Número 7, 2018 (1), artículo 10


Del yo individual al yo del nosotros en la ‘Fenomenología’ de Hegel


Juan Antonio Estrada Díaz

Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada




RESUMEN
Con Hegel, el sujeto burgués del contrato social deja paso al ciudadano súbdito del Estado. Así se completa el dinamismo de la modernidad, la sacralización del Estado y la subordinación de la conciencia individual. Se adquiere la autonomía individual interior y la dependencia respecto del Estado en lo exterior.


TEMAS
autoconciencia · ciudadano · Estado · fenomenología · Hegel · sujeto



Hasta Kant podemos afirmar la primacía del yo individual y el influjo predominante del yo cartesiano. A finales del siglo XVIII todo cambia, siendo Hegel el que más influye en el registro del yo en Occidente. Su Fenomenología del Espíritu (1) muestra el itinerario del hombre en la búsqueda de su propia identidad, tanto desde la evolución de la conciencia cognitiva que culmina en el saber absoluto, como desde la perspectiva horizontal y sistemática del saber, que se expone en la Lógica del sistema absoluto. El itinerario de la conciencia hacia el saber absoluto es el marco para conocer los límites y posibilidades del saber. Esto es faltó al criticismo de Kant, así como su dualismo le impidió pasar de la conciencia individual al nosotros. Según Hegel hay que recorrer las etapas de la conciencia individual y colectiva, superar la división entre lo singular y lo universal, y hacer converger la ontología con la epistemología. La fenomenología estudia el paso de la conciencia natural a la científica y de esta a la filosófica. La dialéctica real de la conciencia no se desvincula de la dialéctica lógica del concepto, porque la ontología y la epistemología son dos caras de una única realidad, la del Espíritu absoluto. Los tres primeros capítulos de la Fenomenología del Espíritu muestran el ascenso de la conciencia sensible, que se apoya en lo natural (saber inmediato y concreto del objeto), hasta la conciencia objetivadora, que percibe y cosifica los objetos, hasta que llega a la autoconciencia que capta la interioridad de la cosa y se adecua a ella. Es una conciencia que percibe y que se sabe, por tanto, dependiente del mundo, con lo que Hegel preanuncia tanto la conciencia intencional de Husserl como el ser en el mundo de Heidegger.

Se supera el individualismo de la conciencia puntual anterior en favor de la universalidad de la cosa, accesible a otros, pero todavía no se ha pensado que el objeto no es más que un reflejo de la misma conciencia. Pasamos del objeto percibido a la cosa universal, que tiene propiedades, para finalmente descubrirlo como concepto desde la propia subjetividad. De esta forma hay una toma de conciencia de la propia subjetividad creadora, que es la que hace el objeto inteligible y verdadero, y se ponen las bases para el encuentro con otras autoconciencias, que son las que posibilitan el paso a la razón y al Espíritu absoluto. La verdad subjetiva es la otra cara de la verdad objetiva y ambas culminan cuando se descubra la subjetividad divina infinita en la que convergen parmenídeamente pensamiento y ser. Este movimiento ascendente de la conciencia es el que se cierra desde el horizonte del Espíritu Absoluto que retrospectivamente concientiza las etapas de su autoconstitución en la historia. Por eso, la Fenomenología y la Ciencia de la Lógica se complementan mutuamente y son las dos caras del sistema hegeliano (2). Dios es alfa y omega, comienzo y meta, fundamento y resultado, Infinito finitizado y eternidad temporalizada. El sistema hegeliano expresa el saber de Dios, manifiesta la verdad latente en el cristianismo de que Dios es humano y que la humanidad es divina.

Hay una toma de distancia del cogito individualista de matriz cartesiano-leibniziana-kantiana. La conciencia individual debe insertarse en la comunidad intersubjetiva. Hay que pasar del yo al nosotros, a partir de un proceso en que se descubre a la otra conciencia y hay una certeza de sí a través del otro. Se pasa de ver al otro como “alter ego”, a la toma de conciencia humana como escindida y marcada por la desigualdad y el enfrentamiento. La subjetividad se descubre en la dispersión de los yos, que culmina en una comunidad intersubjetiva en la que la verdad plena está en la totalidad universal. Hegel parte de la conciencia que aprende a distinguirse desde su ser en el otro. La autoconciencia es reflexión, retorno sobre sí desde su ser en otro, pero el individuo se integra en lo comunitario y encuentra ahí su verdad, inicialmente captada en contraste con la singularidad del otro.

