Número 4, 2016 (2), artículo 3


La invención de la pobreza evangélica


Jesús J. Nebreda

Profesor Titular jubilado, de la Universidad de Granada




RESUMEN
El sentido obvio del “bienaventurados los pobres” de Jesús se transformó con el tiempo. El artículo sugiere que el franciscanismo dio la vuelta a la frase. Desde entonces, la pobreza deja de entenderse como un mal que hay que erradicar para ser percibida como camino de perfección.


TEMAS
Benito de Nursia · Domingo de Guzmán · evangelio · Francisco de Asís · órdenes mendicantes · pobreza



1. ¿Por qué dice Jesucristo en el evangelio “bienaventurados los pobres”?

El escribir este artículo es fruto de larga maduración y resultado de hondas preocupaciones y perplejidades a lo largo de gran parte de mi vida. He llegado a tener algunas opiniones sobre el asunto, opiniones que creo bien fundadas o cuando menos bien encaminadas. Pretendo exponerlas aquí sin mayores pretensiones de autoridad ni de especial ciencia sino como quien dialoga con sus amigos acerca de un tema serio e importante tanto en la propia vida de uno como en la historia de la iglesia y del monacato. Dicho esto, quiero añadir que la chispa inmediata por así decirlo para plantearme efectivamente el acometer este escrito me fue encendida por un comentario irónico que con cierta frecuencia hacía Fernando Olmedo Collantes, que santa gloria haya hoy. Era el siguiente: A propósito de cualquier cosa que le chocara, Fernando solía comenzar diciendo: “Hay dos cosas que no entiendo. Una es por qué dice Jesucristo en el evangelio: ‘Bienaventurados los pobres’. La otra es…” y aquí metía el tema que en ese momento le preocupaba o le llamaba la atención. Yo pensaba que Fernando tenía razón en esa pregunta, del género “pregunta retórica” a la que no se espera respuesta. Porque el desarrollo y avatares de la Iglesia de Dios a lo largo de su historia, junto a las manipulaciones iniciales e interpretaciones posteriores de los textos y pasajes evangélicos sobre el tema, han convertido el dictum evangélico en algo difícilmente comprensible para cualquier mente normal y sana. Y han hecho aún más imposible si cabe la que considero su adecuada inteligencia en su contexto histórico y teológico.

Así pues, vayamos por partes. Primero están los textos evangélicos fundamentales. Más tarde las prácticas cristianas primitivas, algunos ejemplos de las cuales pueden rastrearse en los Hechos de los apóstoles. Después, varios siglos después, tenemos la aparición del monacato y su afianzamiento con San Benito. Siglos adelante, el nacimiento de las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, en las que la pobreza evangélica, y la discusión acerca de su sentido, toman un nuevo giro, un nuevo contexto y una gran pujanza. Puede decirse que los diversos tipos de órdenes religiosas que vinieron después, con especial relevancia de las órdenes renacentistas de los carmelitas y de los jesuitas, siguieron, o así lo pretendieron hacer, en el tema de la pobreza el patrón establecido en el siglo XIII por las órdenes mendicantes, en especial por los franciscanos. En lo que sigue, sin ánimo de pretender la imposibilidad de ser exhaustivo, examinaré algunos ejemplos de la deriva histórica del concepto y las prácticas de la pobreza evangélica. Con tales reflexiones pretendo, lo digo desde ahora, mostrar que la expresión tan extendida de la “santa pobreza”, que lleva consigo aparejada la convicción de que la pobreza santifica, es perfectamente falsa y que procede de una perversión interpretativa de los textos evangélicos, una vez que se perdió en los recovecos del pasado el contexto sociocultural en el que los evangelios fueron escritos como eco y recuerdo de la práctica del maestro de Nazaret y de sus primeros discípulos. La pobreza no santifica, sino que, por el contrario, salvadas las excepciones que confirman la regla, envilece y es caldo de cultivo de un universo infrahumano. Naturalmente, esto no quiere decir que la riqueza santifique. Los primeros cristianos creo que estarían más de acuerdo con Aristóteles o con los morigerados epicúreos de su época que con el por otra parte tan entrañable y admirable Francisco de Asís. Veámoslo.

 

2. Los textos evangélicos

No son muchos los textos evangélicos en los que estrictamente hablando se refiere Jesús a “los pobres”. No son muchos, pero sí decisivos. Básicamente, Jesús evangeliza a los pobres (Mt 11,5; Lc 4,18; cf. Is 61,1) y los proclama “bienaventurados” (Mt 5,3; Lc 6,20-21). La evangelización de los pobres (Mt 11,5; Lc 7 22) es en los relatos evangélicos el “signo” del cumplimiento de las promesas mesiánicas. Juan Revilla escribe: “[Jesús] sintetiza el dato existencial de la pobreza integral: ‘Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza’ (Mt 8,20). Jesús se pone de parte de los pobres (93 veces en el evangelio), los exalta en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 6,19-31) y en el ‘óbolo de la viuda’ (Mc 12,41-44); quiere hacer que participen de la vida social (Lc 14,21), compartiendo los bienes con los demás (Mt 19,21). Advierte y exhorta a no preocuparse por las riquezas (Mt 6,19-21.25-33), resalta los peligros de las riquezas (Lc 12,16-21; Mc 10,17-25) e invita al joven rico a renunciar a todo lo que tiene”. Algunas de esas afirmaciones requieren puntualización: Sin ánimo de pormenorizar demasiado, por ejemplo, el dictum de Mt 8,20 citado, hay que leerlo en el contexto de la persecución, política, y también quizá policial, de la que Jesús y su grupo están siendo objeto en ese momento. Se trata no de la pobreza sino más bien del desamparo, de la falta de refugio.  Que Jesús se pone de parte de los pobres es algo claro y permanentemente afirmado en los textos. Que la intención de la parábola del pobre Lázaro sea exaltar a los pobres es algo que debe ser cuando menos matizado. De lo que en ese texto se habla es más bien de la venganza de los pobres contra los ricos. Venganza que dura hasta más allá de la muerte y que no permite ni una gota de agua ni el aviso a los parientes. El odio es absoluto. Y la falta de piedad palmaria. Y quien contempla la quema del rico en los infiernos es un Lázaro ya no pobre sino enriquecido en el seno de Abraham. Esto nos va acercando al tema que nos ocupa. ¿Por qué dice Jesucristo en el Evangelio “Bienaventurados los pobres”? “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”, se lee en el evangelio de Mateo (Mt 5,3). Esa añadidura “de espíritu” es un tanto escamante y no casa bien con la rotundidad de otras expresiones acerca de los pobres, como las de la parábola misma de Lázaro. El evangelio de Lucas es más conciso y más tajante “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (Lc 6, 20). Y el contexto es asimismo más duro, pues prosigue: “Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas”. (Lc 6, 20-23). Y se completa el cuadro con la maldición de los ricos: “Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto. ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas” (Lc 6, 24-26). Para que no haya dudas.

