Número 5, 2017 (1), artículo 1


Del primado del cosmos a la subjetividad en la filosofía griega


Juan Antonio Estrada Díaz

Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada




RESUMEN
La perspectiva griega y la cristiana provienen de concepciones diferentes del ser, la primera centrada en la naturaleza y la segunda en la historia, y a partir de ellas se construye la identidad humana con distinta caracterización. Analizamos aquí algunos de los rasgos del paradigma griego.


TEMAS
Aristóteles · filosofía griega · identidad humana · objetividad humana · Platón · subjetividad



El problema de la identidad humana se juega inicialmente en Occidente desde la confrontación entre el paradigma griego del ser y la antropología judeocristiana, Atenas y Jerusalén son dos de los núcleos básicos de la identidad europea, sistematizados y corregidos luego por la Ilustración.

El trasfondo de ambas perspectivas está en los mitos, que constituyen el sustrato inspirador que ha determinado muchos contenidos de la filosofía griega y de la teología judeo-cristiana. La perspectiva griega y la cristiana provienen de concepciones diferentes del ser, la primera centrada en la naturaleza y la segunda en la historia, y a partir de ellas se construye la identidad human (1).  Los rasgos esenciales de cada una de las cosmovisiones enmarcan la identidad del hombre de forma diferente, aunque ambas se han relacionado la una con la otra y han generado diversidad de perspectivas. Analizamos aquí algunos de los rasgos del paradigma griego.

 

La objetividad humana

La tradición griega se centra en la naturaleza, en el cosmos, viendo al hombre como un “microcosmos” en la tradición jónica. Es decir, el hombre es una criatura terrena, es naturaleza racional en contraposición a los animales, que es lo que posibilita también la definición del hombre como “animal social”, la sociedad se convierte en su segunda naturaleza (2). El hombre es el animal político, es decir, el que tiende a la comunidad (Aristóteles). De esta forma, ocupa un lugar esencial en el orden natural, claramente subordinado, pero también emparentado con el mundo de los dioses a partir del logos, del conocimiento. Es lo que indica el mito de Prometeo, según el cual, en sus diversas versiones, el hombre recibe el fuego sagrado de los dioses y la enseñanza de todas las artes. El hombre es la criatura suprema, el ente máximo intramundano. Un discípulo de Anaxágoras representa al hombre como la criatura erguida que mira al cielo (a los dioses), que tiene manos (instrumentos) y que habla (aprendizaje cultural, paideia), estableciendo de esta forma la superioridad humana en el conjunto del cosmos (3). Por eso, la identidad humana viene dada por la naturaleza y por la orientación al fundamento divino, como subraya la teología natural. Desde ambas se determina la esencia humana.

La debilidad física respecto del resto de los animales, se contrapesa con la capacidad racional y el aprendizaje cultural, que hacen posible la técnica y la agricultura. El carácter racional del hombre es la versión griega del “homo sapiens”, es decir, la racionalidad permite trazar la frontera entre el mundo animal y el humano, siendo su capacidad técnica y verbal consecuencias de su ser racional, base de su superioridad sobre el mundo animal (4). El conocimiento se refiere fundamentalmente al mundo, a las realidades naturales de las que forma parte. No se refiere tanto al hombre mismo cuanto al entorno natural y social, desde una perspectiva objetiva, descriptiva y cosificante. La misma comprensión ética del hombre, lo que este debe ser, está determinada por la naturaleza, cuyo orden inspira el comportamiento humano y se refleja en las estructuras sociales. El derecho natural de la tradición occidental tiene aquí su punto de partida. De ahí vienen las acusaciones de “contra natura” al evaluar el comportamiento humano. El hombre forma parte de la naturaleza y no puede prescindir de ella, como si fuera un cheque en blanco.

