Número 19, 2024 (1), artículo 4


De la existencia y la supervivencia en el siglo XXI


Antonio Carrasco Santana

Profesor Contratado Doctor. Universidad de Valladolid




RESUMEN
El artículo plantea una reflexión crítica acerca de las causas por las cuales se extiende la corrupción con tanta naturalidad en las sociedades de nuestro siglo actual. Describe en particular dos actitudes básicas contrapuestas: una que podemos denominar la idiotez (inconsciente y lúcida) y la otra, el cinismo.


TEMAS
cinismo · consciencia · corrupción · idiotez · inconsciencia · verdad



No creo poder ser más fiel a mí mismo y (aun a riesgo de ser percibido como petulante) a la humanidad si afirmo que la deuda de esta con el pensamiento cínico es impagable. Digo esto, porque de no ser por Antístenes y sus seguidores, por su forma de trasladar a la vida la filosofía socrática, de transformar la ética socrática en moral cínica, estarían, hoy en día, completamente indefensos aquellos que carecen de cualquier tipo de creencia sobrenatural, sobre todo, aquellos que, siendo por añadidura afortunados, viven en sociedades calificadas como desarrolladas.

En mi opinión, en esta época, solo hay dos formas extrarreligiosas posibles de existir físicamente: la que se da mayoritariamente, la del mundo materialmente pobre, a saber, sobrevivir como individuo a la necesidad sin apenas esperanza ni expectativas de futuro, consecuentemente; o la del mundo próspero y evolucionado, en el que una cantidad significativa de la población puede hacerlo planificadamente, bien de forma dependiente –adherido a una red social de bienestar solidario–, bien autónomamente, por una cierta preeminencia social y económica con la que se adquiere libertad en distintos grados. Ante esto, desde un punto de vista restrictivamente racional, excluyente de cualquier forma de trascendentalismo, solo caben dos actitudes humanas contrapuestas: la idiotez y el cinismo.

Aunque las dos, por lo general, estén connotadas negativamente, sobre todo en sus derivaciones adjetivales, considero que, en ambos casos, tal circunstancia no es sino una injusticia histórica –consecuencia de un reduccionismo intelectual, propio del concepto de progreso creado por el pensamiento occidental, que viene dominando a la humanidad, como poco, en su versión actual, desde la segunda mitad del siglo XV– considerablemente acentuada con la consolidación de la Reforma Protestante en el XVI y su posterior desarrollo puritano.

En la idiotez –y esto no es ninguna novedad– pueden distinguirse dos especies: la del idiota materialmente inconsciente –idiosincrásicamente idiota, identificada en diversas culturas de ética religiosa (independientemente de si se es creyente o no) como santo o virtuoso guiado por la divinidad, particularmente en el catolicismo– y la del idiota materialmente lúcido y consentidor, que, por impotencia o incapacidad, coexiste egoístamente con sus congéneres en una actitud de autoprotección silente, esperando, sencillamente, al menos, no ser perjudicado.

Respecto de la primera, servirían como ejemplo las muchas vidas de santos católicos, singularmente las de los ascéticos de la Contrarreforma, en su mayoría españoles, activistas de una forma particular externa de la idiotez materialmente inconsciente (1), la guiada sobrenaturalmente, que constituye, para el supuesto idiota, una liberación de la mundanidad y lo transforma, por la gracia, en un mediador del amor, la misericordia y la bondad de Dios para sus congéneres, a ojos, en este caso, de quienes comparten su ética católica (santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Juan de la Cruz, etc.), y, para los carentes de tal ética (los que lo toman por idiota inconsciente), lo confirma como un ser literalmente deshumanizado, en la medida en que prescinde de la racionalidad pragmática que conduce al progreso material, que se queda atrapado socialmente entre la burla, la incomprensión y la compasión entristecida de quienes lo conocen. Esto último es aplicable particularmente al idiota literario por antonomasia, el príncipe Myshkin, el ingenuo congénito creado por Dostoievski, paradigma de la idiotez inconsciente sin causalidad, cuyas actitudes vitales bondadosas (2) le llevan continuamente al sufrimiento y, a quienes le rodean, a la tragedia (cfr. Dostoievski 1868).

El idiota lúcido, por su parte, carece de generosidad, es conceptualmente egocentrista y tolera, como parte de la vida, lo que estima injusto (en caso de conocer, que no de poseer, algún tipo de referencia moral cultural) o incluso lo promueve, si considera que ello contribuye a su conservación material. La idiotez lúcida es una renuncia consciente a la búsqueda de la verdad, un modo de amoralidad cotidiana sustentada en la supervivencia como bien supremo, una existencia moralmente falaz, despojada de cualquier noción de inmaterialidad, cuyo efecto multiplicador (social, en consecuencia) se manifiesta como corrupción.

