Número 3, 2016 (1), artículo 1


El diálogo interreligioso. Una aproximación filosófica


Agustín Moreno Fernández

Universidad de Granada




RESUMEN
Lo religioso y el diálogo interreligioso no son sólo un asunto de las religiones ni de los religiosos. La dimensión antropológica del fenómeno invita a adoptar un enfoque interdisciplinar y filosófico. La única certeza apodíctica de la que partir es que todas las religiones son un producto humano.


TEMAS
diálogo interreligioso · filosofía de la religión · fundamentalismo · religión



En las Meditaciones del Quijote, Ortega y Gasset ilustra ingeniosamente su pensamiento perspectivista a través de una naranja. Cuando nos detenemos en la visión de esta nos damos cuenta de que la vemos solamente por una cara. En el momento en que le damos la vuelta para ver el otro lado, indefectiblemente la cara anterior se nos queda oculta. Por mucho que nos empeñáramos, nunca podríamos ver al mismo tiempo todos los lados de la naranja, tener una visión total. Esto, lejos de decepcionarnos, debería hacernos reparar en que es precisamente gracias a que no vemos todas las caras de la naranja, a que sólo podemos ver una de ellas mientras otras partes permanecen veladas; a que tenemos una visión limitada; gracias a esto podemos ver. Así, en lugar de frustrarnos deberíamos complacernos en la finitud y en la parcialidad de la visión. Resuena aquí la sentencia de Theodor Adorno: "la totalidad es la no verdad". No verlo todo, resultaría condición de posibilidad de la más excelsa de las visiones, de la visión misma. Otra consecuencia no menos elocuente sería la imperiosa necesidad de contar con los otros y con sus perspectivas para ver y conocer mejor naranjas, paisajes o religiones.

Sin embargo, para contar con el mutuo enriquecimiento de las perspectivas de los demás no valdrían cualesquiera circunstancias. El diálogo interreligioso que pretenda posibilitar el intercambio de experiencias e ideas excluye el afán de adoctrinamiento y el proselitismo, al mismo tiempo que admite la posibilidad de interrogación, replanteamiento y reformulación de las propias posturas. Se autoexcluyen aquí fanáticos, fundamentalistas, integristas o extremistas. Ellos, dice también Ortega, están en paz consigo mismos en el sentido de que no han pensado nada por sí mismos, pretendiendo imponer unas creencias que les serían tan claras como ajenas y que llevarían por inercia al extremo. Estarían muy lejos del ideal de verdadero sabio, conceptuado por el poeta libanés Jalil Gibrán, no como el que obliga a entrar en la casa de su sabiduría, sino el que guía hasta el umbral del espíritu de cada uno.

No por aspirar a sofisticadas disquisiciones intelectuales o filosóficas, en torno a un asunto como este, hay que renunciar a recordar cuestiones obvias y elementales. O, precisamente porque es nuestro propósito desarrollar aquellas, no hay que perder de vista estas. Diálogo significa conversación. Y mantenemos buenas conversaciones cuando hablamos con franqueza y sin acritud; cuando escuchamos intentando divisar el horizonte de nuestro interlocutor; cuando tenemos ganas de hablar y el respeto y la consideración son recíprocos. Y, por supuesto, cuando se utiliza la razón, cuyo ejercicio, asevera Juan de Mairena, nos hace afirmar la existencia de un prójimo y la necesidad del diálogo. El diálogo se define como coloquio o charla entre dos o más, en el que se alternan la manifestación de ideas y de afectos, pero en el que también se incluye la controversia. Es discusión que busca la avenencia; instrumento de los interlocutores para hallar la verdad y, como tal, el método filosófico por excelencia para el pensamiento dialéctico, donde la enseñanza de la verdad de uno va acompañada de la búsqueda de la verdad con el otro.

