Número 19, 2024 (1), artículo 1


La antropología y el paradigma de complejidad de Edgar Morin


Pedro Gómez García

Catedrático de Filosofía jubilado. Universidad de Granada




RESUMEN
El paradigma de la antropología compleja de Morin no aporta nuevas teorías científicas, pero sí un ‘metapunto de vista’, un enfoque panóptico para la reflexión filosófica. Nos enseña a repensar en conjunto los resultados heteróclitos de las ciencias, sus dispares métodos y los condicionantes epistémicos que las constriñen históricamente.


TEMAS
antropología · Edgar Morin · emergentismo · epistemología · paradigma de complejidad · unidualidad humana



La realidad humana nos resulta enigmática y compleja. Los esfuerzos por crear una ciencia que dé razón de esta complejidad no han cesado. Edgar Morin es uno de los pensadores que más ha trabajado en esta dirección, profusamente, durante más de medio siglo. En este artículo, trato de compendiar las etapas del pensamiento antropológico moriniano, desde su inicial posición marxista, centrada en el «hombre total». Tras su rechazo de la dialéctica, la propuesta de concebir la inserción del hombre en el cosmos. Luego, la idea de la unidualidad bio-cultural humana. Y en fin, diversas formulaciones de un macroconcepto de hombre, capaz de articular las dimensiones fundamentales: individuo, sociedad, especie y humanidad. Para ello, promueve el desarrollo del paradigma de complejidad, que aúna un sentido tanto epistemológico como antropológico. En este punto, planteo una reflexión sobre dicho paradigma inherente a la antropología compleja y una revisión del estatuto teórico que le corresponde, con el fin de determinar si el conocimiento que aporta es de índole científica o, más bien, filosófica.

 

El ‘hombre total’ desde la dialéctica ampliada

El fruto de su acercamiento inicial a la antropología se recoge ya en sus primeros libros: El hombre y la muerte (1951), y El cine o el hombre imaginario (1956). Allí, dentro todavía del marco teórico marxista, ensaya una flexibilización del método dialéctico, con el empeño de lograr que la concepción del «hombre total» incorpore no solamente lo económico, sino también lo biológico y lo imaginario.

Morin se proponía entonces la construcción de una antropología como «ciencia total» de inspiración marxista y con algunos elementos freudianos:

«Esta ciencia total, cuyo deber es utilizar dialécticamente y de una forma crítica todas las ciencias humanas y naturales para dar cuenta de la producción progresiva del hombre por sí mismo, nueva en la medida en que nosotros hayamos sabido considerar concretamente la historia en su realidad humana y al hombre en su realidad histórica, la denominamos antropología genética» (Morin 1951: 18).

En la comprensión del hombre hay que tener en cuenta simultáneamente sus diversas dimensiones constitutivas. Destaca como lo más específicamente humano la conciencia de la muerte y la afirmación de la individualidad, así como la capacidad adaptativa por medio de la técnica y el lenguaje, propios de la especie. Subraya la importancia de los mecanismos imaginarios de identificación-proyección, de participación colectiva a través del mito y la magia. Otorga cierta preeminencia al individuo, en la dialéctica envolvente con el cosmos, la especie y la sociedad, ya que consigue emanciparse y autoafirmarse gracias a los medios que le facilita la cultura. Ahí daba aún escasa importancia a la biología.

 

El rechazo a la dialéctica de la totalidad

El malestar teórico y vital lo sumerge en una problemática de la que, a través de una meditación que todo lo cuestiona, emerge con la determinación de abandonar definitivamente la dialéctica, en cuanto esta implica el concepto de «totalidad». También reniega del marxismo, en Autocrítica (1959). Esta metamorfosis teórica la describe en dos libros: Introducción a una política del hombre (1965) y Lo vivo del sujeto (1969). Despoja al método dialéctico de su sentido hegeliano-marxista, aunque todavía siga haciendo uso del término. Las contradicciones no son superables en un todo que las reconcilie. Son un aspecto constitutivo y permanente de todo proceso, tanto en el cosmos como en la realidad humana que en él está implantada.

El pensamiento antropológico moriniano rechaza el «hombre total» marxista y refuta el determinismo infraestructural, convencido de que las superestructuras también inciden en el proceso real. Cree necesario un replanteamiento del problema general del hombre, un ser hecho de contradicciones, a la vez empírico e imaginario, fáctico y mágico, racional y mítico, inserto en el mundo. Busca cómo establecer las bases para una nueva antropología fundamental, sin acabar aún de conseguirlo.

Pasa por una fase en la que trabaja en un ambicioso proyecto de antropocosmología, según él mismo lo denomina. Piensa que la clave está en la inserción del hombre en el cosmos. «Tesis de partida: todo lo que es cosmología concierne esencialmente al hombre, todo lo que es antropología concierne esencialmente al cosmos» (Morin 1969: 327). Recopila elementos teóricos procedentes de la teoría de la relatividad de Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg, el neomarxismo de Adorno, Horkheimer y Marcuse, la noción del inacabamiento humano de Bolk, la lógica antagónica de Lupasco, la física cuántica, la antimateria, la cibernética, la teoría de la información. No solo la dialéctica, sino el paradigma convencional de la ciencia están en crisis. Se impone la necesidad de una reforma generalizada del pensamiento, que ponga en interrelación las ciencias físicas, biológicas y antroposociales, para el estudio multidimensional del hombre, más allá de los moldes marxiano y freudiano. Debe incluir una teoría no cartesiana del sujeto, una teoría del yo, habitado por todas las fuerzas antagónicas de la especie, la sociedad, la psicoafectividad. Ha comprendido que hay que relegar cualquier dogmatismo y que la vía más segura para avanzar es la que se abre a partir de las aportaciones de las ciencias.

 

El mito moriniano la amortalidad humana

Quizá Morin aún veía lo biológico con los ojos del idealismo utópico marxista, cuando soñaba con superar en este mundo la muerte. En el libro de 1951, El hombre y la muerte, primera edición, ensaya una antropología de la muerte en cuya conciencia emerge una singularidad humana. Allí apunta al mito de la «amortalidad», pensando que el esquivar la muerte estaría al alcance humano en un futuro relativamente próximo. Así, interpreta que tal cosa es posible, a partir de ciertos fundamentos que rastrea en la prehistoria, la historia, la etnología, la sociología, la psicología infantil, la psicología social y la biología. Hay que romper los moldes, para concebir al hombre en su esencial indeterminación biológica y cultural. La inespecificidad de ese todo complejo que es el hombre permite dar consistencia al «núcleo de la individualidad» (Morin 1951: 91), que se vuelve lo más específico, entre otras cosas, en su modo singular de afrontar la muerte.