Ya podemos decir desde el principio por qué dice Jesucristo que los pobres son bienaventurados. ¿Por qué? Es evidente. ¡Porque van a dejar de serlo! Dos mil años de transformaciones y trampantojos han hecho irreconocible una verdad simple y palmaria. Juan Revilla sigue diciendo, acertadamente: “Hay dos momentos clave en la predicación de Jesús, que tienen todo el valor de una declaración programática. En la sinagoga de Nazaret, al principio de su vida pública, Jesús hace suyas unas palabras de Isaías: ‘El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’ (Lc 4,18-19). Y poco después, a los discípulos de Juan el Bautista, enviados para cerciorarse sobre su identidad, Jesús les dice: ‘Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva;’ (Mt 11,4-5)”. De manera que una de las señales inequívocas de la llegada del Reino de Dios es ese anuncio de la Buena Noticia a los pobres. Hay que repetirlo ¿Cuál es esa buena noticia? Que al fin van a dejar de ser pobres. Y que los ricos se van a hundir en la miseria y en el fuego eterno. Y ellos, los hasta ahora pobres, lo van a ver. Como el pobre Lázaro. Y se van a gozar en ello. Conviene recordar aquí ese tremendo texto de Tomás de Aquino que exhumó en su día Nietzsche: Se trata de un texto increíble que se encuentra, en sus palabras claves, en la Suma Teológica, suplemento, cuestión 94, artículo 1. Dice así: "Et ideo, ut beatitudo sanctorum eis magis complaceat, et de ea uberiores gratias Dei agant, datur eis ut poenarn impiorum perfecte intueantur" (Por tanto, para que la bienaventuranza de los santos les satisfaga más, y por ella den gracias más rendidas a Dios, se les concede que vean perfectamente la pena de los impíos). El mismo texto se encuentra también en el Comentario al libro IV de las Sentencias, distinción L, cuestión II, artículo IV, cuestiúncula III, solución I. (Ver: Nietzsche, Friedrich: La genealogía de la moral. Madrid, Alianza, 1972. Traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, p. 56 y nota 36 en p.191-192. Por cierto, que el texto que sigue, de un Santo Padre, tampoco tiene desperdicio (ídem, id., p. 56-58). Ahora bien, cabe decir un par de cosas más sobre el asunto: Una es que no se trataba de la revolución sino más bien de la revancha. El “día de Yahvé” de los profetas del Antiguo Testamento era un día temible. “¡Ay de los que ansían el Día de Yahveh! ¿Qué creéis que es ese Día de Yahveh? ¡Es tinieblas, que no luz!  Como cuando uno huye del león y se topa con un oso, o, al entrar en casa, apoya una mano en la pared y le muerde una culebra... ¿No es tinieblas el Día de Yahveh, y no luz, lóbrego y sin claridad?”  (Amós 5,18-20). ¿Para quiénes? Para todos pues todos habían pecado de una u otra forma. Tal vez algunos “pobres de Yahvé” podrían salvarse de la quema. La llegada del Reino de Dios en el Nuevo Testamento es también un día terrible. En este caso ¿para quiénes? Para los ricos. Hegel nos enseñaría mucho más tarde que, en la dialéctica del amo y el esclavo, un simple cambio de posiciones, una “vuelta de la tortilla”, no supone ningún avance real, sino la prolongación de la explotación y del no reconocimiento. Es necesario superar la situación, transformar radicalmente la estructura, hallar una posición de igualdad que haga posible el mutuo reconocimiento como personas y con ello haga posible la aparición de la humanidad y la percepción real de ella. Marx, en la estela de Hegel, desde una perspectiva material y materialista, diría lo mismo. Una revuelta, una algarada, un vuelco de las posiciones, no es una revolución. Es la estructura misma de las relaciones la que debe ser transformada. Cuando ello ocurra, habrá acabado la prehistoria humana. Y entraremos en la historia de la humanidad. Dios lo quiera. Pero parece que Dios no sólo no lo quiere, sino que ni siquiera lo sabe. Al menos Jesús de Nazaret no estaba en ello. Y en eso coincidía también con los anuncios de los profetas de Israel. Otra cosa que cabe apostillar es que el Reino de Dios, también llamado un tanto despistantemente “reino de los cielos”, no era concebido por Jesús y sus seguidores como un acontecimiento post mortem, que ocurriría en el ámbito de la eternidad celeste, sino como un cambio histórico, real e inminente. Y que no era simplemente un vuelco interior de los espíritus sino una revuelta social y política, un nuevo Reino cuyo anuncio era precisamente el contenido de esa Buena Noticia que se proclamaba a los pobres. Esto explica el carácter de urgencia, de prisa que llena los relatos evangélicos. No hay tiempo que perder, ni tampoco hay que preocuparse del vestido ni de la comida: Lc 12,22-32 que finaliza así: “32 "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino”; ni siquiera de buscar un bastón (Mt 10, 10; aunque Mc 6,8 permite “un bastón”). El Reino llega, está cerca, hay que actuar deprisa y no detenerse en minucias. Muchos versículos que se han interpretado como elogios de la pobreza son simplemente y nada menos que impulsos de la prisa, de la inminencia del Reino que llega (Lc 10, 9 y 11), que ya está aquí (“Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del hombre” (Mt 10, 23)), y que sufre violencia.

Hay que prepararse para el Reino que remediará todas nuestras miserias y dolores en esta tierra. Así lo entendían los discípulos, que discutían acerca de sus posiciones en el nuevo reino (Mc 9, 33 y Mt 20, 24.28), así lo entendía la madre de los hijos del Zebedeo cuando pedía a Jesús que hiciera ministros a sus dos hijos, “uno a tu derecha y el otro a tu izquierda” (Mt 20, 21 y Mc 10, 35-37), así lo entendía Poncio Pilatos cuando condenaba a morir en una cruz al Nazareno como reo de rebelión contra el César, como “latro”. Así lo entendía el mismo Jesús que en la cruz exclamaba: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46: Mc 15, 34) y finalmente confesaba: “Todo se ha terminado” (Jn 19, 30). Y así lo entendían los de Emaús cuando decían: “Nosotros esperábamos… pero lo han matado y nos volvemos a nuestro pueblo” (Lc 24, 18-24). Y así lo entendían los discípulos que incluso después de la muerte y resurrección le preguntaban: “Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” (Hch 1,6).

Tras la muerte de Jesús, una verdadera catástrofe para el movimiento, se escribieron las notas escatológicas y los avisos de la incomprensión del mensaje. Comenzaba otra historia.

