perspectiva en otros escritos, como el ensayo El hombre en rebeldía (1951) y en relatos breves como La caída y El exilio y el reino, obras en que orientó su moral de la rebeldía hacia un ideal que salvara los más altos valores morales y espirituales, cuya necesidad le parece tanto más evidente cuanto mayor es su convicción del absurdo del mundo.

Si la concepción del mundo lo emparenta con el existencialismo de Jean Paul Sartre y su definición del hombre como "pasión inútil", las relaciones entre ambos estuvieron marcadas por una agria polémica —recelo de Sartre; voy a decir yo—. Mientras Sartre lo acusaba de independencia de criterio, de esterilidad y de ineficacia, Camus tachaba de inmoral la vinculación política de aquél con el comunismo.

La muerte impávida y trágica de algunos pensadores es una tortuosa desventura, y ahora toca aunar en el primero de esta última lista. Albert Camus regresaba de la Provenza, donde había festejado en familia la entrada en el año nuevo de 1960. Los Gallimard, Michel, Janine y su hija Anne, habían acudido también a la celebración. Camus había comprado recientemente una vieja casona en Lourmarin, con la promesa hecha al antiguo propietario de cuidar los árboles del jardín. En una ocasión dijo que por fin había encontrado el lugar donde ser enterrado. Poco aficionado a la conducción, Camus había previsto volver a París el día 3 de enero, en tren, con su mujer y los dos gemelos, Jean y Catherine. Compró los billetes con antelación a su partida. Aun así, decidió en el último momento viajar en el coche de los Gallimard, quizá con la idea de conversar algún asunto con su editor. El viaje era largo, y convenía no tomárselo con prisa. Hicieron noche en Thoissey y celebraron los dieciocho años recién cumplidos de Anne. Ya en la última jornada del viaje, a escasos cien kilómetros de París, el coche que conducía Michel Gallimard, un flamante Facel-Vega de líneas depuradas y suntuosas, circulaba a gran velocidad por la nacional 5 en un tramo sin curvas. Una tupida hilera de árboles acompañaba, como es común en las carreteras que atraviesan campos llanos, el trazado de la vía.

El coche, por motivos que no fueron satisfactoriamente aclarados, se desvió de la recta sin control y chocó contra un árbol. Albert Camus, que viajaba en el asiento del copiloto, murió en el acto. Su cuerpo quedó de tal manera enredado en la carrocería siniestrada que las autoridades necesitaron varias horas hasta conseguir liberarlo. En uno de sus bolsillos llevaba todavía el billete de tren que no utilizó para realizar el mismo trayecto. El escritor del absurdo, el mismo que había declarado pocos días antes que nada le parecía más fútil que morir en un accidente automovilístico, se despedía con una postrera demostración del nihilismo que había caracterizado su obra. En una novela de juventud que no se publicó sino años después, titulada La muerte feliz, Camus pone en boca de su protagonista, Mersault, antecedente del protagonista de El extranjero, las siguientes palabras: "No se vive feliz más o menos tiempo. Se es feliz. Y punto. Y la muerte no impide nada; como mucho es un accidente de la felicidad". El día de su accidente Camus tenía cuarenta y seis años, le habían otorgado el premio Nobel hacía tres, y afirmaba que su obra no había hecho más que empezar. Sobre la última novela que escribió, cuyo manuscrito viajaba también en el Facel-Vega aquel día de enero, había dicho: "En resumen, voy a hablar de aquellos a los que quise. Y solo de eso. Alegría profunda".

Junto a Baroja, Camus es el más disidente de los disidentes. José Ortega y Gasset.

 

Walter Benjamin

Filósofo, crítico social, locutor de radio y ensayista alemán. De temple agraciado, mirada fija, agudo análisis, y olfato providencial, crítico de sus congéneres, fue un marxista obstinado con Marx por su falta de cadencia para interpretar lo que él va a denominar el verdadero materialismo histórico, prolijo hijo del ensayo, donde matizará sus trémulos enamoramientos del romanticismo y la estética.

Benjamin se regodeó de sus influencias notorias, pasadito por la escuela de Frankfurt, y tenemos que, entre sus obras más importantes como crítico literario destacan los ensayos sobre la novela Las afinidades electivas (Goethe), también con especial agasajo un estudio completo a la obra de Franz Kafka y Karl Kraus, la teoría de la traducción, las historias de Nikolái Leskov, la obra de Marcel Proust y, quizás lo más importante, la poesía de Charles Baudelaire que solo Derrida podrá retomar como estudio complejo. También hizo importantes traducciones al alemán de la Tableaux Parisiens de Baudelaire (Les fleurs du mal) y las partes iniciales de la novela À la recherche du temps perdu de Marcel Proust, con su amigo Franz Hessel, curiosas y diáfanas estepas pasó el escritor antes de su final, pero el enigma de su muerte por presión, aun no permitirán que este autor convalezca ante los embarques del tiempo.