En efecto, la conciencia de la muerte es una característica exclusivamente humana, una conciencia trágica. Esta pérdida abismal, mientras la especie y la sociedad sobreviven, entra en contradicción con la afirmación individual, cuando «la afirmación incondicional del individuo es una realidad humana primera» (Morin 1951: 36). Es una inadaptación constitutiva que se expresa en la aspiración a la inmortalidad, nombrada como deseo, anhelo, hambre, postulación, ansia, necesidad de inmortalidad. A ella responden las concepciones de la muerte elaboradas a lo largo de la historia, en dos direcciones distintas. Una, en la línea del «cosmomorfismo», se inspira en el renacer de la vida en la naturaleza, y concibe al individuo con el cosmos, en un proceso de muerte y resurrección, o de muerte y descanso eterno. Otra, el «antropomorfismo», postula la inmortalidad, alguna forma de preservación de la individualidad más allá de la muerte, como supervivencia del doble o del alma.

Morin pretende alejarse de las posiciones dogmáticas, tanto la de la filosofía que claudica ante la muerte, como la de la religión que salta por encima del abismo. Imagina que la capacidad adaptativa humana, con los avances de la ciencia médica, será capaz de transformar la vida hasta obtener la «amortalidad». El individuo humano está abierto a múltiples participaciones en el mundo, mediante las cuales se autoafirma y descubre posibilidades infinitas de autodeterminación. El desarrollo histórico de la técnica, el lenguaje, el mito y la magia lo van adaptando a la realidad de la muerte. Sobre todo, el progreso técnico constituye la punta de lanza para que el individuo se apropie prácticamente del mundo y de sí mismo (cfr. Morin 1951: 95). Así, se humaniza, no solo en el plano de la objetividad técnica, sino también en el de su subjetividad, enriquecida por el lenguaje, el mito y la magia que exalta su poder sobre la naturaleza en la que participa. Este proceso lleva consigo a la vez una alienación y una apropiación del mundo. Esta última, en virtud de la cultura, refuerza la afirmación de la individualidad, construida en medio de las problemáticas interacciones con la sociedad y con la especie. Ahí cobra sentido el papel de lo simbólico y lo imaginario, que contribuyen a humanizar el mundo «no sólo fantásticamente, sino mental y afectivamente» (Morin 1951: 107), desplegando un horizonte de aspiraciones humanas y proponiendo fines a la acción técnica. Uno de los objetivos de la autoproducción respondería a la conciencia de la muerte y al deseo de inmortalidad.

El último capítulo de El hombre y la muerte presenta el mito moriniano de la superación individual de la muerte en este mundo. Sin duda, hiperoptimista. Comprobada la universal aspiración antropológica a la inmortalidad, visto su fracaso cósmico hasta ahora y desconfiando de la promesa fantástica de la religión, piensa que la tendencia fundamental a la afirmación individual comporta la posibilidad real de alcanzar una «individualidad amortal» (Morin 1951: 350), que llegaría a través del futuro desarrollo de la ciencia y la técnica. Cada vez más, se iría prolongando la vida humana, gracias a medios de rejuvenecimiento y remedios restauradores de la integridad corporal, hasta que la longevidad resulte indefinida en forma de amortalidad. El individuo impondrá la primacía de su autoafirmación. La ciencia, puesta a su servicio, no lo volverá inmortal, pero lo mantendrá libre de la muerte.

En la reedición del libro, publicada en 1970, Morin añadió un nuevo capítulo final con «nuevas conclusiones». Sin alterar lo fundamental de sus análisis, lleva a cabo una reconsideración crítica del «mito moriniano» de la amortalidad. Reconoce: «Por mi parte yo también estaba tratando de buscar una escapatoria a la tragedia de la muerte» (Morin 1951/1970: 359). Rectifica la idea de la amortalidad biológica «cada vez menos concebible» (Morin 1951/1070: 368). La realidad es mucho más compleja, menos manejable. La muerte parece inexorable. Solo cabe reformar y prolongar en lo posible la vida individual. Pero se resiste a aceptar que el drama de la existencia, que incluye la muerte, no podrá ser vencido en términos de la naturaleza.

Morin vuelve a repensar su concepción del hombre como tríada individuo-sociedad-especie en relación de interdependencia, contradicción y complementariedad. Sigue insistiendo en la idea de dar preeminencia a la figura del individuo, aunque este no puede desgajarse en exceso de la especie y de la sociedad, pues no puede escapar al juego de las contradicciones con respecto a ellas, que no tiene fin. Era un «error teórico» autonomizar tanto al individuo. Con todo, nuestro autor se interroga por el porvenir de la identidad humana a largo plazo: ¿metahumanidad?, superhumanidad?, ¿desmortalidad? Conserva su esperanza en las posibilidades de reestructuración revolucionaria de las relaciones entre individuo, sociedad y especie, que daría nacimiento a un «metaántropo», un «bionauta», porque cree que aún no se ha manifestado el misterio de la vida y del mundo, del que el hombre es portador.

 

El nuevo paradigma de la unidualidad del hombre

Desde 1970, ya ha llegado al convencimiento de que la revolución biológica ofrece los instrumentos para el despegue definitivo de su reconversión teórica. Arranca de la nueva biología, que ha descifrado la estructura del código genético. A ella añade la teoría de sistemas y la cibernética. También incorpora la ecología. Todos los avances científicos contribuyen a encontrar los nuevos fundamentos para la construcción de una antropología compleja. Este es el giro decisivo que expone en Diario de California (1970) y desarrolla en El paradigma perdido (1973). Pocos años más tarde, entra en fase de madurez al publicar el primero de los seis tomos de El método (1977-2004). Postula una reforma del pensamiento sobre la base de lo que finalmente llama «paradigma de complejidad» (un estudio más amplio sobre la antropología compleja moriniana: Gómez García 2003).

Para tan gran empresa de concebir la complejidad y las relaciones entre orden y desorden en la producción de organización, sigue haciendo confluir conceptos provenientes de las innovaciones teóricas de vanguardia. Entre ellas, aparte de la genética y la biología molecular, la microfísica y la termodinámica, la etología y la «sociedad contra natura» de Serge Moscovici, la teoría de sistemas de Ludwig von Bertalanffy, la cibernética de Norbert Wiener, Gregory Bateson y William Ross Ashby; la teoría de la información de Claude Elwood Shannon, Warren Weaver y Léon Brillouin; la teoría de los autómatas autorreproductores de John von Neumann, el principio de «orden a partir del ruido» y el azar organizador de Heinz von Foerster; las teorías de la autoorganización de Henri Atlan, las «estructuras disipativas» de Ilya Prigogine, la teoría de las catástrofes de René Thom, las teorías cognitivas de Humberto Maturana, los límites del formalismo de Jean Ladrière, la visión sobre la ciencia y la técnica de Edmund Husserl y Martin Heidegger. Todo ello abre camino a un nuevo paradigma para el conocimiento.