De aquí se sigue que ni las civilizaciones, ni las naciones, ni las culturas, ni tampoco las religiones que se entremezclan con todas ellas, podrán nunca dialogar entre sí. Nunca podrán hablar, departir o conversar, sencillamente porque es cosa de personas. Personas con distintas biografías y adscripciones, más o menos semejantes y porosas, más o menos diferentes y enfrentadas, cuyas relaciones amistosas u hostiles pueden luego repercutir en sus grupos de pertenencia a distintos niveles, en el ámbito religioso o en cualquier otro. Como recuerda de nuevo Machado a través de su personaje: "El que no habla a un hombre, no habla al hombre; el que no habla al hombre, no habla a nadie".

Verdad de Perogrullo es que para el diálogo hay que estar dispuestos a entenderse. Si además se plantean unos fines, y se quiere avanzar hacia a alguna parte, hay que compartir unos mínimos puntos de partida. Tenemos el ejemplo de iniciativas como la de la UNESCO en su promoción del diálogo interreligioso, sobre el aprendizaje de las distintas religiones y su estudio comparado y multidisciplinar, y contamos con las aportaciones que la exploración de la especulación intelectual y filosófica nos podría proporcionar. En este sentido habría que conceder un lugar de relevancia a obras como la de René Girard que, como Durkheim, pone de manifiesto el rol principal y fundamental de lo religioso en las sociedades humanas. El autor de El chivo expiatorio hace un esfuerzo titánico, atreviéndose a ofrecer una dilucidación de la íntima relación entre la violencia y lo sagrado, significada por antonomasia en los sacrificios, incluyendo los sacrificios humanos, frente a quienes prefieren pasar por ahí de soslayo. No obstante, el pensador también identifica una evolución en el progresivo cuestionamiento de los sacrificios desde Egipto y Grecia, al hinduismo y el judeocristianismo, concibiendo en esta última tradición la gran mecha gracias a la cual habría prendido la cultura universal de la solidaridad y la justicia con las víctimas que estaría hoy en vigor.

Con independencia de que Dios, los dioses o una dimensión sobrenatural existan o no, y de que, si es que sí, inspiren o no a las religiones, como insiste el filósofo y teólogo Juan A. Estrada, todas las religiones son producciones culturales de los seres humanos y responden al cuestionamiento por lo sagrado o lo divino. Como tales son creaciones históricas atravesadas por contingencias, ambigüedades y contradicciones, que son también las de los seres humanos y que no son ajenas a ninguna ideología, ni a la propia ciencia. No hay manera de demostrar fehacientemente que exista lo trascendente. Y, sin embargo, al mismo tiempo, aunque todas las religiones que conocemos fuesen una mera proyección humana, esto tampoco implica que no exista una dimensión o un ser superior. Una afirmación que no es más que la crítica al argumento ontológico de san Anselmo, puesta del revés y aplicada a Feuerbach. Lo que sí sería impepinable es la universalidad de la religión como fenómeno y algunos aspectos considerados universales en ella. Por ejemplo, estos tres que señala Jean Grondin en su filosofía de la religión: que ha habido religiones en todas partes, en casi todas las culturas y en todos los tiempos; que esta universalidad se expresa en una variedad cuasi infinita de cultos y de religiones y que todos los hombres existen con alguna forma de religión, espiritualidad, filosofía de vida o una visión no religiosa que busque un equivalente de este sentido. A lo que podríamos añadir la idea del fenomenólogo Gómez Caffarena cuando afirma que toda religión se remite, en última instancia, a la dimensión del enigma y el misterio.

Pero religiosidad, agnosticismo, y ateísmo no tienen por qué ser excluyentes y no compartir un pathos, un espacio para el diálogo interreligioso que no tiene por qué ser sólo entre personas religiosas. De acuerdo con Ortega, ni Dios ni la religión son patrimonio exclusivo de las confesiones religiosas. Incluso, según su concepción, hasta puede haber ateos religiosos. Porque religioso sería todo aquel que se toma en serio la vida, que se opone a la impiedad y a la frivolidad de quienes piensan que el mundo es sólo una diversión, un inmenso juguete metafísico. Para el filósofo español, el hombre respetuoso que es el hombre religioso, piensa que el mundo es un problema, una dolorosa incógnita que le oprime y que le es necesario resolver o, por lo menos, aproximarse indefinidamente a su solución, aun cuando pueda en el empeño asemejarse a la pesada y eterna tarea de Sísifo.