La conciencia es relacional en cuanto deseo intencional, en cuanto saber de un otro y de sí, y retorno a sí mismo a partir de la reflexión sobre el mundo sensible y sobre la otra autoconcien­cia). Hegel no se plantea la identidad como una tautología (yo= yo), ni como mismidad, sino como un proceso en que la conciencia se constituye a sí misma en cuanto que se apropia del mundo. Hegel desborda el marco del sujeto cognoscente en favor del hombre como sujeto sensible de deseos, a partir de los cuales se construye la historia, y del trabajo como praxis transformadora. El deseo es el que obliga a tomar conciencia de la propia subjetividad y hace percibir la cosa como objeto apetecible, como algo exterior y resistente al yo de lo que hay que apoderarse. De esta forma el deseo es hace posible la praxis que busca apropiarse del mundo, ya que el deseo se posesiona de un objeto al que necesita para que no desaparezca el mismo deseo. Pero el apetito tiene que transformarse en reconocimiento y el trabajo en praxis social, ya que el objeto adecuado del yo sólo puede ser otra autoconciencia. El deseo animal se consuma en la gratificación que le da la cosa poseída, mientras que el ser humano la trasciende y busca que se reconozca la validez de su deseo. Con ello pasa de las cosas a las personas; del autoconocimien­to propio al conocimiento del mundo en el que existe como yo; de la afirmación de la propia singularidad al reconocimiento de la comunidad como el nosotros intersubjetivo, que constituye el horizonte de la subjetividad individual.

El término del deseo no son los objetos en sí mismos, sino que la conciencia se busca a sí misma, busca la unidad del yo y sólo lo logra a través de la otra autoconciencia. Es un deseo que se busca a sí en el otro, es conciencia que busca satisfacerse y que sólo lo logra si el objeto del que apoderarse se presenta a su vez como autoconciencia. El objeto es un yo, que se abre al nosotros, y este a su vez remite al yo. De esta forma se pasa de la conciencia singular que desea a la pluralidad de conciencias y surge así el Espíritu. La vida espiritual surge del reconocimiento mutuo, desde la manifestación de cada uno, en la que la conciencia se pierde a sí misma para encontrarse en el otro. Soy para otro y me veo a mí mismo en el otro. La relación se convierte aquí en la mediación fundamental de la identidad. La paradoja está en que la autonomía se consigue por el reconocimiento, es decir, por la interdependencia. Hegel parte del horizonte griego, el dominio de las cosas que luego deviene la lucha entre el amo y el esclavo, en la que se domina al hombre objeto, para finalmente abrirse al horizonte de la subjetividad aportado por el cristianismo.

Hegel revaloriza el deseo y la inquietud radical de absoluto, que sólo se alcanza por la mediación del otro. La autoconciencia descubre que hay otra fuera de sí, que es idéntica a ella misma, es decir, que está duplicada. Genealogía del sujeto desde el trabajo sobre el otro. Experiencia de la conciencia como sujeto experiencial relacionado y como objeto de reflexión. La conciencia objetiva se transforma en subjetiva, ya no se mira a un sujeto externo sino a sí mismo, sin caer en el aislamiento del cogito. El sujeto reflexiona sobre sí desde el otro y se abre al Espíritu Absoluto que es autoconocimiento de la propia subjetividad y de la del otro. La autoconciencia es para sí y sólo alcanza satisfacción en otra autoconciencia, que es objeto para la primera y simultáneamente yo consciente. La genealogía del sujeto es la historia de una negación que forma parte intrínseca de la sustancialidad de la conciencia, ya que en el conocimiento de sí mismo confluyen sujeto y objeto, lo universal y lo individual. Se descubre a sí mismo en otro, que hace lo mismo que ella, pero que no es tanto un en sí cuanto un “para mí”. Son conciencias desiguales contrapuestas, siendo una la que reconoce y otra la reconocida, una la que apetece y otra la que es negada. Por eso, surge una lucha a vida o muerte por el reconocimiento. Hay que pasar de la certeza de sí, en cuanto para sí, a la verdad que se descubre en el otro y en ella misma. Las certezas subjetivas se convierten en objetivas en cuanto que hay un reconocimiento por el otro.