La construcción de la antropología compleja, que le parece llamada a revolucionar las ciencias del hombre, se funda así sobre tres pilares teóricos sistemáticos: la antropocosmología, la antropobiología y la antroposociología. Es decir, sobre la articulación de physis, bios y ánthropos, como sistemas que engranan entre sí una relación dialógica cosmo-bio-socio-antropológica.

Más allá de la teoría de sistemas, Morin elabora una teoría de la organización, que combina el orden y el desorden, el sistema y el acontecimiento. Concibe el sistema humano como un modelo cuyo núcleo invariante está constituido por la indisociable articulación de especie-individuo-sociedad:

«Más que nunca, pienso que al hombre hay que captarlo como ser trinitario: especie, individuo, sociedad. El hombre pertenece a la biología, la psicología, la sociología concebidas no como sectores yuxtapuestos, sino como manifestaciones de la misma realidad. El carácter propiamente antropológico (con relación al soporte biológico) no es tal o cual rasgo distintivo, sino una gama de rasgos más o menos distintivos que constituyen juntos su singularidad» (Morin 1970: 110).

Ninguno de los tres polos sistémicos resulta reducible a otro, ninguno es solo función del otro. El nuevo paradigma epistemológico pretende hacerse cargo y dar razón de la multidimensionalidad humana mediante la dialógica cosmo-bio-antropológica. La problemática que ha de centrar la investigación radica en la vinculación entre los diferentes subsistemas o niveles de organización: la inserción de lo antroposocial en lo biológico y de lo biológico en lo cósmico.

Cree que el nuevo paradigma, que concede importancia capital a la articulación recursiva entre biología y antropología, no solo servirá para elaborar la teoría antropológica, sino que ayudará a afrontar, en su verdadera escala, los problemas de la humanidad con un nuevo enfoque antropoético y antropolítico. Sobre estos aspectos prácticos, va publicando numerosos libros e incontables artículos (que aquí no podemos considerar).

Dentro del armazón de interrelaciones propio de la antropología compleja, Morin otorga especial importancia al acoplamiento bio-cultural, que debe superar la oposición entre naturaleza y cultura. La humanidad integra la animalidad. Por eso, insiste en concebir la «unidualidad del hombre», como ser a un tiempo biológico y cultural. Porque el ser humano pertenece simultáneamente al orden de la naturaleza y al de la cultura.

«Henos aquí, pues, ante un concepto de doble entrada, como todo concepto científico, incluido el concepto de energía o de masa: una entrada natural y una entrada cultural. (…) Lo que nos introduce en un problema de método: el concepto de hombre, incluso allí donde es definido científicamente, conserva un carácter sociocultural irreductible. Pero ahí mismo donde es sociocultural, remite a un carácter biológico irreductible. Es necesario, pues, ligar las dos entradas del concepto de hombre según un circuito en el cual uno de los dos términos remite siempre al otro, circuito que permite al observador científico considerarse a sí mismo como sujeto enraizado en una cultura hic et nunc» (Morin 1980b).

Sin embargo, el estudio de los fenómenos socioculturales permanece, aún hoy, del todo ajeno a los fenómenos biológicos. Y las disciplinas biológicas que se ocupan del hombre ignoran por completo la psicología, la sociología, la antropología cultural. De modo que todas incurren en una visión sectorial y fragmentaria.

«Decir que el hombre es un ser bio-cultural, no es simplemente yuxtaponer estos dos términos, es mostrar que se coproducen uno al otro y que desembocan en esta doble proposición:

– todo acto humano es bio-cultural (comer, beber, dormir, defecar, aparearse, cantar, danzar, pensar o meditar);

– todo acto humano es a la vez totalmente biológico y totalmente cultural» (Morin 1980b).

La antropología que se busca tiene que asumir esa realidad del ser humano que, en cuanto tal, es al mismo tiempo total y plenamente viviente y sociocultural, como resultado de un proceso de hominización complejo: desde el interior de una evolución inserta en la historia natural, emergió la cultura, la organización humana diferenciada, sujeta a normas y prohibiciones. Si nos fijamos en el individuo como espécimen de la especie biológica, a la vez que miembro de la sociedad, vemos reaparecer el trisistema especie-sociedad-individuo, en un juego de interrelaciones recursivas permanentes.

 

El macroconcepto de hombre, ternario y cuaternario

El propósito global apunta al entrelazamiento de las ciencias relativas al sistema humano. Para tal fin plantea una reorganización de la epistemología del saber, una innovación metodológica y teórica, capaz de superar los límites del paradigma de la ciencia clásica y progresar hacia la configuración de un nuevo paradigma del conocimiento. Este edifica la epistemología sobre fundamentos antropológicos, al tiempo que la nueva antropología postula una nueva epistemología. La concepción del hombre se presenta como ternaria, articuladora de especie, sociedad e individuo, sin que ninguno de los polos explique a los demás, ni se explique por sí solo. Porque lo que se requiere es un principio de explicación complejo:

Imagen1

Desde este punto de vista complejo, podemos hacer una lectura de los volúmenes de El método, en su doble vertiente, epistemológica y antropológica, filtrando lo relevante para la explicación de este núcleo de la concepción compleja del hombre, que engloba además la objetividad de las estructuras y la subjetividad de la experiencia.

«Es preciso operar las aperturas fundamentalmente necesarias a la ciencia del hombre, y esto no solamente abriendo los conceptos de individuo, sociedad, especie, unos sobre otros, sino considerándonos, nosotros mismos, como una raza abierta marcada por el vacío existencial en nuestros seres, nuestros sentimientos, nuestros amores, nuestros fantasmas, nuestras ideas. Lo veremos cada vez más: una teoría abierta, una scienza nuova no tiene por qué rechazar la existencia como desecho subjetivo» (Morin 1977: 241).

Dentro de una teorización organizacional, el ser biológico del hombre, arraigado en su naturaleza física, constituye un ser máquina que resulta del ciclo maquinal que representa la reproducción de la especie humana, a la vez que forma parte de la megamáquina social. En la organización de las tres dimensiones desempeña un papel clave la información: están organizadas informacionalmente en un bucle recursivo que va de lo físico a lo biológico y lo antroposocial. Anclado en el cosmos y la vida, el hombre sapiens/demens sigue el juego del orden/desorden/organización, la dialógica de los antagonismos: desorden/orden, desorden/organización, caos/cosmos, uno/múltiple, singular/general, autonomía /dependencia, aislamiento/relaciones, acontecimiento/elemento, organización/desorganización, invariancia/cambio, equilibrio/desequilibrio, causa/efecto, causalidad/finalidad, apertura/cierre, información/ruido, información/redundancia, normal/desviante, central/marginal, improbable/probable (cfr. Morin 1977: 428). Los términos opuestos no son solo antagónicos, sino que son a la vez complementarios y concurrentes, se integran en un metasistema y se pueden expresar en la gráfica de un macroconcepto.