Pero la naturaleza no da normas sino hechos, y estos son interpretados y evaluados por el hombre para determinar los valores normativos de la vida humana. De ahí, que la ética no pueda deducirse sin más de la naturaleza, “falacia naturalista”, y que esta se revele como mucho más compleja, plural y tolerante de lo que se pensaba en la época griega. Sin embargo, los griegos tienen razón al afirmar que la pertenencia humana al cosmos, a una naturaleza ordenada, impide la libertad absoluta. No todo es posible para el ser humano, ya que en cuanto ser corpóreo y mundano tiene unos límites que no puede franquear, so pena de poner en peligro la supervivencia humana y el mismo equilibrio cósmico, es decir, el orden ya dado de la naturaleza. El hombre se naturaliza, regido por el orden de la naturaleza, y la naturaleza se subjetiviza. Se proyecta sobre ella el espíritu humano, ya que el pensamiento ordena la realidad mundana. Por eso, hay una correspondencia estricta entre el orden del ser y el del pensamiento (Parménides).

Los griegos han puesto las bases del idealismo occidental, del racionalismo antropológico, de la comprensión intelectual del ser divino, tanto en la vertiente platónica como en la aristotélica. El antropomorfismo griego parte de la idea de que toda la naturaleza está en función del hombre, cuestión discutida ya en la época griega, y de que este domina sobre ella en base al logos y a los instrumentos técnicos. Por eso, la concepción griega de la naturaleza es la de un cuerpo, la de un organismo vivo, a diferencia de la física newtoniana que se inspira más bien en la mecánica. La filosofía griega toma distancia respecto de la fusión entre la naturaleza y el hombre, propia de las tradiciones míticas, pero no la supera, sino que se inspira en ella, secularizándola y racionalizándola. Hay una interacción recíproca: comprender el cosmos desde el ser biológico humano y al hombre desde la naturaleza, como un ente, sustrato o cosa.

De ahí, la contraposición entre el organismo vivo, que es el cosmos, y la naturaleza sustantiva, el mundo en pequeño, que es el hombre. Si el hombre es un microcosmos, el cosmos puede entenderse como un organismo vivo desde la analogía con el cuerpo humano. La cosa, el ente, es el prototipo de la realidad, y el hombre es el ser máximo intramundano, que busca la estructura última de la realidad. La mirada humana se centra en la realidad cosificada, como paradigma objetivo y último del ser. El mundo es una realidad eterna, no creada por ningún sujeto divino, el mismo para todos e inmutable globalmente, aunque se dé el cambio en las partes. Por eso, el hombre es también un ser cósico, es decir, un ente descriptible, contemplado y objetivado, sea que se vea como estrictamente vinculado a la naturaleza, como los presocráticos, o que se tienda a separarle y a diferenciarle de ella, como ocurre con el sistema platónico y con el mismo Aristóteles, al acentuar el carácter social del ser humano.

Esto no obsta para que la concepción griega reflexione sobre la interioridad humana. El principio socrático “conócete a ti mismo”, inspirado en una inscripción del templo de Delfos, plantea la pregunta por el hombre.  Protágoras hace del hombre el canon o medida de todas las cosas, planteando ya el carácter unilateral de todo conocimiento, así como se pone en primer plano la creatividad y subjetividad humanas, que son la base para la tradición sofista. Hay que educar para la virtud, hay que formar al individuo, vinculando la ética y la política, la filosofía y la retórica. Surge así un humanismo pedagógico al servicio del Estado y de la sociedad, una técnica pedagógica (5), que remueve los cimientos socioculturales y el imaginario religioso que lo constituye. Surge también, como indica Jaeger, el concepto de naturaleza humana, potenciado por la educación y la medicina. El concepto de fysis se traslada de la naturaleza al individuo, poniendo el acento en la naturaleza humana, que debe ser cultivada (de la agricultura a la cultura animi) (Jaeger 1968; 280-286). Hay una raíz común entre la naturaleza cósmica y la humana, entre la política y la ética, a pesar de los intentos aislados de algunos sofistas, como Antifón, por contraponer las leyes estatales y las exigencias de la naturaleza, que tienen primacía.

Hay aquí una incipiente crítica a la capacidad fabuladora del hombre, al lenguaje como representación del mundo y a la creatividad personal como un principio inevitable que deja su huella en todas las construcciones humanas. Esto posibilita la crítica de la religión popular, buscando los orígenes psicológicos, sociales y naturales de los dioses. El planteamiento sofista hace posible el conflicto de interpretaciones y de las subjetividades, al revalorizar la palabra y la retórica e impugnar las creencias y construcciones mentales. Esta dialéctica retórica se vuelve contra la misma tradición y la religión, con lo que la filosofía, combinada con la pedagogía, genera una tradición crítica y desestabilizadora respecto al orden social objetivo. Pero también genera el escepticismo respecto del mismo entendimiento, que cae en las trampas del lenguaje y desconfía de llegar a conocer la verdad y también de comunicarla (Gorgias). De esta forma se profundiza en la subjetividad humana y se revaloriza el papel social de la memoria y de la escritura, que posibilitan aprender el discurso retórico y recitarlo en el espacio público, así como la abstracción conceptual y la discusión crítica de la filosofía (Vernant 2009: 170-177).