 

3. Los primeros cristianos

En el relato de los Hechos de los apóstoles no hay muchas referencias a la pobreza. Los textos hablan más bien de la posesión en común, de la comunidad de bienes y del compartir las pertenencias los unos con los otros. En ello se reflejan las costumbres, o más bien los ideales, de las comunidades primitivas. Estos ideales parece ser que eran defraudados con harta frecuencia. De ahí las advertencias que se leen en los libros neotestamentarios. Así en Hechos el relato del castigo de Ananías y Safira es el contrapunto realista a la alabanza de la vida en común. La pintura idealizada de la comunidad: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar” (Hch 2,42-47), se ve ensombrecida por la práctica también común ejemplificada en los dos personajes egoístas: “Un hombre llamado Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una propiedad, y se quedó con una parte del precio, sabiéndolo también su mujer; la otra parte la trajo y la puso a los pies de los apóstoles. Pedro le dijo: ‘Ananías, ¿cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? Nos has mentido a los hombres, sino a Dios’. Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Y un gran temor se apoderó de cuantos lo oyeron. Se levantaron los jóvenes, le amortajaron y le llevaron a enterrar. Unas tres horas más tarde entró su mujer que ignoraba lo que había pasado. Pedro le preguntó: ‘Dime, ¿habéis vendido en tanto el campo?’ Ella respondió: ‘Sí, en eso’. Y Pedro le replicó: ‘¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, aquí a la puerta están los pies de los que han enterrado a tu marido; ellos te llevarán a ti’. Al instante ella cayó a sus pies y expiró. Entrando los jóvenes, la hallaron muerta, y la llevaron a enterrar junto a su marido. Un gran temor se apoderó de toda la Iglesia y de todos cuantos oyeron esto” (Hch 5 1-11). Si tan necesario era meter el miedo en el corazón de los creyentes eso significa que no compartían las cosas de buen grado. Algo similar aparece en una de las cartas de san Pablo a propósito de las celebraciones eucarísticas de los corintios: “Y al dar estas disposiciones, no os alabo, porque vuestras reuniones son más para mal que para bien. Pues, ante todo, oigo que, al reuniros en la asamblea, hay entre vosotros divisiones, y lo creo en parte. Desde luego, tiene que haber entre vosotros también disensiones, para que se ponga de manifiesto quiénes son de probada virtud entre vosotros. Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo! Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, 24 y después de dar gracias, lo partió y dijo: ‘Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. Asimismo, también la copa después de cenar diciendo: ‘Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío’. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos. Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo. Así pues, hermanos míos, cuando os reunáis para la Cena, esperaos los unos a los otros. Si alguno tiene hambre, que coma en su casa, a fin de que no os reunáis para castigo vuestro. Lo demás lo dispondré cuando vaya” (1 Cor 11 17-34). Una vez más, lo que el relato de la carta muestra es la desunión, las diferencias sociales y las prácticas nada fraternales. De nuevo se apela al castigo para tratar de enderezar las conductas.

En la Didajé, es decir, Διδαχή του Κυρίου δια των δοδεκα αποστόλων τοις εθνεσιν, o sea: “La instrucción del Señor a los gentiles por medio de los doce Apóstoles", las referencias a la pobreza no pasan de ser recomendaciones litúrgicas o de donaciones a la iglesia y a sus ministros, aunque también se dice: “Mas, si no tuviereis profeta, ¡dad a los pobres!”. El contexto es el capítulo XIII. Dice así: “XIII: 1. Todo profeta verdadero que deseare radicarse entre vosotros, es digno de su comida. 2. Asimismo, un doctor verdadero es, como obrero, digno de su comida. Todas las primicias del lagar y de los campos, del ganado y de las ovejas, las tomarás y darás a los profetas; porque ellos son vuestros príncipes sacerdotes. 3. Mas, si no tuviereis profeta, ¡dad a los pobres!  4. Cuando haces pan, tomarás la primicia y la darás conforme al mandato. 5. Asimismo, cuando abres la tinaja de vino o del aceite, tomarás la primicia y la darás a los profetas. 6. Del dinero y de las vestimentas y de todo cuanto poseas, tomarás la primicia, según te parezca, y la darás conforme al mandato” (Didajé 13 1-6).

En el llamado Pastor de Hermas, un escrito complejo y extraño, compuesto en el género apocalíptico y visionario, probablemente hacia la primera mitad del siglo II que consta de una serie de visiones, comparaciones o alegorías, algunas de ellas de sentido bastante confuso, que se refieren a diversos aspectos de la vida cristiana, se encuentra este curioso programa de cooperación y de justicia social: “Así como la piedra redonda no puede convertirse en sillar si no es cortándola y quitando algo de ella, así también los ricos en este siglo no pueden hacerse útiles para el Señor si no se les recorta su riqueza. Por ti mismo puedes saberlo en primer lugar: cuando eras rico eras inútil, pero ahora eres útil y provechoso para la vida...” (Visiones 3, 6). “El rico tiene realmente mucho dinero, pero con respecto al Señor es pobre, arrastrado como anda tras su riqueza. Muy pocas veces hace su acción de gracias y su oración ante el Señor, y aun cuando lo hace es con brevedad, sin intensidad y sin fuerza para penetrar hasta lo alto. Pero cuando el rico se entrelaza con el pobre y le proporciona lo necesario creyendo que podrá encontrar en Dios la recompensa de lo que hubiere hecho por el pobre — ya que el pobre es rico en la oración y en la acción de gracias, y sus peticiones tienen gran fuerza delante de Dios — entonces el rico atiende al pobre en todas las cosas sin reservas. Por su parte, el pobre, atendido por el rico, ruega por él y da gracias a Dios por aquel de quien recibe beneficios. Y entonces el rico todavía toma mayor interés por el pobre, para no hallarse falto de nada en su vida, pues sabe que la oración del pobre es rica y aceptable delante de Dios. De esta suerte, uno y otro llevan a cabo su obra en común: el pobre colabora con su oración, en la que es rico, habiéndola recibido del Señor y devolviéndola al mismo Señor que se la había dado. A su vez, el rico pone a disposición del pobre sin reservas la riqueza que recibió del Señor. Es ésta una gran obra agradable a Dios, con la que muestra que entiende el sentido de sus riquezas poniendo a disposición del pobre los dones del Señor y cumpliendo rectamente el servicio que el Señor le encomendara... De esta forma, los pobres, rogando al Señor por los ricos dan pleno sentido a la riqueza de éstos, y a su vez, los ricos, socorriendo a los pobres alcanzan la plenitud de lo que falta a sus almas. Con ello se hacen unos y otros colaboradores en la obra de justicia. Por tanto, el que así obrare no será abandonado de Dios, sino que quedará escrito en el libro de los vivos. Bienaventurados los que tienen y entienden que sus riquezas las tienen del Señor: porque el que entiende esto podrá cumplir el servicio debido...” (Comparaciones 2, 3).