Los sistemas vivos se integran y adaptan al ecosistema, que incide en la filogénesis, en la selección del genotipo. Lo propio del viviente es el autós, base biológica del sujeto a partir de la computación celular. Luego, al desarrollarse el aparato neurocerebral, el sujeto aprende, más allá de los genes, de lo que el ecosistema le enseña y, así, crea estrategias cognitivas y comportamentales. La interrelación entre el sistema vivo y el ecosistema obedece a varios principios: el principio de inscripción bio-tanática; el principio de eco-autoorganización; el principio del desarrollo mutuo y recursivo de la complejidad eco-auto-organizadora; el principio de dependencia de la independencia; el principio de explicación dialógica de los fenómenos vivientes (cfr. Morin 1980a: 86-87). La vida es, indisociablemente, relación entre autoorganización y ecoorganización. Todo lo viviente debe explicarse en el marco del paradigma de la auto-eco-reorganización computacional-informacional-comunicacional.

La estructura de la sociedad se inscribe subjetivamente en cada uno de sus miembros, que así computan no solo para sí, sino también a favor de ella. En el proceso de hominización emerge un tipo de sociedad con un genos propiamente social, que es la cultura. Más tarde, surge un aparato central de la sociedad, que es el Estado. Primero, la cultura, como información extragenética, se codifica y transmite gracias al lenguaje de doble articulación. Después, la historia conforma el aparato geno-fenoménico del Estado, que interviene en la autoproducción del ser social e impone una «dialógica de sojuzgamientos y de emancipaciones» (Morin 1980a: 290), dando nacimiento a la nación como comunidad mítico-real. Ahí, las relaciones entre la autoorganización del individuo humano y la organización sociocultural se vuelven ambivalentes y complejas, y en ellas puede tanto aumentar como disminuir el espacio de la libertad.

Para Morin, la realidad del ser humano viviente se halla constituida por diferentes ontologías, de distintos planos: genético, fenoménico, ecológico, subjetivo, social y cultural, corporal y espiritual, conformando una unitas multiplex, o en otras palabras el homo complexus. Por todas los caminos, reencontramos la trilogía del concepto de hombre, indisociablemente especie-sociedad-individuo, que despliega entre sus dimensiones constitutivas unas interretroacciones no deterministas, no lineales, sin jerarquía fija, sin abandonar cada una su particular finalidad. En el desarrollo complejo de sus interrelaciones emerge, cada vez con más nitidez, un cuarto término, la humanidad: la especie humana como realidad planetaria, comunidad de destino histórico, integrada por todas las naciones de la Tierra, a la vez que con un significado cualitativo. De este modo, la trilogía se transforma en tetralogía:

_sistema-antropo-tetraedro-0

Esta nueva dimensión inherente al macroconcepto de hombre, la humanidad, es también irreductible e introduce una complejidad aún mayor: «la humanidad no se reduce de ningún modo a la animalidad, pero sin la animalidad no hay humanidad. El homínido deviene plenamente humano cuando el concepto de hombre comporta una doble entrada; una entrada biofísica, una entrada psico‑socio‑cultural, que se remiten la una a la otra» (Morin 2001: 37).

Los productos del espíritu humano, objetivados en la cultura, constituyen seres del espíritu: ideas de todo tipo, lenguajes, conceptos, mitos, teorías, que adquieren vida propia en su ecosistema, la noosfera, y se autoorganizan conforme a principios noológicos propios:

«Un sistema de ideas posee cierto número de caracteres auto-eco-re-organizadores que aseguran su integridad, su identidad, su autonomía, su perpetuación; le permiten metabolizar, transformar y asimilar los datos empíricos que dependen de su competencia; se reproduce a través de los espíritus/cerebros en las condiciones socioculturales que les resultan favorables. Puede tomar la suficiente consistencia y potencia como para retroactuar sobre los espíritus humanos y sojuzgarlos» (Morin 1991: 141).

Las entidades noológicas operan como mediadores respecto al mundo y la sociedad, en una dialógica que toma información de ellos y elabora su visión desde la autonomía de las propias reglas, en concurrencia con otras ideas, bajo la presión de los procesos psíquicos y sociales, en medio de contradicciones e incertidumbres ineliminables.

Ante el problema de la unidad y diversidad humanas, observables en el plano genético y en el cultural, que da pie a tantos conflictos particularistas, Morin nos insta siempre a profundizar en el enfoque de lo uno múltiple, para comprender la identidad humana. Hay que relacionar lo universal y lo particular en un marco teórico que nos inmunice no solo frente a la multiplicidad inconexa del particularismo, miope para ver la unidad, sino también frente al uniformismo de la unidad abstracta, ciega para percibir la diversidad. El hecho irreductible de la complejidad constitutiva muestra que no hay en ninguna parte un «nivel fundamental» capaz de explicar la condición humana, al que se pudieran reducir todos los demás, como si fueran epifenómenos.

Con respecto a la antropología, ya sean dos, tres o cuatro las entradas destacadas en el macroconcepto de hombre, este intenta siempre superar los reduccionismos y reconducir nuestro conocimiento por el buen camino de la complejificación. En él, los diferentes componentes se conciben como subsistemas que se van engranando unos con otros, bajo el mandato del paradigma de complejidad, o paradigma organizacional, que el método de Morin va articulando por partes, a medida que se explicitan y analizan las diferentes dimensiones, representadas en forma de un macroconcepto que finalmente queda así: auto-(geno-feno-ego)-socio-eco-re-(retro-meta)-organización.

 

La emergencia singular del pensamiento consciente

Hasta el final de El método, la indagación del autor continúa girando en torno a la antropología compleja. Habla de «la trinidad humana», y vuelve a disertar sobre la inseparabilidad entre especie-sociedad-individuo, donde cada término es a la vez medio y fin del otro. Se remonta, una y otra vez, al enraizamiento cósmico y al gran despliegue de la vida y el proceso de hominización, hasta encontrar la emergencia de la humanidad de la humanidad en el bucle recursivo entre cerebro-espíritu-lenguaje-cultura, que instaura una segunda naturaleza privativa y exclusivamente humana. Esta trae consigo los atributos de la racionalidad y la técnica, el mito y la magia, lo imaginario y lo ético, la prosa y la poesía; y también la conciencia de la muerte, la ignorancia y el misterio.

Lo más específicamente humano emerge en el pensamiento consciente, pero este debe entenderse como fruto del árbol de la vida. La fuente última del conocimiento brota de la actividad computante del ser celular, la misma que constituye al ser vivo en individuo-sujeto. Pues toda vida conlleva una dimensión cognitiva. Conocer es inicialmente computar. Y de la computación viviente arranca todo conocimiento. Según Morin, hay que priorizar la computación y la auto-eco-organización. Todo ser celular se concibe como un ser-máquina computante, solucionador de problemas. De la computación celular se pasó al computo policelular, en un nivel en que ser, hacer y conocer todavía continúan indiferenciados. Ya entonces, el computo resuelve los problemas del vivir y el sobrevivir, logrando la regeneración del propio ser, solventando la alimentación y la defensa, y la reproducción en un entorno aleatorio, para lo que necesita obtener y procesar información.