Cuando Ortega opone al místico y sus inefables visiones como elemento perturbador, frente a las lentes pulidas de los racionales y ordenados conceptos del filósofo, quizás no piensa en el hombre contradictorio, concreto, de carne y hueso de Unamuno, que tampoco Ortega ignoró y que es cada uno de nosotros. Volviendo al plano del diálogo de las personas, el único posible, los seres humanos nunca somos siempre exactamente los mismos, ni las circunstancias que atravesamos son iguales. El místico o el religioso, bien lo supieron fray Juan de la Cruz, Teresa de Ávila o Teresa de Calculta, no vive necesariamente ajeno a la realidad, sino a veces todo lo contrario y de ahí las preguntas y el cuestionamiento; no siempre se deleita en lo divino; no siempre abraza la certeza en la fe. Y quienes se sienten excluidos de la participación de lo religioso, como el propio Ortega, no por ello quiere decir que dejen de interrogarse acerca de ello. La pregunta, y también la duda –como afirma Horkheimer–, humanizan y la conciencia mística de que en última instancia lo divino, como lo totalmente otro, sería inabarcable e irrepresentable, podrían comunicar al teólogo negativo y al místico con el sujeto fenoménico kantiano, consciente también de que nunca alcanza la realidad con sus representaciones. Es el sentido en el que Edgar Morin recupera la que considera "decisiva" aportación de Adorno antes citada, y que le lleva a la conciencia del carácter fragmentario e inconcluso de cualquier conocimiento humano. La imposibilidad de aprehender la totalidad, hace que la pretensión de totalidad sea no-verdad. Podría ser esta una actitud con potencial de vacuna contra el fundamentalismo, que de entrada es una violencia que se ejerce en la esfera ideológica y que, por desgracia, tantas veces no se queda solamente ahí. La común asunción de la limitación constitutiva de doctrinas, imágenes o rituales como anhelantes espejos que quisieran reflejar lo sagrado, pero que nunca llegarán a escrutar su enigma y que sería coincidente en muy diversas corrientes místicas, podría ser un buen aldabonazo de estas, tanto hacia al interior de sus propias tradiciones religiosas como entre ellas.

De igual modo, no estarían menos exentas de ser visiones limitadas y llamadas a dialogar, las de aquellos con distintas sensibilidades religiosas que oscilan entre fundamentalismo y secularización, tradicionalismo y progresismo. Estas son las coordenadas que sitúa Klaus Kienzler en el epílogo de El fundamentalismo religioso, a través de fragmentos de Hans Küng y del que fuera obispo católico de Innsbruck, Reinhold Stecher, a partir de los cuales cabe preguntarse: ¿No se arriesgan los modernos progresistas a difuminar y desfigurar su legado religioso? ¿No incurren los fundamentalistas en una arrogancia inhumana desconectada del mundo? ¿No se desorientan el progresista y el tradicionalista, ya sea con ilusorias ensoñaciones utópicas o añorando inexistentes tiempos pasados? Ambos compartirían la pérdida del hoy.

Una visión de la totalidad no es ninguna visión. La luz y la oscuridad tienen en común que por sí solas nos ciegan. El iluminado y el nihilista, si son coherentes, tienen en común su esencial negación de cualquier proyecto humano, sea en la ataraxia celestial o en el abismo de un pozo sin fondo. La finitud y la limitación es inherente al conocimiento humano, el único que tenemos, incluso para aspirar a lo divino. Por eso cualquier intento de diálogo productivo pasa por contrastar con la visión del otro, por el mutuo conocimiento abonado por los conocimientos, e incluso por un sano sentido del humor que, como recuerda Umberto Eco en boca de fray Guillermo de Baskerville, no es incompatible con Dios. Las pretensiones de entendimiento entre personas de comunidades en conflicto, de distinta religión o adscripción cultural, o no, deberían ir acompañadas por la identificación y la voluntad de erradicación de posibles agravios. El diálogo, no a cualquier precio, podría ser como la flor que es a la vez semilla y fruto, la flor de loto que, recordaba Raimon Pannikar, crece sorpresivamente en el lodo.


Publicado 01 enero 2016