 

La dialéctica de una relación asimétrica

El problema está en que una conciencia es para sí y la otra es para el otro. Es la dialéctica del amo y del esclavo, en la que el señor es reconocido como tal por otra conciencia, que se objetiviza a sí misma y se somete al amo. El amo necesita del esclavo, pero no valora el reconocimiento de este porque es un siervo apegado a su vida natural. Pero los otros le reconocen como amo, en cuanto que tiene un esclavo del que vive, y de cuyo trabajo se aprovecha. No es el amor lo determinante del descubrimiento del otro, sino la oposición entre conciencias asimétricas y unilaterales, ya que el señor nunca acepta ponerse al nivel del siervo y reconocer su alteridad igualitaria, aunque no pueden prescindir de ella para autoafirmarse. De ahí la absolutez pretendida de la conciencia que desea y su contingencia, ya que cada una es para otro, además de en sí misma.

La paradoja está en que el amo depende en su propia identidad señorial de la conciencia servil, mientras que esta puede emanciparse del señor a través del trabajo. El esclavo reconoce la humanidad del señor, pero depende de su propio trabajo, en el que descubre su realidad humana. Al transformar el mundo y apoderarse de él tiene la posibilidad de emanciparse y superar el temor por su propia supervivencia, que es la base de su condición servil. La conciencia señorial está basada en el reconocimiento del otro, no es algo alcanzado por sí mismo. Por el contrario, la muerte es el reto que tiene que afrontar el esclavo, que lucha por su libertad y que se humaniza con el trabajo, el cual es el objeto natural en el que vierte su propia subjetividad. La preocupación por conservar la vida condena a la esclavitud, a permanecer como objeto dominado por el otro. El esclavo no depende tanto del amo cuanto de su preocupación por conservar la vida, que es lo que le impide superarse.

Hegel establece así una tensión dialéctica. La propia identidad depende del otro y se reconoce en el otro, aunque la limita al ámbito del trabajo. El señor es en realidad dependiente de otro para mantener su identidad, mientras que el siervo, que experimenta el temor y que intuye la conciencia de sí en el señor, puede devenir conciencia independiente y autónoma en función de su praxis, del trabajo. El amo es conciencia fuera de sí, su ser depende de otro. El esclavo tiene el ser en sí mismo, pero su conciencia está fuera de sí (en el amo, que es conciencia de sí y para sí). La relación amo-esclavo es fundamental, es el eje de la construcción social. Hay una división social del trabajo entre el amo, que lo arriesga todo en función de su prestigio y que vive a expensas del esclavo, y este último que se humaniza por la praxis del trabajo, pero que es expropiado de sus frutos. Es un trabajo basado en el temor al amo, en el miedo a perder la vida, y no algo que responde a sus instintos naturales o a su conciencia social. La verdad del esclavo es exterior a él, el ser del amo depende del esclavo. El problema del primero es de orden epistemológico (toma de conciencia que le liberaría), mientras el del segundo es de orden ontológico (su realidad señorial depende del sometimiento de otra persona) (3).

En el pensamiento ya se alcanza la libertad, en cuanto que no soy en el otro, sino que permanezco en mí mismo. De ahí, las figuras de la conciencia en el paso a nuevos estadios de conocimiento de sí. La primera etapa es la del estoico, que tiene un dominio de sí, independientemente de las circunstancias, que lucha contra las apetencias naturales a las que busca superar desde la voluntad y el predominio del pensamiento. El estoico es el que subraya la permanencia de su identidad, basada en una unidad de pensamiento con el mundo, a partir de la cual tiene un señorío abstracto sobre él. Busca la identidad consigo mismo, la mismidad inalterable ante las circunstancias. Es una identidad ahistórica e idealista, interiorizante. Por su parte, el escéptico rechaza toda posición distinta del propio yo, penetra en las circunstancias y determinaciones de la vida, pero las cuestiona y las niega. Toda determinación es negada, rechazada, para afirmar sólo el propio yo que se posiciona negando y que acaba destruyéndose cuando el escéptico consuma su propia dinámica. No hay capacidad de construir, sino de destruir, pero al negar el mundo y todo lo que encuentra descubre su propia contingencia y falta de fundamentación. Su nihilismo teórico es la otra cara de una libertad que se cierra en sí misma. Ambos son expresiones de una conciencia en que ser para sí y en sí están unidos, pero les falta ser en el otros.