El sujeto procede de forma contemplativa, busca conocer el mundo, más que dominarlo instrumentalmente. El cosmos es universal y objetivo, sin historia. Se hace de la mímesis, de la reproducción del orden objetivo de las cosas, el principio determinante de la acción. Hay que reconciliar el yo subjetivo y reflexivo, subrayado por los sofistas, con el orden objetivo de la naturaleza y de la sociedad. No se adapta el mundo al yo, dominándolo y transformándolo, sino a la inversa (6). El alma inteligente reconoce la ley universal como propia, subordinando a ella las pasiones y afectos espontáneos. La identidad humana viene determinada por el alma racional, que permanece más allá de la muerte y es el principio de la actividad humana.

La tradición platónico aristotélica pone el acento en los principios espirituales y en la actividad cognitiva. Hay reflexión sobre sí mismo, que tiene su arquetipo en el mismo dios que se autoconoce, pero no una subjetividad intramundana constituyente del mundo, el cual es una realidad objetiva que se impone por sí misma. No se profundiza en las perspectivas que ofrece la valoración de lo singular individual humano. Esta perspectiva podría enriquecerse desde la de Demócrito, que ve la realidad compuesta de átomos intercambiables, que se combinan entre sí y singularizan las esencias. Las primeras sustancias son individuales, pero tienen todas el mismo carácter esencial, sin que se reflexione sobre lo específico y singular de cada una de ellas, que las haría heterogéneas y no intercambiables. En realidad, falta aquí una reflexión sobre el individuo, desplazado por el alma como principio espiritual que se hipostasía, tanto en el hombre como en Dios. Esta tradición continúa con el creacionismo y culmina en el idealismo alemán.

No hay que olvidar el trasfondo eleático, parmenídeo, de la cultura. El trasfondo de la identidad humana es la permanencia en el cambio, la cual se consigue bien orientando el alma a la contemplación de lo divino o simplemente poniendo el acento en el control y dominio de las pasiones, como hacen los estoicos, siguiendo la tendencia de Aristóteles a centrarse en lo físico e intramundano. En Aristóteles hay una valoración positiva de lo individual, que tiene prioridad respecto de lo general y universal, pero se mantiene la esencia ideal de las primeras sustancias y de cada individuo. Lo ideal debe vivir en las cosas para constituirlas, en lugar de mantenerlas separadas como Platón. Él buscaba una síntesis intermedia entre el realismo ingenuo presocrático y el subjetivismo de los sofistas, vinculando la objetividad exterior y la subjetividad espiritual en el mundo de las ideas divinas. Platón logra la estabilidad del yo al vincularlo a las ideas divinas, haciendo del recuerdo la referencia orientadora en medio del mundo. El sabio es el que no se deja engañar por lo aparente y busca lo divino más allá de los fenómenos. La objetividad del mundo de las cosas se cuela en el espacio de lo espiritual divino, que es independiente de la subjetividad humana. Por eso hay un orden ontológico que se impone y que limita la espontaneidad del espíritu humano, a pesar de que el error (intelectual y moral) muestra que no hay la correspondencia parmenídea entre ser y pensamiento.

Aristóteles sustituye la teología por la física, a costa de separar el principio divino fundante (Causa final y eficiente) del mundo al que supuestamente debe mover y explicar. Hay una tensión entre el dualismo de lo divino y lo mundano, y la necesidad de vincularlos para que lo primero explique lo segundo. Pero la atención se ha trasladado al ámbito inmanente de lo físico. Además, para Aristóteles “el ser se dice de muchas maneras”, pero lo que cambian son los nombres, no lo designado. Se busca una ontología inmutable, parmenídea, aunque se acepte la pluralidad en el campo del conocimiento.  La hostilidad de los dioses míticos que tienen celos de los hombres se transforma en la filosofía en la lucha dialéctica por alcanzar el verdadero conocimiento a partir de la refutación, siguiendo los principios lógicos de la argumentación. Los viejos oráculos divinos se convierten en enigmas que desafían al intelecto, y luego en problemas que hay que resolver (cfr. Colli 1987: 53-69). De esta forma se progresa en la capacidad reflexiva humana.