Se denomina computo «el acto computante ‘de sí/para sí’» (Morin 1986: 43). Desde el unicelular, el computo ergo sum es lo que permite concebir la noción de sujeto. Este, centrado en su mundo, se computa a sí mismo y al mundo. El computo, sin escapar a la subjetividad, es, no obstante, eficaz en el procesamiento objetivo de ciertos aspectos de sí y del mundo exterior. De hecho, todo conocimiento implica necesariamente los caracteres ego-(geno-socio-etno)-céntricos propios del sujeto.

Las operaciones de computación se atienen a una doble lógica básica, de asociación (conjunción, inclusión, identificación, implicación) y de separación (diferenciación, oposición, selección, exclusión). De modo que, a partir del computo celular existe ya una cierta capacidad de conocimiento objetivo del entorno y de autocomputación con una dimensión autocognitiva arcaica. Durante la evolución de las formas vivas, la interacción con el ecosistema hizo que las estructuras del mundo exterior se fueran interiorizando en el ser auto-eco-organizador, habitado así por el mundo donde habita.

En el reino animal, aparecen la red nerviosa y la movilidad muscular. El sistema nervioso se seleccionó filogenéticamente a partir de las interacciones con el mundo exterior, y su desarrollo va asociado al movi­miento (búsqueda de alimento, defensa). El cerebro aparece como «un gigantesco centro de computa­ciones» (Morin 1986: 64), que procesa e interrelacio­na el conocimiento y la acción, y potencia la comunicación entre congéneres. Esta comunicación aparece vinculada a códigos o lenguajes. Al mismo tiempo, se va desarrollando la sensibilidad interior, algún tipo de afectividad.

En el animal, aparece un órgano peculiar del conocimiento y surge el conocimiento cerebral, consistente en computa­ción de computaciones. Constituye una megacomputación de las computa­ciones neuronales de enésimo grado, organizadas en diversas regiones cerebrales, donde cada nivel emergente retroactúa sobre aquéllos de los que emerge. El gran computo cerebral cuenta con una memoria doble, hereditaria y adqui­rida, esta última con terminales sensoriales que le aportan información y con principios organizadores del conocimiento. Los mamíferos disponen ya de esquemas cognitivos precategoriales (cfr. Morin 1986: 67), con los que se despliega la inteligencia animal. El conocimiento toma vuelos conforme van evolucionando la individualidad, la cerebralización, la afectividad, las posibilidades de elección, la curiosidad, el juego, la inteligencia y, por supuesto, también los avances en la socialidad. En resumen:

«La humanidad del conocimiento ha superado con mucho la animalidad del conocimiento, pero no la ha suprimido: nuestro conocimiento es cerebral. (...) La diferencia está en la cantidad de neuronas y en la reorganización del cerebro. Las cualidades humanas irreductibles a las que llamamos pensamiento y conciencia han emergido a partir de esta diferencia de organización» (Morin 1986: 75).

Con la complejificación de la organización cerebral de nuestra especie culmina la hominización del conocimiento y surgen las nuevas competencias: lenguaje, pensamiento, conciencia. Este perfeccionamiento original es inseparable de la evolución práxica y técnica y de la evolución cultural. La mente humana, además, puede operar tan autónomamente que llega a desco­nectarse de la actividad sensorial y motriz, creando universos simbólicos, imaginarios, conceptuales, mitológicos, que revelan de forma eminente la humanidad del conocimiento.

La sede de estas propiedades que nos caracterizan radica en el espíritu humano, en la mente que llega a ser consciente, transformando el computo en cogito.

Frente a cualquier enfoque reduccionista, o dualista, Morin propugna la «unidualidad cerebro → espíritu» (y viceversa). Debemos reconocer ambas realidades y su mutua dependencia e implicación: «Lo que afecta al espíritu afecta al cerebro y, vía el cerebro, al organismo entero» (Morin 1986: 82). Ni el cerebro ni el espíritu se explican cabalmente uno al otro, pero tampoco se explican uno sin el otro. Constituyen una unidualidad compleja que no se puede subsumir en un concepto simple.

Cerebro y espíritu o mente, por lo demás, deben comprenderse en sus relaciones con la cultura, junto con la cual forman una trinidad. Privado de la cultura, y en particular sin el lenguaje, el espíritu apenas habría despertado y el cerebro permanecería infradesarrollado. Por lo tanto, es necesario comprender que el bucle de la «complejifi­cación restringida» (cerebro-espíritu), debe embuclarse en una «compleji­ficación generaliza­da» con el otro bucle de sociedad-cultura, inscribiéndose ambos en un macrocon­cepto. El aparato neurocerebral humano efectúa la metamorfosis de las computaciones en «cogitaciones» o pensamientos: «El lenguaje y la idea transforman la computación en cogitación. La conciencia transforma el computo en cogito» (Morin 1986: 87), siendo el cogito pensamiento consciente. Así, el espíritu humano aflora como emergencia en forma de pensamiento consciente, y retroactúa sobre las condiciones cerebrales y socioculturales de su aparición; se convierte en coproductor y coorganizador del cerebro y de la cultura. El espíritu se puede definir así:

«Es la esfera de las actividades cerebrales, en la que los procesos computantes adquieren forma cogitante, es decir, de pensamiento, lenguaje, sentido, valor y donde se actualizan o virtualizan fenómenos de conciencia» (Morin 1986: 91-92).

En síntesis, el espíritu-cerebro queda restituido en una humanidad que, a su vez, queda reintegrada en una animalidad asumida y elevada. En su funcionamiento, Morin propone tres principios de inteligibilidad interrelacionados: el principio dialógico, el principio recursivo y el principio hologramático, mediante los cuales alcanza a concebir adecuadamente la hipercomplejidad cerebral, de la que emerge el pensamiento consciente que singulariza a la humanidad.

Las conclusiones apuntan como logro a la elucidación de las posibilidades y límites del conocimiento humano, sus servidumbres y grandezas, sus universales antropoló­gicos. Estos universales cerebro/espirituales solo llegan a constituirse, emerger y expresarse «cerebro-culturalmente», es decir, por medio del lenguaje social y en virtud de la interiorización de la cultura, que, literalmente, modela la estructura biológica y funcional de nuestro cerebro humano. De ahí que comprender la humanidad del conocimiento sea el camino a un mejor conocimiento de la humanidad.