 

Del yo interpersonal a la conciencia desgraciada

Por eso ambos preparan la “conciencia desgraciada”, que es la que ha adquirido conciencia de su propia subjetividad y de su falta de fundamentación sustancial, precisamente porque permanece aislada en sí, sin relación real con el mundo. Es una conciencia religiosa, que reconoce y contempla su conciencia en la divina, vista inicialmente como suprema y contrapuesta a la propia; luego como conciencia vinculada al hombre en el Dios encarnado, en el que la inmutabilidad divina se hace mudable; para finalmente abrirse al Espíritu como el ámbito en el que es posible el nosotros, la relación de conciencias interaccionadas (4). Hay que superar la mera intuición de Dios o la identificación a la que tiende la mística, ya que ambas mantienen el dualismo, sin caer, por el contrario, en un monismo que no deje lugar a las diferencias.

La conciencia desgraciada tiene conciencia de su nada, en comparación con la conciencia divina, con lo que reconoce su dependencia respecto de un ideal fuera de sí. Toda autoconciencia es doble para sí misma, en cuanto que es Dios y hombre como entidades diferenciadas. Hegel mantiene el esquema de oposición entre conciencias en lo que respecta a la relación entre el hombre y Dios, que sólo se supera cuando se comprende que el yo divino no es algo externo al ser humano, sino que hay una relación intrínseca. La conciencia desgraciada corresponde a la religión que diferencia y opone Dios y hombre, necesitando el uno del otro para afirmar su identidad, sin captar la unidad del Dios-hombre y del hombre-Dios, que es a lo que apunta la conciencia religiosa cristiana. La encarnación y la muerte de Dios en la cruz forman parte de esta progresiva toma de conciencia de la inmanencia de la trascendencia, que ayuda a superar la conciencia desgraciada. Esto no se advierte cuando se mantiene el solipsismo de la conciencia cartesiano-kantiana, cuando se ve la relación como algo externo y no constitutivo del ser mismo de la conciencia. Hegel asume el interiorismo agustiniano, el cual le ayuda a superar la mera trascendencia de lo divino, que sería externo al hombre, pero dándole un sentido ontológico mucho más radical. En realidad, la convergencia entre la conciencia y Dios, a la que apunta el opus postumum de Kant, encuentra aquí su culminación.

Hay un paralelismo entre los capítulos seis y siete de la Fenomenología del espíritu. El primero describe al ciudadano y el segundo al hombre religioso, ambos contrapuestos respectivamente a un Estado y a un Dios, que inicialmente se ven como realidades externas y contrapuestas al individuo. En ambos casos se reconoce la esencia humana como realidad universal externa al hombre. El sujeto se historifica, no es algo fijo y estático, se construye desde la inmanencia y se piensa la sustancia como sujeto. La subjetividad humana deja de ser la forma vacía de contenido del planteamiento kantiano y sustituye al sujeto divino. El Espíritu absoluto es subjetividad que sólo trata de sí, pero que produce el mundo. El sujeto absoluto no es una construcción hipostasiada del yo individual, que sería la perspectiva kantiana, sino que, por el contrario, el yo individual es un momento del sujeto absoluto. La unidad formal del yo deviene sujeto creador del pensamiento y de la realidad material.

 

Del yo al ciudadano

La metafísica de la subjetividad es también metafísica del Espíritu absoluto, es decir, de Dios. La filosofía del sujeto es simultáneamente teoría social y del sujeto se vincula a la naturaleza (que luego Marx objetiviza como ámbito de realización de la subjetividad) y a los otros sujetos que determinan su esencia social (estableciendo las bases de las teorías de la constitución del Estado). La objetividad del horizonte de las cosas y la subjetividad en cuanto aptitud o disposición convergen en el sujeto, que es objetivo y subjetivo al mismo tiempo (5), autoconciencia que se capta reflexionando sobre los actos de la conciencia, sin poder ser objeto directo de la percepción del otro sujeto. El paso de la conciencia sensible, relacionada con la naturaleza, a la autoconcien­cia que cobra conciencia de sí desde la mediación del otro, culmina en el individuo que se reconoce como ciudadano de una comunidad, que tiene una objetividad concreta en leyes y costumbres, que es lo que se describe en el capítulo sexto de la fenomenología.