Hay que subordinar el mundo emocional a un universo racionalmente estructurado y que tiene una determinación divina. Aristóteles solo logra inmanentizar e incardinar el mundo de las ideas divinas en las realidades terrenas, sin que rompa con el carácter ideal constituyente del mundo empírico. El principio aristotélico de individuación está en la forma, que se imprime sobre un contenido material que es igual en todos y lo singulariza. En la concepción griega no hay apertura a un pensamiento de la diferencia, que asuma lo irrepetible de cada individuo, sino que este es lo último y lo simple, no divisible ni partible, sin que haya espacio para hablar de una dignidad propia y específica de cada persona. El alma es la esencia o forma de un cuerpo natural, con lo que Aristóteles vincula estrechamente la psicología a la biología y a la física. Las mismas emociones dependen más del estado orgánico del cuerpo, que de sus causas externas (cfr. Moreau 1972: 153-159).

Del mismo modo que la filosofía griega se plantea el problema del ser de los entes, haciendo de la causa divina (ente máximo) el principio explicativo de la realidad empírica, así también surge la pregunta por el hombre (por su esencia) en el horizonte de los entes. Desde las cosas se plantea la pregunta por la esencia y las causas, y se mantiene el paradigma de las cosas dentro del cual se integra el hombre. La técnica humana no es para Aristóteles un instrumento de transformación de la naturaleza, sino que esta es la que se ofrece como modelo a imitar por el hombre (7). No se parte de la pluralidad de individuos, para ver las ideas universales como una abstracción de la mente humana, sino que se impone lo general, el concepto, la idea y el individuo participa de ella. Por eso, el pueblo se impone al individuo, lo social a lo singular, la abstracción idealizante a lo empírico mudable, y el dios de la teología natural (el principio divino que ha determinado el mundo) a la pluralidad de sujetos divinos de la religión popular.

Los diálogos socráticos ponen el acento en la búsqueda de la verdad y del conocimiento objetivos, en la capacidad que tiene el esclavo de recordar lo que está inserto en el alma por la contemplación anterior, no en el contraste de pareceres subjetivos, en la interacción entre individualidades heterogéneas e irreductibles. Se parte de lo sustancial o esencial, que se concretiza individualmente, y no, a la inversa, de la individualidad subjetiva, heterogénea y contrapuesta a las otras subjetividades. La misma sociabilidad del hombre es natural, de sujetos objetivos que forman parte del todo social, sin que haya una autentica relación interpersonal. Esta perspectiva objetivante es la que lleva más bien a hablar de los hombres que del hombre, pero también de la especie humana más que del individuo. El individuo sustancial conecta con los otros desde lo universal impersonal, que no deja lugar a alteridades ni diferencias últimas, ya que la relación es una categoría del ser. El trasfondo es siempre la inmutabilidad parmenídea del ser, que se puede decir de muchas maneras (Aristóteles), pero que es siempre esencialmente el mismo, aunque tenga diversos nombres. La concepción griega es racionalista e idealista, esencialista y necesaria, por eso no profundiza en la subjetividad individual. El concepto de un “yo” apenas si aparece, siendo sustituido por la idea de alma o la de conciencia (cfr. Janke 1987, Kaulbach 1976, Borsche 1976, Böckenhoff 1970, Bueno 1984).