La racionalidad propia del pensamiento humano, auxiliada por una lógica flexible, ha de ser una racionalidad abierta, capaz de trascender incesantemente los sistemas históricos que ella misma construye. El verdadero pensamiento racional explora todas las fronteras, afronta lo real impenetra­ble y dialoga con todas las otras formas de pensamiento. Persigue, incluso, sacar a la luz las estructuras cognitivas subyacentes en la oscuridad de lo inconscien­te, donde arraiga el problema del paradigma. En el fondo, el paradigma epistemológico y el paradigma antropológico son estructuralmente homólogos entre sí, y están estrechamen­te vinculados en el circuito que los sustenta y, en ocasiones, los revoluciona.

En el horizonte de la antropología compleja, aparece la posibilidad y el desafío colosal de un nuevo nacimiento antroposocial del hombre. Para ello, la noosfera cultural habrá de reconfigurarse y expandirse globalmente. Y el cerebro-espíritu del que surgió el pensamiento consciente, atributo de cada individuo humano, deberá llevar a cabo innovadores desarrollos de la conciencia, que retroactúen en la transformación de la cultura.

En el terreno práctico contemporáneo, en esta era planetaria, nuestro autor nos alienta a conectar los avances de la ciencia y la conciencia con las posibilidades de formación de una sociedad-mundo, llamada a contrarrestar los enfrentamientos de los formidables poderes estatales, las tendencias regresivas y disgregadoras de todo orden, y las nuevas formas de totalitarismo que no cesan de acechar. Se pregunta, en medio de la incertidumbre: «¿Será posible salvar la humanidad? Nada está asegurado, ni siquiera lo peor» (Morin 2001: 330). Confía en las potencialidades cognitivas y organizadoras de los humanos, para evitar la catástrofe y propiciar la imprescindible metamorfosis a escala planetaria. En el último tomo de El método, dedicado a la ética, llama a una autoética, una «antropoética» o ética de la humanidad, sobre la base de una toma de conciencia que asuma la complejidad antropológica, pues es urgente plantear una política del hombre, una política de civilización, que afronte los grandes problemas mundiales.

 

La doble vía del pensamiento: la razón y el mito

El espíritu humano emerge de la hipercomplejidad cerebral y su actividad cognitiva manifiesta propiedades antropológico-epistemológicas, que Morin explora ampliamente. Podemos enumerar: la recursividad entre operaciones computantes y operaciones cogitantes conscientes; la existencialidad del conocimiento, con sus dimensiones psíquica, afectiva y hasta religiosa; los diferentes modos de conocimiento, por analogía y por lógica; la dialógica entre la comprensión y la explicación; los juegos de la verdad y el error; la interacción entre inteligencia, pensamiento y conciencia; la unidualidad de las dos vertientes del pensamiento constituidas por la razón y el mito. Esta última unidualidad merece especial atención.

Lo más básico del espíritu humano, el arqueoespíritu, opera con una misma lógica de fondo, a saber, «los principios fundamentales que gobiernan las operaciones del espíritu/cerebro humano» (Morin 1986: 184). Al abordar la interacción con el mundo, se bifurca y da lugar a dos formas fundamentales de pensamiento, que siguen cada una su vía propia en el modo de organizar la experiencia, construir su lenguaje e interpretar la realidad. Por un lado, discurre un pensamiento racional, empírico, técnico. Por otro lado, un pensamiento mítico, simbólico, mágico. Sería un error pensar que la diferencia entre ellos estriba en que uno es moderno y otro primitivo, uno civilizado y otro salvaje, uno lógico y otro prelógico, uno racional y otro irracional. Pues ambos dependen a su modo de la misma racionalidad y de una lógica. Ambos perviven también en la civilización y la modernidad. Las estructuras del psiquismo humano funcionan siempre, necesariamente, en sendos registros, ya sea confrontándose, interfecundándose o combinándose. Lo había expresado tempranamente, como característica paradójica e ineludible resultante de la antropogénesis:

«Debemos ligar el hombre razonable (sapiens) con el hombre loco (demens), el hombre productor, el hombre técnico, el hombre constructor, el hombre ansioso, el hombre gozador, el hombre extático, el hombre que canta y danza, el hombre inestable, el hombre subjetivo, el hombre imaginario, el hombre mitológico, el hombre en crisis, el hombre neurótico, el hombre erótico, el hombre con hybris, el hombre destructor, el hombre consciente, el hombre inconsciente, el hombre mágico, el hombre racional, en un semblante de múltiples caras en el que el homínido se transforma definitivamente en hombre» (Morin 1973: 173).

Para Morin no es posible concebir una vida sin proyección mítica, sin dimensión mágica, por mucho que la ciencia, la técnica y la conciencia crítica sean imprescindibles. Lo que llamamos «real» conlleva aspectos míticos, mágicos, imaginarios, histéricos. Lo «irreal» forma parte de nuestra enigmática realidad humana.

Las mociones de símbolo, mito y magia se conectan en un macroconcepto. Frente al sentido indicativo e instrumental racionalista, el pensamiento y el lenguaje simbólicos poseen un sentido evocador, metafórico, que hace presente lo simbolizado. El pensamiento mitológico teje relatos en clave simbólica, historias acontecidas en un tiempo imaginario, organizadas conforme a dos paradigmas secundarios. El primero es un «paradigma ántropo-socio-cosmológico de inclusión recíproca y analógica entre la esfera humana y la esfera natural o cósmica» (Morin 1986: 175). Y así el universo presenta rasgos antropomorfos, mientras el hombre adquiere rasgos cosmomorfos. Se humaniza la naturaleza y se naturaliza subjetivamente a los humanos. El segundo paradigma mitológico produce un desdoblamiento cósmico y antrópico: a nivel individual «instituye a la vez la identidad y la alteridad, en cada uno, de su propia persona y de su ‘doble’», el espectro o el alma que sobrevive a la muerte; a nivel cósmico, «instituye la unidad y la dualidad del universo, que es a la vez uno y doble en su realidad empírica y su realidad mitológica» (Morin 1986: 176), y así, a la vez que práctico cotidiano, está poblado de espíritus y dioses, pleno de significados, ideologías y utopías. Los mitos codifican una respuesta intelectual: confieren a la vida sentido, orden, verdad, realidad, valor.

La visión narrada en el mito se dramatiza en el rito como acción mágica, fundada también en las analogías antropo-socio-cósmicas. Es una praxis que «se funda en la eficacia del símbolo, que es la de evocar y, en cierto modo, contener lo que simboliza» (Morin 1986: 179). Por medio de operaciones con los símbolos, realizadas por mediadores en contacto con los dobles y los espíritus, la magia induce efectos sobre las cosas y sobre los seres, y además proporciona modelos a la práctica ordinaria. La categoría del sacrificio ocupa un lugar esencial en la actuación mágica, tanto en las sociedades arcaicas como en las civilizaciones modernas. No solo pervive en las religiones, sino que se ha insertado en la nueva mitología del Estado-Nación, en los mitos salvíficos del Progreso y de la Revolución, que han producido también sus rituales de adhesión ferviente, que llegan a exigir a sus fieles sacrificios, costosas ofrendas, hasta la entrega de sí mismos, sin excluir, llegado el caso, la inmolación cruenta de la vida de otros, convertidos en chivos expiatorios de la «lucha final» o la yihad, para el cumplimiento escatológico del gran mito/utopía.