La corrupción es esencialmente una ocultación consciente de la verdad, que, cuando es ejercida por hombres prominentes e influyentes (3), encuentra su expresión en leyes, normativas y campañas propagandísticas sesgadas, tendenciosas, dogmáticas incluso, que persiguen un igualitarismo excluyente. Esta clase de corrupto no se percibe a sí mismo como un idiota –ni es considerado como tal por sus congéneres; si acaso, como un delincuente o, incluso, como un héroe (4)–, sino, al contrario, como un ser habilidoso, capaz de sacar provecho de todo cuanto está a su alcance, lo que lo autojustifica como sujeto relevante, en tanto en cuanto tiene la aptitud necesaria para combinar la explotación con una tolerancia interesada, subordinada a sus metas de dominación, cuyo fin es enmascarar su absoluta falta de respeto por la libertad, que, a veces, según parece, es el precio por una seguridad, en la mayoría de las ocasiones, hipócrita. Ello, a mi juicio, no obsta para que siga siendo un idiota lúcido, sobre todo, teniendo en cuenta que, a pesar de su competencia, su ostentación de tal condición limita en el tiempo sus actuaciones, salvo que estas lleguen a imponerse tristemente por la fuerza.

El corrupto ordinario, el idiota lúcido corriente y moliente, es el muñidor necesario del anterior, que se escuda y se autocomplace en su pequeñez para dar rienda suelta a una amoralidad intrínseca, aunque de difícil visibilidad, bien porque su afectación es limitada, bien porque está tan normalizada socialmente, que, incluso, se vuelve moneda corriente en las relaciones sociales cotidianas, y es apreciada, inclusive, como un rasgo «humanizante». De forma tal que el idiota lúcido se enfrenta a la vida como un existir en competencia, como una carrera con petición de principio por la supervivencia; por ejemplo, intentando alargar una baja médica, buscando artificios que avalen la percepción de una ayuda o de una subvención, dando lecciones de feminismo e igualdad tras visitar un lupanar, autodeterminándose mujer lesbiana en un cuerpo biológicamente masculino, llenándose el cuerpo y la ropa de identificadores convenientes, defendiendo la discriminación positiva indiscriminada, manifestándose por una igualdad dominante, autoritaria, o equiparando la libertad con volver sola y borracha a casa.

El idiota lúcido es, ante todo, cívico, si se me permite el coloquialismo, discontinuo: precisa de una imagen civilizada que proyectar a quienes identifica como iguales –a los que, por lo general, no aprecia más que superficialmente–, siendo ostensiblemente cortés con ellos, a la vez que interesada y contundentemente descortés con aquellos que categoriza como elementos peligrosos para su supervivencia corrupta, con aquellos de los que sospecha algún principio moral que pueda amenazar su estatus en el ranking de aceptabilidad social.

Ante esto, y sin fe, la única posición honesta es el cinismo. El cínico busca descarada, descarnada y brutalmente la verdad, hacer aflorar la corrupción para fustigar al corrupto sin ningún pudor ni piedad, con una desfachatez noble, que, a falta de evolución, provoque una revolución social de carácter moral. El cínico es políticamente detestable, despreciable, socialmente perturbador, profundamente intolerante con la sociedad por su falsedad y su impostura intrínsecas; y, por tanto, inmisericorde con el hipócrita, fuente de todo mal que nos aparta de nuestro destino natural: el de existir armónicamente con el entorno, no con el contexto social, siempre fruto de la manipulación humana egoísta e interesada.

El cínico envidia al idiota inconsciente por su esperanza (sobrenatural o no); pero no lo admira, por su inutilidad. Querría, pero no puede admirarlo, precisamente, por su inconsciencia, porque, aunque se inmolara por la verdad, esto no sería más que fruto de la casualidad o de una voluntad sobrehumana, que el cínico no alcanza a comprender, y a la que la existencia no puede estar sometida si quiere permanecer. El cínico libera la tensión entre la verdad y la realidad mediante la provocación, intentando imponer aquella a esta para encontrar racionalidad en el devenir y para suplir una carencia esencial: la de concebir una voluntad creadora sobrenatural.

A falta de fe, el ser humano solo puede aspirar honradamente al cinismo para seguir siendo como y con la naturaleza –implacable, imprevisible, devastadora–, para integrarse en ella como un elemento más, identificativo de ella. El cinismo es la alternativa laica a la fe. Por eso, el cínico, como el santo, es un ser atormentado, orgullosamente atormentado por la ausencia de verdad y, por tanto, de justicia, que suple la educación y la urbanidad al uso con el ingenio mordaz, con la sátira, con la ironía, con el oxímoron, con la metáfora sarcástica, con la comparación hiriente: el cínico no impone las manos, porque no puede; pero practica una sangría en busca de la sanación.

El cínico, a la postre, es un explorador que aspira, con muy pocos medios, a ser una conciencia profana enraizada en la búsqueda constante de la verdad, siempre escudriñando, fiel a su incansable carácter descubridor de un El Dorado con cuya comprensión no ha sido bendecido.



Notas

1. Así entendida por los no condicionados por existencias posmaterialistas.

2. Para los marcados moralmente por la concepción de la virtud y, consecuentemente de la vileza, que contemplan un criterio misericordioso de la aplicación de la justicia en la valoración de las palabras, los actos y las actitudes ajenos.

3. Que, en algún momento, no lo olvidemos, fueron individuos comunes que ya practicaron progresivamente y en distintos grados crecientes la corrupción «anónima».

4. Lo que demuestra que no hay corruptos operativos por generación espontánea, sino como consecuencia de la microcorrupción de la sociedad en la que medran.



Bibliografía

Dostoievski, Fiodor
1868 El idiota. Madrid, Alianza Editorial, 2012.


Publicado 24 marzo 2024