Ambas concepciones, la socrática y la sofista, parten de un denominador común el dualismo del hombre como cuerpo y alma, con clara primacía de la segunda que constituye el núcleo de la identidad humana: el hombre es un alma en un cuerpo (Platón) y el alma un auriga que debe controlar las pasiones corporales, servir de guía para la conducta y abrirse a la contemplación del mundo de las ideas divinas (Platón, República IX 589, Timeo 42 b). De esta forma se establece el carácter inmortal del alma, que tiene una base religiosa órfica y pitagórica. También, el carácter caduco del cuerpo, que es el que determina al ser humano como terreno y que paradójicamente sería el que permitiría objetivarlo. Incluso las concepciones que acentúan la unidad del hombre, como hace Aristóteles al proponer el alma como la entelequia que dirige el cuerpo, contra el dualismo platónico, acentúan el carácter divino y preexistente del alma que es lo que marca la actividad humana y lo diferencia del resto de los animales (8). Es verdad que Aristóteles vincula al hombre al mundo animal y revaloriza los sentidos, pero, sin embargo, mantiene el dualismo último de alma y cuerpo y la subordinación del segundo al primero. El carácter aparente de las realidades mundanas, sometidas al cambio, perecederas y contingentes, posibilita una actitud de distancia del hombre respecto del mundo, favoreciendo así la crítica a las ideologías. A cambio de ello hay una absolutización de la subjetividad racional, de los pensamientos de la mente humana, que representan la capacidad divina del hombre, ya que superan el ámbito de lo biológico y son ajenas al mundo animal, compartido por el hombre corpóreo y sensual.

El racionalismo griego no solo se basa en la concepción dualista del hombre y en la idea de un alma inmortal, sino en la valoración del saber cómo lo que hace semejante a los dioses. De esta forma, la cultura griega pone las bases de una cultura que hace de la inteligencia el capital humano por excelencia. El precio de esta concepción intelectual del hombre (ya que lo racional es la forma superior del alma) es la depreciación de lo corporal, pasional y afectivo. Tenemos un cuerpo, pero somos alma, nos dicen los griegos, ya que el cuerpo es más un yugo que hemos de soportar y del que debemos liberarnos que un elemento constitutivo de la identidad. De esta forma la semejanza del alma con la divinidad, de cuya inmortalidad participa, hace del hombre un ser conflictivo. Su verdadera patria está en lo divino, a lo que aspira y tiende, mientras que su cuerpo lo enraíza en lo terreno. Hay una tendencia constante a trascender el mundo empírico, a la desmundanización, en favor de la verdadera realidad que es la de las ideas divinas, que no son un producto subjetivo de la mente humana sino su meta real y constituyente.

La identidad humana está marcada por el dualismo ontológico (alma/cuerpo) y epistemológico (mito de la caverna), desde la superioridad de la razón y la comprensión del ser como realidad permanente, inmutable y objetiva. Hay una paradoja en esta concepción, ya que, por una parte, se ve al hombre como un mundo en pequeño, como una realidad objetiva, una naturaleza, mientras que, por otra parte, se diferencia del cosmos por la razón, subjetividad que le hace semejante a los dioses. De ahí, la tendencia dominante en toda la tradición platónica y que culmina en Plotino, que ve al hombre como mediador y frontera entre la animalidad y la divinidad, participando de ambas, pero salvándose en última instancia de la mundanidad, que no es redimible en sí misma por su carácter material (cfr. Türcke 1994, 26-48). La racionalidad no es una dimensión más para describir al hombre, sino que tiene un sentido normativo, ético y político.

El antropocentrismo, desde los presocráticos hasta los estoicos, es la consecuencia de la heterogeneidad humana respecto del mundo animal, a pesar de que participamos de su corporeidad natural, que es lo que acentúan los epicúreos. Toda la naturaleza está ordenada en función del hombre, lo cual culmina con la concepción estoica de Dios como alma providencial del mundo, que es el cuerpo perfecto de la divinidad, y su ética naturalista e intelectual, al mismo tiempo, la cual afianza el inmovilismo de un orden que lo integra todo, contra la protesta de la libertad individual. Hay que asumir voluntariamente lo que se impone como un hecho exigido por el orden cósmico, es decir, hacer de la necesidad virtud, preparando el terreno a Nietzsche.  La necesidad cósmica y la justicia, en el orden moral y social son convergentes. Hay un destino (la moira) que se impone a los dioses y a los hombres, siendo la religión la gran representante del orden moral del mundo (9). Por eso, es posible la crítica de los mitos y de la religión popular, con sus antropomorfismos subjetivizantes, y potenciar la religión filosófica, que hace de lo divino la clave de bóveda del sistema metafísico.