Tenemos que, su vuelta al marxismo en la década de 1930 se debió en parte a la influencia de Bertolt Brecht, cuya crítica marxista a la estética le permitirá desarrollar el teatro épico y su efecto de distanciamiento o (Verfremdungseffekt) (efecto de extrañamiento o alienación). Su amigo Gershom Scholem, fundador del estudio académico de la Cábala y misticismo judío, tuvo gran influencia en Benjamin. Debatió con Adorno por no poder salir éste de su rígida posición "aurea" del arte, que no podía hacerlo incorporar al arte al elemento industrial (cine o Jazz, por ejemplo), y que desconfiaba de la cultura de masas, Benjamin anticipa todos estos fenómenos, sobre todo, el del complejo hombre masa per se.

Aunque la muerte de Walter Benjamin ha sido relatada comúnmente como un suicidio, nuevos estudios señalan incongruencias entre las pruebas de las que queda constancia y el relato de los principales testigos, y apuntan al asesinato como causa plausible de la temprana muerte del pensador alemán.

1933. Benjamin huía de su Berlín natal iniciando un viaje que lo llevaría a Ibiza, Niza, Svendborg y San Remo, para establecerse finalmente en París. Marxista singular y místico judío a un tiempo, gozaba de cierta impopularidad, cuando no de directa inquina, por parte de los comunistas fieles al régimen y, cómo no, de los nazis. El escaso éxito de sus publicaciones tampoco era un alivio. Atrincherado en la Bibliothèque Nationale, trabajaba en su proyecto Arkaden, y en los artículos que publicaba en una revista académica dirigida por Max Horkheimer, entre ellos —el luego famoso— La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.

En la primavera de 1940, con la entrada de los nazis en Francia, su vida pendía de un hilo. Consiguió huir en un tren hacia el sur el 13 de junio, un día antes de que las tropas alemanas entraran en París. Semanas más tarde, en el puerto de Marsella, intentaba embarcar disfrazado de marinero en un carguero con destino a Ceilán, pero fue descubierto. Con un visado oficial para entrar en los Estados Unidos facilitado por Max Horkheimer, pero sin posibilidad de abandonar Francia legalmente, Benjamin se unió a otros refugiados para probar suerte cruzando los Pirineos a pie.

Salieron andando desde Port-Vendres la madrugada del 25 de septiembre. Lissa Fittko, esposa de un amigo de Benjamin, los guiaba. Los otros dos viajeros eran Henny Gurland, fotógrafa alemana, y su hijo Joseph. Benjamin, que a sus cuarenta y ocho años no gozaba de buena salud y tenía el corazón débil, hacía paradas regulares cada pocos minutos para no extenuarse. Acarreaba trabajosamente una pesada maleta que dijo contenía documentos más importantes que su vida, y de ningún modo debía extraviarse.

Según el relato de Henny Gurland llegó a beber de un charco para calmar la sed agobiante. A pesar del calvario que la jornada de alpinismo debió de suponerles, y dado que no tenían otra opción que seguir adelante, consiguieron llegar a Portbou al caer la tarde. El recibimiento fue una desilusión inesperada. La guardia civil, siguiendo un dictamen reciente, les prohibía entrar en territorio español, frustrando así sus planes de cruzar hasta Portugal y desde allí embarcar hacia Estados Unidos. A la mañana siguiente serían deportados de vuelta a Francia, lo que supondría una muerte segura. Esa noche en Portbou, hospedado en el hostal França, sería la última de Benjamin.

Según Gurland, la mañana siguiente Benjamin la hizo llamar para comunicarle que había ingerido una gran cantidad de morfina la noche anterior, y hacerle entrega de una nota de suicidio, para acto seguido perder el conocimiento. El acta de defunción está fechada el 26 de septiembre a las 22 horas. Causa de la muerte: hemorragia cerebral. Según el informe médico no hay trazas de la droga en el organismo del difunto. Gurland afirmó haber destruido la carta que le entregó Benjamin, para posteriormente reconstruirla de la siguiente manera:

"En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto conducido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir."