En los primeros Padres de la Iglesia, por ejemplo, en san Justino, san Cipriano, Clemente de Alejandría o en Orígenes, se encuentran claros testimonios sobre la pobreza. Testimonios que suelen ser más bien de desprendimiento de la riqueza y de compartir los bienes con los pobres. Es decir, en la línea de los evangelios, de los Hechos, y del mismo Pastor de Hermas se trata de compartir lo que se tiene con los pobres. Una vez más se trata de remediar la mala situación vital de los pobres, pero no de alabar la pobreza en sí como un bien. Lo que en todo caso se alaba es el desprendimiento, la caridad y el compartir las riquezas con los pobres. La cuestión de la pobreza como medio de santificación es algo ajeno al pensamiento de los Padres de la Iglesia.

Ahora bien, es muy conocido el episodio del joven rico en el evangelio: “En esto se le acercó uno y le dijo: ‘Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?’ Él le dijo: ‘¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. ‘¿Cuáles?’, le dice él. Y Jesús dijo: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Dícele el joven: ‘Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?’ Jesús le dijo: ‘Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme’. Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ‘Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos’. Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: ‘Entonces, ¿quién se podrá salvar?’" (Mt 19,16-25). Si, como venimos diciendo, la pobreza por sí misma no santifica, sin embargo, es conditio sine qua non para entrar en el Reino. ¿Es esto así? Pienso que no exactamente. Lo que este episodio y otros semejantes en los textos evangélicos explicitan es que las riquezas son un obstáculo para acceder al Reino. Un serio obstáculo. Si algo queda claro en los evangelios es esto: El Reino es para los pobres. No para los ricos. Porque riqueza, en la línea de los profetas veterotestamentarios, significa explotación y opresión. Como muestra, un botón: “¡Ay, los que juntáis casa con casa, y campo a campo anexionáis, hasta ocupar todo el sitio y quedaros solos en medio del país! Así ha jurado a mis oídos Yahveh Sebaot: ‘¡Han de quedar desiertas muchas casas, grandes y hermosas, pero sin moradores!’” (Is 5 8-9).

Cuando los cristianos llegaron al poder, a lo largo del siglo IV, y terminaron las persecuciones y se institucionalizó el cristianismo como religión imperial, se abrió una nueva época. Y los textos evangélicos se leyeron de otra manera y desde otra perspectiva vital.  Empezaron a surgir nuevos modos de vivir el cristianismo, nuevas formas de cumplir las exigencias del evangelio, que para muchos se habían ido relajando con el tiempo, con la dilatación de la llegada del reino y con la extensión masiva de la fe. Como tantas veces se ha dicho, reinterpretando la frase de Loisy: “Esperaban el Reino y lo que les llegó fue la Iglesia”. Esto hizo que la tensión espiritual y emocional se relajara. Espíritus inquietos reinterpretaron a su vez, una vez más, las Escrituras. Así le ocurrió a Antonio de Egipto, nuestro popular san Antón. Oyó las palabras del evangelio sobre el joven rico y decidió llevarlas a cabo. Vendió lo que poseía y se retiró al desierto. Uno de los primeros monjes del cristianismo y pionero entre los eremitas. Muchos otros lo siguieron. Así esta nueva forma de vida cristiana se hizo colectiva. Pero él nunca quiso vivir en comunidad sino en su solitario retiro. Con ello se había inaugurado de un mismo golpe la vida eremítica y la institución del monacato. La famosa visita de Antonio de Egipto a Pablo, conocido como el primer ermitaño, tan representada en el arte, puede considerarse el acta, y acto, de fundación del monacato cristiano. Cuenta san Jerónimo, en su vida de Pablo el Simple, famoso decano de los anacoretas de la Tebaida, que Antonio fue a visitarlo en su edad madura y lo dirigió en la vida monástica; el cuervo que, según la tradición, alimentaba diariamente a Pablo entregándole una hogaza de pan, dio la bienvenida a Antonio suministrando dos hogazas. A la muerte de Pablo, Antonio lo enterró con la ayuda de dos leones y otros animales; de ahí su patronato sobre los sepultureros y los animales.

Los eremitas, incluido san Antón, no eran muy sociables. Otro paso adelante en esta especialización de la vida cristiana fue dado por los llamados cenobitas y por el más famoso de ellos, el abad Pacomio. Las palabras “cenobio” y “cenobita” o “cenobítico” provienen del griego koinoj, esto es, “común”. Los cenobitas fueron también diferentes de sus predecesores, los eremitas o anacoretas, en sus viviendas. Éstos vivían solos en una cabaña o en una cueva (celda). Pero los cenobitas vivían juntos en un monasterio: un complejo de uno o varios edificios, donde cada vivienda podía albergar alrededor de veinte monjes y dentro de la casa había habitaciones separadas o celdas que podían ser habitadas por dos o tres monjes. Esta estructuración se atribuye al padre del monacato cenobítico, San Pacomio. Esta idea de Pacomio puede que se debiera al haber vivido en cuartos como éstos cuando estaba en el ejército romano, ya que su estilo "recuerda a las barracas del ejército". A Pacomio (nacido entre 287 y 294 y fallecido entre 346 y 348) se le considera el "padre del monacato cenobítico". Pero hay que decir más bien que fue el "padre del monacato cenobítico organizado". Fue el primer monje que aprovechó pequeños grupos comunales que a menudo ya existían y los juntó en una federación de monasterios. En estos monasterios todo era común, tanto la vida, la oración, el trabajo y las posesiones, que ya no eran individuales sino colectivas, del cenobio o monasterio.

 

 4. San Benito

En la Regla de san Benito no aparece la palabra pobreza, pero ordena la expropiación individual y permite la propiedad colectiva (es el monasterio el que posee). Algo parecido a lo que ocurría en la Iglesia de los Hechos, como muestra el episodio de Ananías y Safira citado más arriba. No es la riqueza lo que se castiga ni es la pobreza lo que se alaba y recomienda sino el egoísmo y el compartir, respectivamente. La Regla de San Benito dice expresamente en su punto XXXIII. SI QUID DEBEANT MONACHI PROPRIUM HABERE: “Praecipue hoc vitium radicitus amputandum est de monasterio, 2 ne quis praesumat aliquid daré aut accipere sine iussione abbatis, 3 neque aliquid habere proprium, nullam omnino rem, neque codicem, neque tabulas, neque graphium, sed nihil omni­no, 4 quippe quibus nec corpora sua nec voluntates licet habere in propria voluntate; 5 omnia vero a patre sperare monasterii, nec quidquam liceat habere quod abbas non dederit aut permi­serit. 6 'Omniaque omnibus sint communia', ut scriptum est, 'nec quisquam suum aliquid dicat' vel praesumat. 7 Quod si quisquam huic nequissimo vitio deprehensus fuerit delectari, admoneatur semel et iterum; 8 si non emendaverit, correptioni subiaceat”. Esto es: XXXIII. Si los monjes deben tener algo en propiedad. 1Este vicio por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad,3 ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete; nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo cuanto necesiten deben espe­rarlo del padre del monasterio, y no pueden lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 4 Sean comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que algo es suyo. 7 Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8 pero, si no se enmienda, quedará sometido a corrección.