La educación capacita para la contemplación y esta última para la virtud, siendo el filósofo el prototipo del ser humano que aspira a la contemplación pura. Es decir, la teoría tiene la primacía y de ella deriva la praxis humana. Solo el ciudadano es hombre en pleno sentido de la palabra y la praxis vincula al individuo con la sociedad y se canaliza en la ética y la política, cuyo ámbito es la ciudad. Esta orientación dirige la reflexión hacia el control de las pasiones y la emancipación de lo corporal. La interioridad humana cobra un doble valor espiritual y objetivo, ya que se parte de un orden dado. Esto es lo que impide profundizar en la subjetividad humana y asumir la creatividad subjetiva, se convierte en un impedimento para criticar el orden sociopolítico, que se interioriza en cada individuo. No hay conflicto posible entre la universalidad humana y la subjetividad individual, ya que hay un orden natural y social que se impone por igual al individuo y a la sociedad. El conflicto no está en una subjetividad que, al especular, pierde el contacto con la realidad y puede perderse en un mundo de ilusiones sin base real alguna, sino en el choque entre los dictados y exigencias de la realidad, que en última instancia remite a los dioses, y las pasiones y sentimientos humanos. La tragedia muestra el conflicto entre lo que mandan los sentimientos y lo que exigen las normas ético políticas, que en última instancia remiten a los dioses, como ocurre en el caso de Antígona. La idea de la hostilidad y envidia de los dioses ante los éxitos humanos, que se encuentra ya en la mitología arcaica, deja paso al fatalismo ante la necesidad cósmica, que supera la arbitrariedad de los dioses y se impone inexorablemente en la vida humana.

La pervivencia de la astrología, los horóscopos, las cartas astrales y demás prácticas supersticiosas en nuestra cultura muestra la validez y arraigo de este planteamiento griego en Occidente. En última instancia, la naturaleza refleja el misterio fascinante y tremendo de la divinidad, cuyos dictados se imponen inexorablemente en la historia humana. De ahí, la creencia en unos dioses indiferentes a los deseos y exigencias humanas, incluso en autores que critican la religión política y la religiosidad popular, como Epicuro y Jenófanes. Se limita la emancipación individual posibilitada por la democracia, aunque esta solo se limite a los ciudadanos y no se extienda a los esclavos- A su vez, la moral religiosa tiene un aspecto jurídico y legalista impregnado de elementos mágicos. No se pasa de una moral basada en las infracciones contra los mandatos divinos, naturales o sociales, a otra en de la intencionalidad de la conciencia y la responsabilidad personal, como ocurre en la tradición hebrea. El deber no es el resultado de la propia opción personal, sino que viene dado por la convergencia entre moral y política, entre virtud y felicidad, que presuponen una organización social (cfr. Dodd 1986: 39-70, Ricoeur 1965: 366-418, MacIntyre 1982: 89-111). Solo en la época posterior helenista se hace posible pasar de la libertad política al descubrimiento de la libertad interior, más allá del determinismo y la necesidad.

El individuo tiene que sacrificarse a un orden moral y político sancionado por la naturaleza y por la divinidad. Su libertad busca emanciparse de las dependencias (corporales y políticosociales) para dejarse llevar por el raciocinio. El eslogan de “conócete a ti mismo” desemboca en una psicología de las pasiones y en un pensamiento puro, representado idealmente en las matemáticas. No hay una libertad interior que entra en colisión con el orden social extrínseco, la libertad es praxis activa desde un orden dado superior al que hay que someterse. De ahí, el carácter desestabilizador de las tradiciones sofistas, que critican las convenciones sociales.  Se impugna la religión tradicional en su doble versión política y popular, pero se mantiene el teísmo, la ordenación del cosmos y la dinámica trascendente del alma humana. Se absolutiza el logos y la subjetividad cobra un valor objetivo, a pesar de las protestas contrarias de los sofistas. Pero no hay una interioridad que se contraponga a su exterioridad corporal. Lo objetivo es el mundo de las ideas, lo corporal es el mundo del cambio y de las apariencias. Se subjetiviza la realidad última y verdadera, que es lo sustancial, y se da un valor ontológico a las ideas y el conocimiento.