Pero la especie humana es la que media entre el individuo y lo universal. El pueblo representa lo universal para el individuo, pero es algo singular para la especie humana. A su vez, el individuo se realiza en cuanto miembro de un pueblo y alcanza su conciencia en cuanto ciudadano de un Estado. En el mundo griego el individuo se realiza primariamente en la familia, no en la sociedad estatal de derecho. La cultura griega se mueve entre el ámbito familiar, natural, y el político, que corresponde al Espíritu. El primer ámbito de reconocimiento mutuo es la familia, desde la oposición entre el varón y la mujer, los padres y los hijos, y la fraternidad del hermano y la hermana, que constituyen para Hegel el culmen del reconocimiento mutuo. La familia es la comunidad ética natural, pero no se basa en el amor afectivo sino en las obligaciones conyugales y parentales. Los cónyuges se reconocen en la apetencia sexual y en la exterioridad del hijo, que apunta ya a la sociedad. El amor es entrega y autoafirmación individual, que desemboca en una convivencia satisfactoria, más que en una relación pasional. Los cónyuges desean el deseo del otro, con lo que hay una intersubjetividad compartida y una reciprocidad personal que se materializa en el hijo engendrado. También la relación entre padres e hijos está lastrada por la exterioridad y dependencia, mientras que la del hermano y la hermana hay sexualidad, pero libre de apetencia y de procreación. Esto permite el reconocimiento desde la diferencia, la singularidad irrepetible de cada uno y la vinculación ética y espiritual. Desemboca en la comunidad política, con el choque entre las leyes familiares y las del Estado, como sucede con la tragedia de Antígona. Hay que pasar de la relación natural entre el varón y la mujer, que se humanizan por el trabajo en común y la educación del hijo, a la política que permite pasar de la familia al Estado. El Estado es la forma organizativa del Espíritu absoluto, al que compete impedir la afirmación unilateral de los lazos familiares.

La sociedad es la totalidad moral institucionalizada, que supera la eticidad natural y da forma a un reconocimiento jurídico de la individualidad (ya desde el Estado romano) y a una reciprocidad social de derechos (que tiene sus raíces en la sociedad medieval cristiana). El individuo transforma las vinculaciones afectivas familiares en la lucha por el honor en el marco de la sociedad. El Estado encarna la voluntad colectiva y de ahí deriva el estatus de ciudadano, mientras que el sujeto racional capaz del contrato social es previo y deriva de relaciones interpersonales en las que se da un reconocimiento jurídico. De esta forma, Hegel oscila entre el sujeto socialmente interrelacionado, que es lo que se acentúa en los escritos de Jena y el ciudadano estatal en el que se concretiza la conciencia del espíritu absoluto (6). Las relaciones jurídicas implican obligaciones normativas plasmadas en un derecho positivo que debe reflejar los intereses generales de todos los miembros de la sociedad. En Hegel se combina el universalismo intencional del derecho y del Estado, y el mantenimiento de desigualdades económico-sociales de las que deriva el derecho positivo. Hay una tensión entre la universalidad y la particularidad, que es el motor de las luchas de los siglos XVIII y XIX por la participación social, política y económica.

Si la autoconciencia se constituye desde relaciones personales de reconocimiento, ahora el acento se pone en el despliegue objetivo de la razón estatal que establece distintos grados de autonomía del sujeto (amor, derecho, eticidad como secuencia de relaciones sociales). La autonomía individual se sacrifica a un sujeto colectivo sustancializado en el Estado. La subjetividad responsable deviene ahora arbitrariedad subjetiva cuando no se integra en la racionalidad anónima estatal. Surge así la plasmación filosófica del Espíritu absoluto en el Estado-Nación, que es la objetivación del saber puro y la mediación absoluta. Por eso, la religión queda reducida a representación (pierde su sacralidad en favor del Estado). La lucha por el reconocimiento, que es el motor de una comunidad ética, se canaliza sólo como constitutiva de la formación del Espíritu absoluto, concretizado en un Estado que canaliza el instinto de conservación del individuo y le posibilita su realización práctica en la sociedad. La sociedad estatal es la realización suprema de la libertad. El hombre genérico reconoce que la razón lo es todo y el Espíritu absoluto se reconoce en la naturaleza y en la historia, bajo la forma de arte, religión y filosofía. El hombre total es Dios en su devenir constitutivo.