El punto de la regla, al decir de los especialistas, es inflexible e inusualmente duro. Tampoco el abad Pacomio, ni San Basilio, ni San Agustín, ni Casiano muestran indulgencia alguna en tal mate­ria. Pero se ha de advertir que en él se habla de la condena sin paliativos de la propiedad privada. Una vez más, nada se dice acerca de la pobreza en cuanto tal. También una vez más, hay que notar que no se trata aquí de nostalgia por un comunismo primitivo ni tampoco de una especial clarividencia histórica anarco comunista de Benito de Nursia. El monje no debe poseer nada como propio, absolutamente nada, ni siquiera su propia voluntad porque es un esclavo. Un esclavo de Cristo. Por otra parte, San Benito no afirma en ninguna parte que el monje es un pobre. Porque, según él, el monje es un servus, es un esclavo.

 

5. Las órdenes mendicantes

Al parecer, la pobreza entró en la fórmula de los votos religiosos en 1148. “No es claro cuándo y en dónde aparece por primera vez la tríada obediencia, pobreza y castidad. Parece ser que la encontramos por primera vez en una fórmula de profesión del año 1148, en la abadía de los canónigos de Santa Genoveva, de París. Su abad Odón escribe así: ‘In professione igitur nostra quam fecimus, tria, sicut bene nonti, promisimus, castitatem, communionem, obedientiam’. La communio sería la vida común fundada en la pobreza. Esta tríada es una versión canonical de la tríada benedictina: estabilidad, vida religiosa, obediencia. En todo caso, parece cierto que la mayor parte de las órdenes religiosas, incluso las antiguas órdenes monásticas, aceptaron, a lo largo del siglo XIII, la inclusión de los tres consejos evangélicos en sus fórmulas de profesión. En este proceso es evidente el influjo personal ejercido por el papa Inocencio III (1198-1216)”. La fórmula fue adoptada más tarde por los frailes menores y por los trinitarios. Llegamos así a la época de la veneración de la pobreza como virtud, y como virtud evangélica. Transformación que fue obra sobre todo de las órdenes mendicantes, en especial de Francisco de Asís y sus seguidores. Las llamadas órdenes mendicantes son la orden de los frailes menores, conocidos como los franciscanos, y la orden de predicadores, conocidos como los dominicos. Domingo de Guzmán, fundador de estos últimos, nació en el pueblo burgalés de Caleruega en 1170 y fue a morir en Bolonia en 1221. Francisco de Asís, por su parte, nacido en 1181, murió en 1225. Así pues, Domingo era unos años mayor que Francisco. No obstante, la fundación de la orden de los fratres minores ocurrió en 1209 mientras que la orden de predicadores fue fundada en 1215. Luego los franciscanos son anteriores a los dominicos en unos seis años. Por ello, y porque de facto Francisco y los franciscanos son más relevantes en lo tocante a la pobreza que Domingo y los dominicos, diremos algo primero acerca de aquellos y luego de estos.

 

5.1. San Francisco 1181-1225. Fund.: 1209

En las Florecillas de san Francisco se encuentra con frecuencia la expresión “pobreza evangélica”. Con ella se designa el modo de vida de san Francisco y sus primeros compañeros. La pobreza adquiere así en el franciscanismo un relieve y una importancia hasta entonces no subrayada. También se narran en ellas los elogios que san Francisco hacía de la pobreza. Así, por ejemplo, en el Capítulo XIII (“Cómo San Francisco y el hermano Maseo colocaron sobre una piedra, junto a una fuente, el pan que habían mendigado, y San Francisco rompió en loores a la pobreza”) se lee: “San Francisco … no cabía en sí de alegría, y exclamó: - ¡Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste! Y como repitiese varias veces estas palabras, le dijo el hermano Maseo: - Padre carísimo, ¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no hay ni mantel, ni cuchillo, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada. - Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro -repuso San Francisco-: el que no haya aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa providencia de Dios, como lo demuestran claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan hermosa de piedra y una fuente tan clara. Por eso quiero que pidamos a Dios que nos haga amar de todo corazón el tesoro de la santa pobreza, tan noble, que tiene por servidor al mismo Dios”. Pero las Florecillas — los Fioretti, de autor anónimo— son una recopilación de hechos de Francisco, de algunos de los frailes que lo acompañaban y de San Antonio de Padua. Fueron escritas en la segunda mitad del siglo XIV y pertenecen a la corriente franciscana partidaria de la pobreza estricta. Por ello, no constituyen una biografía sino una exaltación de las virtudes del poverello y de su vida simple para edificación del lector. Como podemos leer en la introducción –actual- a este escrito: “Las Florecillas no son un libro histórico, en el sentido corriente de este término. Por otro lado, como fruto de una época de polémica, obra de un sector de la Orden fuertemente saturado de espiritualismo anticonformista, cerrado en sí mismo, no nos da la garantía de objetividad y serenidad en la apreciación de los hechos y de las conductas”. En ellas, en las Florecillas, Dama Pobreza, la gran liberadora, pone un guiño de ironía sobre los afanes terrenos. Narran poéticamente las andanzas de “todos aquellos caballeros de dama Pobreza”.

En el capítulo tercero (III,7) de la Vida primera de San Francisco, de Tomás de Celano se lee: “Cierto día en que había invocado la misericordia del Señor hasta la hartura, el Señor le mostró cómo había de comportarse. Y tal fue el gozo que sintió desde este instante, que, no cabiendo dentro de sí de tanta alegría, aun sin quererlo, tenía que decir algo al oído de los hombres. Mas, si bien, por el ímpetu del amor que le consumía, no podía callar, con todo, hablaba con mucha cautela y enigmáticamente. Como lo hacía con su amigo predilecto, según se ha dicho, acerca del tesoro escondido, así también trataba de hablar en figuras con los demás; aseguraba que no quería marchar a la Pulla y prometía llevar a cabo nobles y grandes gestas en su propia patria. Quienes le oían pensaban que trataba de tomar esposa, y por eso le preguntaban: ‘¿Pretendes casarte, Francisco?’ a lo que él respondía: ‘Me desposaré con una mujer la más noble y bella que jamás hayáis visto, y que superará a todas por su estampa y que entre todas descollará por su sabiduría’. En efecto, la inmaculada esposa de Dios es la verdadera Religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó; porque era preciso que la vocación evangélica se cumpliese plenamente en quien iba a ser ministro del Evangelio en la fe y en la verdad”. Esa mujer noble y bella era la dama Pobreza de sus desposorios, su modo de seguir a Jesús y su evangelio.