«La idea se convierte en mito cuando en ella se concentra un formidable ‘animismo’ que le da vida y alma; se impregna de participaciones subjetivas cuando proyectamos en ella nuestras aspiraciones y cuando, al identificarnos con ella, le consagramos nuestra vida; de este modo, las nociones soberanas de las grandes ideologías modernas (Libertad, Democracia, Socialismo, Fascismo) se aureolan con una radiación adorable y las nociones antinómicas a estas se cargan de un diabolismo odiable; determinadas nociones descriptivas o explicativas se transforman en seres-sujetos (el capitalismo, la burguesía, el proletariado); las críticas racionales se mudan en condenas éticas y los condenados pueden ser sacrificados como víctimas expiatorias y cabezas de turco» (Morin 1986: 182).

El mito no ha sido expulsado por la racionalidad moderna, en absoluto. Al contrario, la misma Ciencia y la Razón se han transmutado en mitos supremos, para quienes creen que deben tomar a su cargo la salvación de la humanidad. Porque, en última instancia, en pensamiento mítico está enraizado en la condición humana: «el mito no solo nace del abismo de la muerte, sino también del misterio del ser» (Morin 1986: 183). En realidad, las dos vertientes del pensamiento nunca se separan del todo, sino que proceden entrelazándose, oponiéndose y complementándose. La acción técnica queda supeditada al mito político. La ciencia se ve instrumentalizada para confluir en los mismos fines que la magia. La historia se mitifica. Y el mito se historifica.

 

Un compendio de la antropología compleja

El proyecto moriniano de una ciencia multidimensional del hombre conduce a la concepción de lo que se podría denominar sistema ántropo. Este, como ya hemos indicado, aparte de las tres dimensiones constitutivas fundamentales, biogenética, sociocultural y psicoindividual, integra la dimensión planetaria de la humanidad.

El sistema humano trasciende la naturaleza biológica de la especie. La especie, germinalmente el genoma, no lo es todo, ni lo explica todo: lo biológico queda abierto a las interrelaciones con la cultura, concretada en cada sociedad humana. La interacción de lo innato y lo aprendido interviene en la selección filogenética y, a su modo, en la ontogénesis psicocerebral.

Para comprender la complejidad de la condición humana, hay que analizar las articulaciones. Si partimos del individuo, este es miembro de la especie y socio de una sociedad. Es como si conjugara una triple naturaleza: la naturaleza genética de la especie, la naturaleza cultural de la sociedad y la naturaleza personal como individuo, elevadas a la escala planetaria como humanidad.

Imagen3

Se trata (véase el gráfico) de una unidad múltiple antropológica, que coordina el genoma, con una infinita diversidad de genotipos; la cultura, con toda la gama de sociedades prehistóricas e históricas; y el cerebro, que genera una inmensidad de individuos singulares. Y asimismo, la evolución de la antroposfera sitúa a la humanidad en el umbral de una civilización mundial, en la que se inscriben las sociedades y los individuos.

El sistema ántropo (cfr. Gómez García 2014 y 2015) resulta como emergencia de los tres sistemas de la antroposfera: el genoma, el cerebro y la cultura, en interacción con el entorno ecológico. Cada individuo humano nace con un perfil genético personal y familiar, y crece como persona singular, asumiendo los rasgos socioculturales. Cada uno de nosotros está formado por un sistema físico de billones de átomos, un sistema genómico de poco más de veinte mil genes, que constan de tres mil millones de pares de nucleótidos, un sistema corporal de cien mil millones de células y otras tantas neuronas, un sistema organísmico de cientos de órganos; un elemento de un sistema familiar, urbano, profesional, estatal, etc.

En la interrelación de los tres subsistemas del núcleo del sistema antrópico, como también hemos señalado ya, juega un papel determinante la información, si bien se trata de información de diversa índole. De modo que todos los niveles se producen y coproducen mediante el procesamiento de información:

Primero, la dotación biogenética contiene la información genómica (dimensión bio, geno), inscrita en el ADN de los cromosomas del núcleo de cada célula, junto con el ADN mitocondrial. Es lo que podemos llamar la «genoteca» de la especie, innata, es decir, ensamblada durante la filogénesis de nuestra especie. El cómputo celular produce y reproduce cada organismo individual, incluyendo el sistema neurocerebral, con ciertos tipos de neuronas preprogramadas para comportamientos especializados, mientras que otras neuronas son plásticas. Este sistema neurocerebral, abierto al mundo, elabora la información psíquica, que maneja signos y códigos semióticos.

En segundo lugar, partiendo de la dotación neuropsíquica, la información psíquica (dimensión autós, psico, ego), reconfigura las estructuras neurales del cerebro y forma la «memoteca», para la que es determinante la biografía individual. Las operaciones sensoriales e intelectuales, la computación cerebral y la cogitación intervienen en un aprendizaje que moldea el propio cerebro/mente. Este interactúa con las codificaciones culturales de la información, que son objetivables y transmisibles socialmente.

Por último, la dotación sociocultural acumula la información cultural (dimensión socio), producida a lo largo de la historia, transferida a los cerebros individuales, que nutren sus propias historias, elaboran otras y se intercomunican mediante lenguajes. La información cultural constituye lo que se podría llamar «socioteca», que a su vez es registrada en soportes objetivos exteriores, o «tecnoteca»), e indirectamente en las objetivaciones sociales («ecoteca»). Cada cultura perfila su propio órganon, o sistema categorial y lingüístico, por el que el aprendizaje se socializa, si bien solo se actualiza en el cerebro individual.

El actuar del individuo sujeto humano depende siempre de algún subsistema del aparato neurocerebral (cuya potencialidad es heredada: dimensión bio); pero está producido por una actividad psíquica (emergencia transbiológica: dimensión psico del ego), interactuante con el entorno interior (el cuerpo y el cerebro) y exterior (el ecosistema que incluye la sociedad: dimensión eco), por mediación de instrumentos culturales (información socialmente codificada: dimensión socio).

Lo heredado de la especie, el genoma, da existencia al organismo y a la organización neuronal del cerebro individual (relación biopsico). Es decir, la información genética se expresa fenoménicamente en un cerebro abierto en su actividad psíquica a la información cultural (relación biosocio). El genos de la especie entra en colusión con el «genos» de la sociedad, que es la cultura y el aparato estatal, en el desarrollo de la personalidad individual.