Es posible que en la desesperación en la que se encontraba Benjamin decidiera terminar su huida frustrada tajantemente. Ironías del destino, sus compañeros de viaje eran autorizados al día siguiente a continuar su ruta y llegaban unas semanas más tarde, sanos y salvos, a Estados Unidos. En parte, este cambio de parecer de las autoridades que en un principio les negaron el paso pudo ser consecuencia de la conmoción producida por la muerte de Benjamin. Por otro lado, el relato de Gurland está plagado de inconsistencias, y los documentos conservados se contradicen entre sí respecto a la fecha y causa de la muerte. Se sabe que la Gestapo tenía agentes en Portbou. Benjamin pudo también haber caído en una trampa urdida por el servicio secreto estalinista, como señala S. Schwarz. En el año 1940 el pacto entre Hitler y Stalin estaba aún vigente. Si pensamos en los dos servicios secretos más oscuros y poderosos del mundo trabajando juntos nos hacemos una idea del campo minado por el que se movía Walter Benjamin y las fuerzas que pudieron poner fin a su vida. La maleta con los misteriosos documentos que custodiaba se extravió y nunca fue recuperada.

 

Roland Barthes

Filósofo, escritor, ensayista y semiólogo francés, figura de la nueva crítica, amigo de la lengua, adorador de extraños dioses como el genial André Gide, exasperado por el rigor, es que el rigor y él eran uno —así, él mismo lo sentenció en su primer ensayo titulado; El grado cero de la escritura— y en definitiva entusiasta amante y seguidor de la idea del virtuoso caballero.

La primera muerte que atrajo sobre mí la idea de escribir este ensayo, la que despertó este morboso interés, fue la de Roland Barthes. Semiólogo, observador y clasificador infatigable de la realidad que nos rodea, Barthes publicaba en 1980, pocas semanas antes de su muerte, uno de los escritos más influyentes sobre fotografía hasta la fecha. Le debe quizá su relevancia al hecho de renegar de una clasificación posible para este medio. Para Barthes la fotografía es la subjetividad de sus recuerdos y de su duelo. A finales de 1977, moría Henriette Barthes, madre del autor, con la que había convivido la mayor parte de su vida. Esta pérdida impregna su análisis sobre la fotografía:

"Con la fotografía entramos en la muerte llana. (…) El horror consiste en esto: no tengo nada que decir de la muerte de quien más amo, nada de su foto, que contemplo sin jamás poder profundizarla, transformarla. El único pensamiento que puedo tener es el de que en la extremidad de esta primera muerte mi propia muerte se halla escrita; entre ambas, nada más, tan solo la espera."

Con el ánimo taciturno y la tristeza que aún no había alejado, el 25 de febrero de 1980, Roland Barthes salía de una comida con François Mitterrand, candidato entonces a la presidencia. Aunque reacio a este tipo de encuentros, también era conocida su dificultad para decir no. Caminando por la Rue des Écoles, al ir a cruzar la calle, unos coches en doble fila le impiden ver la camioneta de lavandería que iba a arrollarlo. Con el rostro inflamado y deformado por el impacto, y sin ninguna documentación encima, nadie lo reconoce a pesar de encontrarse a pocos metros del Collège de France, donde impartía seminarios. Es trasladado al hospital Pitié-Salpêtrière y permanece varias horas en la sala común sin ser identificado. El accidente no es fatal, pero tiene varias fracturas, en el cráneo y las costillas. Durante el mes que dura la convalecencia su estado se va agravando. No puede hablar y parece haber perdido las ganas de vivir. El 26 de marzo, muere por complicaciones pulmonares. Tenía sesenta y cuatro años. Con la máxima discreción, es enterrado en el cementerio de Urt, junto a su madre. Italo Calvino, presente entre los pocos invitados al cortejo fúnebre, escribió:

"Para nosotros que estábamos allí por Barthes, esperando en el patio inmóviles y mudos, como siguiendo la consigna implícita de reducir al mínimo los signos del ceremonial funerario, todo lo que se presentaba en aquel patio agigantaba su función de signo: sentía en cada detalle de aquel pobre cuadro posarse la mirada que se había ejercitado descubriendo espirales reveladoras en las fotografías de La cámara lúcida."

Para Calvino, la muerte del autor está unida indefectiblemente a este último libro. La fotografía según Barthes, ese choque instantáneo que nos saca de nuestro ser y nos convierte en máscaras, en mero referente de un pasado que ha existido, es la muerte anticipada.

Nada más podría agregar sobre la muerte de algunos grandes pensadores, tampoco nada menos, porque al final a todos nos regocija y angustia esta condición de finitud.


Publicado 20 mayo 2018