Y en el testamento de san Francisco se lee: “35Y el ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia a no añadir ni quitar en estas palabras. 36Y tengan siempre este escrito consigo junto a la Regla. 37Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla, lean también estas palabras. 38Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: ‘Así han de entenderse’. 39Sino que, así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin” (Test, 35-39). En el llamado Testamento de Siena, recomienda a los hermanos: “siempre amen y guarden la santa pobreza, nuestra señora” (Test, 4). Lo mismo se corrobora en la Leyenda de Perusa: “Y quiero que esta Regla sea observado a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa” (17).

En el artículo “La pobreza franciscana ayer y hoy” puede leerse: “La importancia de la pobreza en la mente de san Francisco puede deducirse de estas palabras del Santo, referidas por san Buenaventura: ‘Decía que esta virtud es el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; pero, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden’ (LM 7,2). No cabe la menor duda de que en la mente del Fundador la pobreza era la piedra angular de la forma de vida franciscana. Una vida pobre, vivida en el seguimiento de la pobreza de Cristo y de sus Apóstoles, fue el carisma peculiar que Francisco trajo a la vida de la Iglesia en su tiempo. Francisco no consideraba la pobreza como una disciplina ascética, sino, paradójicamente, como una posesión gratificante. Se gozaba en la pobreza como en una presencia deliciosa, mientras otros la consideraban una ausencia dolorosa. Celano escribe que Francisco ‘enseñaba a sus hijos que la pobreza es el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas. Nadie ha ansiado tanto el oro como Francisco la pobreza; nadie ha puesto tantos cuidados en guardar sus tesoros como él en guardar esta margarita evangélica’ (2 Cel 55)”. Efectivamente no cabe duda de que la “pobreza evangélica” fue introducida por Francisco de Asís en la vida de la Iglesia. Significaba una nueva forma de enfrentarse con la pobreza y en ella con la sociedad de la época en la que empezaban a florecer los mercados, las ciudades y el lujo traído por los caminos de Oriente que habían sido abiertos por las Cruzadas. En esa nueva situación social, el carisma aportado por Francisco de Asís reubicaba ya definitivamente el sentido de los textos evangélicos (como, en especial, el del episodio del joven rico) y confería a la Dama Pobreza un poder santificador por sí misma, dando la vuelta de este modo a la opción por los pobres y trastocando la significación de las bienaventuranzas. Contra todo sentido común, en los textos, hechos y leyendas de san Francisco se dota a la pobreza de un poder del que siempre careció, el de santificar a los seres humanos. La “opción por los pobres” anunciada en las bienaventuranzas, opción que lleva consigo el rescatarlos de la pobreza, se transforma en él en los “desposorios con la Dama Pobreza”. Con ello el giro epistemológico, provocado por el retraso indefinido de la llegada del Reino, se consuma. Ya no el desprendimiento, la misericordia con los pobres o la austeridad de vida del siervo, sino la pobreza misma es elevada al rango de virtud central de la forma de vida religiosa. A partir de ahora se hace ininteligible el mensaje de las bienaventuranzas en su recto y hasta entonces obvio sentido. Los pobres ya no son bienaventurados porque se les anuncia la llegada del Reino, es decir, su inmediata liberación de la pobreza y su ascenso a la plenitud de su humanidad. No. A partir de ahora los pobres son bienaventurados porque son pobres.

Así se corrobora en el artículo de Brendan O'Mahony que venimos citando: “hay que insistir en que Francisco fue un hombre muy de su época. No fue un carismático caído del cielo en medio de una situación que le era totalmente extraña. Para entender a Francisco, hemos de entender su situación. Hemos de insertarlo en la historia viva de su tiempo. Francisco fue un ‘hombre de todos los tiempos porque fue ante todo un hombre de su tiempo’ (C. McCreary). Es significativo, por ejemplo, que en tiempo de Francisco hubiera otros movimientos, grupos reformistas, sectas laicas principalmente, desorganizadas o muy poco organizadas. Estaban los Humillados y los Pobres Católicos, en el lado ortodoxo; los Albigenses y los Valdenses, entre los heterodoxos. La reforma de la Iglesia era algo que estaba muy en el ambiente de entonces; y todos los grupos reformistas subrayan la pobreza, la predicación de la penitencia, la vida comunitaria y la austeridad personal. La Iglesia insistía en que Francisco se organizara y se sometiera a su aprobación. El Papa Inocencio III insistió en que Francisco y sus compañeros se hicieran clérigos de la Iglesia y dio la tonsura a los doce primeros cuando estuvieron en Roma para obtener la aprobación de su forma de vida”.

Con ello se abría la puerta a la revisión del tema de la pobreza evangélica, tal como la había entendido e intimado san Francisco. Las discusiones sobre la pobreza culminarían al final del primer cuarto del siglo XIV. (Y, como curiosidad, constituyen una de las claves de la novela de Humberto Eco El nombre de la rosa). El tema, en el que no entraré para no alargar innecesariamente este artículo puede resumirse tal como sigue (resumen que transcribo de la presentación citada en la bibliografía): San Francisco de Asís fundó la Orden de los Frailes Menores en 1209. Este movimiento veía a la pobreza como una condición asumida hasta sus últimas consecuencias: la mendicación. La regla de San Francisco estipulaba que la pobreza significaba la ausencia de dominio. Los hermanos no deben tener nada como propio. San Francisco ordenaba a sus monjes el abandono pleno de cualquier propiedad; “que vayan, que vendan todo lo que tienen y se lo den a los pobres”. El conflicto se centró en la ausencia del dominio. El dominium o dominio que definía el derecho objetivo, significaba la relación de poder con un objeto o con otras personas, relación que el Derecho protegía, conservaba, a través de las leyes. Al proponer la ausencia de dominio de cualquier bien material, se abría un problema jurídico muy serio. El argumento general que dieron los franciscanos fue que el uso y el dominio eran cosas distintas. El “uso” es desvinculado de forma radical por los teóricos franciscanos del Derecho: usar una cosa no es tener propiedad sobre ella. Para el Derecho Romano no existía propiedad sin un título jurídico que la amparara.