Este realismo idealizante lleva a la verdad como correspondencia estricta entre el pensamiento y la realidad. La verticalidad y el esfuerzo por ascender al ámbito divino marca la educación, la ética, la política y la filosofía. No es la interioridad subjetiva la que tiene la primacía sino el ámbito de lo divino, que tiene el rango ontológico superior. Los griegos defienden una ontología de dos pisos, supra e inframundano, agudizada por Aristóteles que separa el mundo del ámbito divino. Las ideas se contemplan, tienen objetividad en sí mismas y no son un mero producto mental. El bien, la verdad, la belleza tienen una realidad independiente del hombre. La identidad humana se establece de forma objetiva, descriptible externamente.  Se ponen las bases de la sociedad gobernada por la costumbre, el patriotismo, los mitos y la religión (cfr. Dodd 1986: 195-220, Popper 1975: 183-211). Pero la sociedad está siempre amenazada de desestabilización, porque se mantiene el principio de la razón como instancia de la verdad y el conocimiento, y la crítica de la tradición.

El gran legado griego a la identidad humana es el primado del intelecto, auténtico capital humano, la primacía de la observación contemplativa (que favorece la expansión de las ciencias) y la integración del hombre en el cosmos. Se interacciona la subjetividad con la objetividad de la naturaleza, poniendo las bases de la democracia, limitada a los ciudadanos. La importancia de la reflexión y de la crítica es el legado de los sofistas y de la tradición socrática. No hay un yo, sino una conciencia que habita en un cuerpo y en un mundo devaluado. Prima la definición objetiva del hombre, la descripción de lo que es, pero hay espacio para reflexionar sobre la subjetividad interior, el peso de las pasiones y la influencia de la presión social. El orden objetivo, natural y social, se impone a lo individual.



Notas

1. Consúltense los argumentos de Grave y Hügli 1980: 1059-1069; Schulz 1979: 206-212; 257-261.

2. Demócrito: “La naturaleza y la educación son algo parecido, pues la educación sin duda configura al hombre, pero por medio de ella crea la naturaleza. El hombre es un mundo en pequeño” (VS 55 B 33-34). Aristóteles: “Hay tres cosas que hacen al hombre bueno y virtuoso, estas son la naturaleza, la costumbre y el principio racional (...) Solo el hombre tiene el añadido del principio racional” (Polit. 1332 a 38 ss).

3. Se trata de Diógenes de Apolonia, cfr. Jenofonte, Memorabilia (I, 4,14). También, Aristóteles, De partibus animalium (687 a 5ss).

4. Anaximandro: “Solo el hombre requiere una crianza prolongada, razón por la cuál en los primeros tiempos no habría podido sobrevivir con tal condición” (VS 12 A 10.30). Anaxágoras: “En fuerza y rapidez nos parecemos a los animales, pero solo nosotros sabemos usar de la experiencia, la memoria, la destreza y la habilidad” (VS 59 B 21.21b). 59B 4: “y así también se han formado los hombres y todos los animales vivientes que tienen alma. Y que estos hombres también tienen ciudades habitables y campos cultivados como los nuestros”. Aristóteles: “Anaxágoras, pues, afirma que el hombre es el más inteligente de los animales porque tiene manos, pero lo lógico es admitir que tiene manos porque es el más inteligente” (Acerca de las partes de los animales 687 a 7).

5. Jaeger rechaza llamarla ciencia o arte de la educación (cfr. Jaeger 1968: 273-276).

6. L. M. Ferry destaca el primado ontológico del ser respecto del sujeto (Ferry 1990: 239).

7. El trasfondo cosificante de la concepción griega, en contraste con el personalismo relacional cristiano, ha sido desarrollado por H. Mühlen (1968).

8. Aristóteles, De generatione animalium 736 b 28: “Solo queda, por tanto, que el intelecto se incorpore desde fuera y que solo él sea divino, pues en su actividad no participara para nada la actividad corporal”; 744 b 21; De anima 429 a 26; 430 a 17-19. Sobre los orígenes de la doctrina de la divinidad del alma, cfr. W. Jaeger 1953: 88-106; Q. Huonder 1954: 81-98; 128-144.

9. Este planteamiento subyace a las teorías de Durkheim sobre la religión como representación y proyección del orden moral de la colectividad (cfr. Cornford 1984: 57-92).



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Publicado 01 enero 2017