Hay una convergencia entre la ontogénesis de la identidad del sujeto y la filogénesis de las estructuras sociales. Los diversos grados de madurez del sujeto corresponden a plurales institucionalizaciones sociales, que son etapas en el desarrollo de la sociedad. Hegel critica el atomismo individualista de las teorías del contrato social, subraya la génesis social de la identidad del yo y ve la lucha por el reconocimiento como el conflicto social por excelencia a partir del cual hay un desarrollo moral de la sociedad. El Estado no surge por una necesidad teórica ni por mero utilitarismo, sino que se basa en el derecho, que a su vez se funda en el reconocimiento mutuo. El Estado no protege al individuo de las tendencias del otro a apropiarse de lo suyo (como propone Hobbes), sino que resulta de la angustia del individuo que busca ser reconocido por el otro social con sus derechos y necesidades. La competitividad de sujetos asimétricos en la relación amo-esclavo subsiste en el contrato social. Pero ya no son las relaciones de los sujetos entre sí las que constituyen la eticidad social, sino las que cada uno mantiene con el Estado.

El sujeto burgués del contrato social deja paso al ciudadano súbdito del Estado, que es lo que constituye a la conciencia moral individual y social. La identidad propia se alcanza en la realización social, al adaptarse el yo a la sociedad y captar el comportamiento de los otros desde la autorreferencia de la conciencia propia que reflexiona sobre sí. De esta forma hay un proceso de formación de la conciencia colectiva. Hay una reflexión sobre la subjetividad humana y una crítica al principio de subjetividad en el despliegue de su libertad. La subjetividad encarnada en el Estado, que representa a la especie humana, integra la autonomía del individuo defendida por Kant. Hay una minimalización del individuo en favor de la sustancialidad del sujeto absoluto, que se enriquece en su proceso de autoconstitución a partir de los individuos. La formación de la autoconciencia está vinculada a un proceso del Estado y su dominio sobre el mundo, conceptualmente objetivado y prácticamente controlado, y a la integración de las particularidades individuales en la colectividad estatal universal.

De esta forma se completa el dinamismo de la modernidad, la sacralización del Estado y la subordinación de la conciencia individual (7). Con la Reforma se adquiere la autonomía de la subjetividad individual interior y la dependencia del individuo respecto del Estado en el marco de lo exterior. Hegel hace converger la doctrina luterana de los dos reinos y suprime la autonomía del individuo, que se pliega a las exigencias del Estado absoluto, tanto en el marco de la interioridad como en su comportamiento externo. A cambio cobra conciencia de su ser relacional, de la intersubjetividad objetiva como determinante de su interioridad subjetiva. Se abre así espacio a la modernidad decimonónica de Feuerbach y de Marx y a la impugnación de Hegel por Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche, que defienden el valor absoluto del individuo (8).



Notas

1. C. W. Hegel, Fenomenología del Espíritu. México, FCE, 1973.

2. R. Valls Plana, Del yo al nosotros. Barcelona, Ed. Laia, 1979: 17-32; 55-78.

3. J. Hyppolite, Génesis y estructura de la fenomenología del espíritu de Hegel. Barcelona, Península, 1974: 142-60.

4. R. Valls Plana, Del yo al nosotros. Barcelona 1979: 140-151.

5. W. Schulz, Ich und Welt. Philosophie der Subjektivität. Pfullingen, Klett-Cotta, 1979: 15-30.

6. A. Honneth, La lucha por el reconocimiento. Barcelona, Crítica, 1997: 11-82.

7. Juan A. Estrada, Las muertes de Dios. Madrid, Trotta, 2018: 30-36.

8. K. Löwith, De Hegel a Nietzsche. Madrid/Buenos Aires, Katz, 2002.


Publicado 15 abril 2018