Esta distinción franciscana perduraría en la interpretación de la pobreza religiosa por parte de las órdenes y congregaciones posteriores

 

5.2. Santo Domingo 1170-1221. Fund.: 1215

“Los gestos concretos de la pobreza de Domingo son abundantes. Renuncia a su tierra, a su patria, y al patrimonio familiar, para vivir en la itinerancia como mensajero del Evangelio. Renuncia al mayor tesoro que entonces podía tener un estudiante: sus libros (máxime cuando estaban adornados con glosas y anotaciones hechas de propia mano). Y queda expuesto a la sorpresa del mañana en cualquier lugar desconocido, espacio abierto para experimentar la providencia de Dios para los suyos. La itinerancia será un rasgo de la pobreza de Domingo vivida en función de la evangelización. Pobre en la comida, vive de limosna contentándose con el sustento de cada día y aguardando el del mañana. Pobre en el vestido, gusta de llevar los vestidos más viles. Sólo tiene una túnica y una miserable capa raída. Camina sin dinero y sin alforja. Sólo lleva en sus caminatas el bastón evangélico, un cuchillo -eran otros tiempos- y sus mejores prendas apostólicas: el Evangelio de Mateo y las Cartas de San Pablo. Camina sin dinero, no tiene un denario para pagar el pasaje al barquero que le hace la travesía del río. Pobre en la habitación porque carece de ella. No tiene cama para descansar después de sus fatigas apostólicas, ni siquiera dispone de habitación propia en sus propios conventos. Cuando va de camino vive a expensas de la buena voluntad de los anfitriones, y aprovecha la oportunidad para encuentros apostólicos. Cuando pernocta en sus propios conventos, su habitación es la iglesia. Hasta para morir hubo de tomar prestada la habitación del Maestro Moneta en el convento de Bolonia” (en Dominicos: “hombre evangélico”).

No obstante, en un escrito actual dominico (Ver: Dominicos “Orar y pensar”, Pobreza evangélica) sobre la pobreza en Santo Domingo de Guzmán se lee: ‘Como no contamos con escritos extensos de santo Domingo podemos estudiar su lenguaje sobre la pobreza en los textos de las Constituciones primitivas que los testigos de la canonización atribuyen al fundador en 1220; también tenemos las bulas que obtuvo del Papa Honorio III (1217-1221), cuyo texto preparó minuciosamente el propio Domingo (…) La palabra que santo Domingo emplea exclusivamente para indicar su ideal es paupertas. Con ella designa casi siempre la pobreza religiosa voluntaria. Tres calificaciones próximas precisan el sentido: en 1206 “pobreza de Cristo”; en 1215 “pobreza evangélica”; desde 1219 “abyección de la pobreza voluntaria”.

En las Florecillas de san Francisco se narra una leyenda acerca del encuentro entre Domingo de Guzmán y Francisco de Asís según la cual la concepción de la pobreza del predicador se inspiró en la pobreza evangélica franciscana. Dice así:

“Capítulo XVII. Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos en Santa María de los Ángeles.

El fiel siervo de Cristo Francisco reunió una vez un capítulo general en Santa María de los Ángeles, al que asistieron cinco mil hermanos. En él estuvo presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa María de los Ángeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden. […] En toda aquella muchedumbre, a ninguno se le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores, o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por almohada tenían una piedra o un madero. […] Estando, pues, reunido todo el capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras: -- Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita. Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo: -- Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial. Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración. Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción. Al ver todo esto Santo Domingo y al comprobar en qué manera era verdad que la Providencia divina se ocupaba de ellos, confesó con humildad haber censurado falsamente de indiscreto el mandato de San Francisco, se arrodilló ante él diciendo humildemente su culpa y añadió: -- No hay duda de que Dios tiene cuidado especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo sabía. De ahora en adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de parte de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden la presunción de tener nada en propiedad. Quedó muy edificado Santo Domingo de la fe del santísimo Francisco, no menos que de la obediencia, de la pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande, así como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo bien”.

El Capítulo de las esteras, célebre en la historia de la Orden, suele colocarse en el año 1219. Sin embargo, el dato de la proximidad de la corte pontificia en Perusa obliga a adelantar a 1216 la fecha del capítulo de que hablan las Florecillas; pero entonces la fraternidad no había alcanzado la enorme cifra que supone el relato. Es posible que el relato haya juntado en un mismo recuerdo el capítulo de 1216, con la presencia de Hugolino y de Santo Domingo, y el de 1221, en que a Hugolino reemplazó el cardenal Rainero Capocci.

No es inverosímil la visita de Santo Domingo de Guzmán al capítulo general, si éste tuvo lugar en 1216, ya que el fundador de la Orden de Predicadores estuvo en Roma con ocasión del IV Concilio de Letrán (1215). Tanto las fuentes franciscanas como las dominicas hablan de encuentros habidos entre los dos grandes fundadores, pero no es fácil determinar las fechas. Los cronistas franciscanos tienden a poner de relieve la superioridad carismática del Poverello frente a la prudencia humana y a la eficiencia científica y organizativa, en que llevaban ventaja los hijos de Santo Domingo. Cada una de las dos Ordenes gemelas tendría una misión diferente en el común servicio a la renovación de la Iglesia.

Por último, se ha de notar que hay una clara intención polémica en las expresiones puestas en boca de Santo Domingo. No es fácil precisar en qué grado el ideal de vida de San Francisco influyó en la evolución del de Santo Domingo; consta que por aquellos años éste adoptó la pobreza personal y colectiva como elemento esencial de su Orden; en 1220, el capítulo general de Bolonia sancionó este paso.

 

6. ¿Y después?

Las órdenes y congregaciones religiosas fundadas posteriormente, en especial las españolas del siglo XVI, carmelitas y jesuitas, siguieron en el tema de la pobreza las líneas generales introducidas por san Francisco y los franciscanos. Así, por ejemplo, Ignacio de Loyola en las Constituciones de la Compañía de Jesús afirma rotunda y brevemente: “Amen todos la pobreza como madre” (Const., 287). De los desposorios de san Francisco se ha pasado aquí al amor filial. Más adelante en el capítulo 2 de la sexta parte se repite la idea: “La pobreza, como firme muro de la religión, se ame y conserve en su puridad” (Const., 553). En el mismo capítulo se recuerda que “alterar lo que toca a la pobreza sería alargar la mano…” y por ello, “porque en parte tan importante no se muden las constituciones, haga cada uno esta promessa” (Const., 554). Expresión en la que parece resonar aquel “a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa” del poverello de Asís. “Porque la pobreza es como baluarte de las Religiones, que las conserva en su ser y disciplina y las defiende de muchos enemigos” (Const., 816).

 No obstante, los modos de vivir la pobreza, aun dentro del molde iniciado por Francisco de Asís, tienen sus matices. Permítaseme una última y larga nota sobre la pobreza de Juan de la Cruz para finalizar: Dice Rosa Rossi al comienzo de su excelente estudio sobre san Juan de la Cruz, titulado “Juan de la Cruz: silencio y creatividad”:

“Podrá ser útil, por ejemplo, en lo relativo a la elección y a la práctica de la pobreza, una comparación con Francisco de Asís. Sig­nificará, en primer lugar, recordar la diferencia histórica entre los modelos religiosos que impulsaron y regularon la vida de estas dos grandes personalidades: el modelo que hizo celebrar a Francisco las bodas simbólicas con Madonna Povertá y el modelo de Juan de la Cruz tal como lo veremos nacer desde el interior de su historia perso­nal, un modelo en cuyo centro está más bien la dimensión interior de la pobreza, el distanciamiento de todos los bienes, incluidos los espi­rituales. El camino de la nada.

Si se tiene presente esta diferencia histórica esencial resulta inte­resante destacar la importancia que tuvo en el caso de Francisco, en el plano de lo vivido, que quien elegía la pobreza fuera el hijo de uno de los mercaderes más importantes de Asís. A diferencia de Francis­co, hijo de Pietro Bernardone, no fue necesario que Juan de Yepes celebrara boda ninguna con la Pobreza; él, para quien la pobreza fue madre y hermana, y compañera y amiga de la infancia. En la historia de su vida no puede haber huella alguna del itinerario de Francisco Bernardone: ninguna locura caballeresca en su vida de trabajador manual, pobre "sin calidad". A Juan le era imposible tener, como Francisco, la manía de pagar lo de todos, pues a él y a su madre y a su hermano a menudo les faltaba literalmente el pan. En sus relaciones con la familia no pudo haber la secuela de malos humores, reprimen­das y suspicacias que acompañaron en familia la opción de Francisco, sino sólo la silenciosa solidaridad de quien nada tiene que perder.

Tampoco pudo haber en él la resistencia que experimentó Fran­cisco al llegar a mendigar —el mendigar como bajar muy abajo, un modo de romper con el pasado y con la familia—; Juan de Yepes, su madre y su hermano concebían el gesto de tender la mano como el más obvio para resolver el problema del hambre cuando apretaba sus vísceras, como a todos los verdaderos hambrientos de la tierra. Men­digar, para Juan, no significaba constituirse como "otro", y por tanto como depositario de un poder, de una dimensión de lo sagrado temi­da y admirada a la vez. Ni significaba tampoco una libertad, sino sólo una técnica de supervivencia. El, Juan de Yepes, que tuvo que mendi­gar cuando fue acogido de niño en una institución benéfica, y que había visto a su madre trabajar en el telar doce o catorce horas al día, conocía el mundo desde un punto de vista distinto al de Francisco, el hijo de Pietro Bernardone: el punto de vista de quien pide, y no el de quien da.

Ninguna dificultad visceral —como la que sintió Francisco en una escena célebre— para besar las manos de un leproso en Juan, acostumbrado desde siempre a vivir en las riberas de esa legión de gentes miserables y enfermas de enfermedades horribles que atrave­saba la próspera Europa del Renacimiento.

Otro aspecto de la "diferencia": para Juan la familia, el vínculo de la sangre, no coincidía con una herencia y un prestigio que hubie­ra que negar, como en el caso, por ejemplo, de Benito de Nursia: para él, el rechazo de la familia que la opción de la vida monástica comporta siempre tenía su punto de apoyo en la esencialidad del proyecto interior, ese proyecto en el que luego se encontró coinci­diendo con Benito o disintiendo de él a lo largo de las líneas de la historia de la espiritualidad, pero llevando en la formulación y en la ejecución del proyecto el signo concreto de su persona "diferente".

Aún más: su abandono del mundo en el momento de hacerse fraile no incluía —como, pongamos por caso, en Luis Gonzaga— el abandono de las "garrafas de cristal llenas de vino, y grandes cestas rebosantes de granadas, peras, manzanas, nueces, higos tardíos, uva blanca y negra, o soperas, bandejas, jarras, copas de mayólica y de plata" que constituían la maravilla espejeando hasta el infinito de una corte italiana del Renacimiento. Pero esto llevó a Juan a elaborar una forma de belleza particular.

Tal vez hoy en día, la hasta no hace mucho tiempo tan denostada por la jerarquía eclesiástica y recientemente rehabilitada teología de la liberación permita enfocar el tema de la opción por los pobres de una manera por fin realista y, por qué no, también revolucionaria.



Bibliografía

La regla de san Benito. Edición dirigida por García M. Colombas e Iñaki Aranguren. Madrid, Ed. Católica, 1993: 127-128 y 414-417, respectivamente.

Aquino, Tomás de
Suma teológica. Suplemento, cuestión 94, artículo 1.
(= Comentario al libro IV de las sentencias, distinción L, cuestión II, artículo IV, cuestiúncula III, solución I).

Loisy, Alfred
1902 L'Évangile et l'Église. Jésus annonçait le royaume, et c'est l'Église qui est venue (p. 152ss).

Loyola, Ignacio de
1963 Obras completas. Madrid, Ed. Católica.

Nietzsche, Friedrich
1972 La genealogía de la moral. Madrid, Alianza.

Rossi, Rosa
1996 Juan de la Cruz. Silencio y creatividad. Madrid, Trotta.

 

Recursos electrónicos

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http://www.ofmval.org/6/06apu/19a.php

Movimiento cenobítico
https://es.wikipedia.org/wiki/Movimiento_cenob%C3%ADtico

Arreola, Sayra: Las discusiones sobre la pobreza franciscana, presentación del 13 de septiembre de 2015, en:
https://prezi.com/xq2ciookplfv/las-discusiones-sobre-la-pobreza-franciscana/

Augé, Marc: Profesión religiosa, en:
http://www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/P/profesion_religiosa.htm

Carol i Hostench, Antoni: “Vende lo que tienes y dáselo a los pobres (…); luego ven, y sígueme”, en:
http://evangeli.net/evangelio/dia/VI_0117a

Didaché (Didajé). Doctrina de los doce apóstoles, en:
http://www.hjg.com.ar/

Dominicos: Hombre evangélico, en:
http://www.dominicos.org/santo-domingo/espiritualidad/testimonio

Dominicos: Orar y pensar. Pobreza evangélica, en:
http://www.orarypensar.org/pobreza-evangelica/

Fuentes biográficas franciscanas. Directorio franciscano, en:
http://www.franciscanos.org/fuentes/menu.html

O'Mahony, Brendan OFMCap: La pobreza franciscana ayer y hoy [Título original: "Franciscan poverty yesterday and today", en Laurentianum 10 (1969) 37-64], en:
http://www.franciscanos.org/espiritualidad/OMahonyB-LaPobrezaFranciscanaAyerYHoy.htm

Paul, Jacques: La pobreza franciscana [Título original: La pauvreté franciscaine, en Pax et Bonum núm. 148 (octubre 1980) 2-9], en:
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Revilla, Juan: La pobreza en el nuevo testamento, definiciones y generalidades, en:
http://www.evangelizafuerte.mx/2010/03/la-pobreza-en-el-nuevo-testamento-definiciones-y-generalidades/

San Buenaventura: Vida de san Francisco de Asís. Con ilustraciones de Giotto, en:
http://www.franciscanos.org/buenaventura/menu.html

San Francisco de Asís: Escritos. Directorio franciscano, en:
http://www.franciscanos.org/esfa/menud2.html

Sunyol, Miquel: Reino e Iglesia, en:
http://www.sunyol.net/miquel/loisy_sp.htm

Vives, José: Los Padres de la Iglesia, en:
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Wikipedia: Antonio Abad, en:
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio­_Abad


Publicado 17 agosto 2016