Lo transmitido por la sociedad consiste en el órganon simbólico de códigos que, como información sociocultural, es interiorizado por los individuos (relación sociopsico). A largo plazo, la construcción cultural incide incluso en la bioevolución como factor de selección natural genética (relación sociobio, la cultura como factor de selección del genoma durante la filogénesis humana). La dotación de la «socioteca» tiene como soporte vivo el cerebro/psiquismo/mente, pero se exterioriza codificada en soportes artificiales.

Lo aprendido por el individuo sujeto, organizador de información psíquica, de forma inconsciente y con su razón consciente, asume con la cultura interiorizada una racionalidad histórica, que a su vez se nutre de invenciones individuales transmisibles socialmente (relación psicosocio). El individuo existe cuidando de la preservación de las condiciones, en último término genéticas y ecológicas, que garantizan la regeneración de su sistema individual (relación psicobio). Su «memoteca» (usando también como prótesis la «socioteca» y la «tecnoteca») almacena y procesa información culturalmente codificada, y elabora estrategias de acción en el entorno de la vida real (relación egoeco, y viceversa).

La adecuada comprensión del homo complexus requiere un gran esfuerzo para poner a punto los instrumentos conceptuales de la complejidad y la hipercomplejidad. En resumen retrospectivo, partiendo del estudio de las estructuras autoorganizadoras, se describen las sucesivas emergencias y los bucles recursivos entre los diferentes niveles e instancias. La evolución de la autonomía del sujeto viviente lleva a la autorreferencia egocéntrica, que conduce hasta la aparición de la conciencia reflexiva y la libertad. No obstante, esa autonomía del sujeto se apoya en su dependencia, que es múltiple: depende de los genes, depende del ecosistema, depende del cerebro; depende de la sociedad, la cultura y la educación. El individuo humano posee los genes que lo poseen; posee las ideas que lo poseen. El espíritu humano, surgido en el interior del mundo, contiene el mundo en su interior. Lo antroposocial mantiene la apertura a la vida y al cosmos. Y en el plano del conocimiento, esta apertura se expresa en la continuidad teórica de lo físico a lo biológico y lo antropológico. Se da una especie de «lazo metasistémico» entre teoría, metodología, epistemología y ontología. Y, en última instancia, la antropología se convierte en el saber de la hipercomplejidad.

 

El paradigma de complejidad según Edgar Morin

Recordemos que la noción moriniana de paradigma procede de varias fuentes: la «estructura» de la lingüística, el «paradigma» de Thomas S. Kuhn, la «episteme» de Michel Foucault, el «paisaje mental» de Magaroh Maruyama y el «núcleo duro» del programa de investigación de Imre Lakatos. La idea general es que todas las formas de pensamiento, científico o no, están reguladas por paradigmas subyacentes, que no aparecen a primera vista. En palabras del propio Morin:

«Un paradigma contiene, para cualquier discurso que se efectúe bajo su imperio, los conceptos fundamentales o las categorías rectoras de inteligibilidad, al mismo tiempo que el tipo de relaciones lógicas de atracción/repulsión (conjunción, disyunción, implicación u otras) entre estos conceptos o categorías. De este modo, los individuos conocen, piensan y actúan en conformidad con paradigmas culturalmente inscritos en ellos. Los sistemas de ideas están radicalmente organizados en virtud de los paradigmas» (Morin 1991: 218).

Esta definición combina aspectos semánticos, lógicos e ideológicos. Pero el paradigma desborda la lógica, pues posee a la vez un carácter prelógico, infralógico y supralógico, que controla la lógica del pensamiento. El paradigma consiste en un conjunto de principios de inteligibilidad implícitos, que efectúan una selección de los datos significativos, las categorías y los conceptos clave y los modos de relación entre ellos, imponiendo distinciones, asociaciones, oposiciones fundamentales, que rigen y organizan internamente el pensamiento, la elaboración de teorías e ideologías y la producción de discursos. Por ejemplo, en las concepciones deterministas todo se entiende desde la categoría de orden; en las concepciones materialistas, desde la de materia; en las concepciones espiritualistas, desde la de espíritu; en las concepciones estructuralistas, desde la de estructura. El paradigma impone, asimismo, las operaciones lógicas compatibles o incompatibles entre los conceptos fundamentales. En definitiva, se entiende que siempre hay un paradigma oculto, delimitando el conocimiento de la realidad, sin necesidad de que se cobre conciencia de ello.

Desvelar los principios del paradigma de complejidad enunciados por Morin es sumamente clarificador como parte de un análisis de los supuestos epistemológicos subyacentes en cualquier descripción, explicación o interpretación. Entre tales principios se encuentran: la admisión de singularidades irreductibles, la irreversibilidad del tiempo, la recursión de las partes y el todo del sistema, la universalidad de la autoorganización, la causalidad compleja, la dialógica entre orden, desorden, interacciones y organización, la interacción entre objeto y entorno, la interrelación entre sujeto y objeto, el enraizamiento físico y biológico del sujeto, la asunción de las categorías de ser y de existencia, el reconocimiento de la noción de autonomía, la aceptación de una lógica de la contradicción, la articulación dialógica de las múltiples dimensiones en macroconceptos (cfr. Gómez García 2003: 177-178). Lo que no queda claro es qué función cumplen estos principios paradigmáticos con respecto al conocimiento científico. Morin, como hemos señalado, los toma de fuentes muy dispares y los encuadra en una constelación, pero nos preguntamos acerca de qué clase de teoría es la que formula el «método» complejo, y cuál es el correlato correspondiente al paradigma de complejidad.

Si tenemos en cuenta que el paradigma consiste en unos principios epistémicos condicionantes de las teorías, pero que estos no coinciden con los principios de organización que cristalizan al emerger nuevas estructuras, de orden físico, biológico o socioantropológico (que deben formularse en una nueva teoría concreta), entonces, el macroconcepto de hombre ¿correspondería a un sistema emergente, con propiedades nuevas, con nuevas reglas de organización y comportamiento? ¿O se referiría, por el contrario, a un conjunto de interacciones que acontecen entre sistemas irreductibles, no subsumibles en ningún otro? La cuestión, en última instancia, es si tanto los principios paradigmáticos como el mismo macroconcepto de hombre pertenecen al ámbito de la ciencia empírica, o son de otra índole.

 

Las teorías de la complejidad en la ciencia

El significado de los términos complejo y complejidad, así como de las llamadas teorías de la complejidad, en auge, cuenta con una larga e intrincada historia, de la que se puede consultar un excelente resumen en «Complejidad: conceptos y aplicaciones», de José Luis Solana (2013: 19-101).

La evolución del universo es la historia de la complejidad. Nadie niega lo complejo, ni tampoco la necesidad de investigar sus componentes simples. Hay un reduccionismo metodológico que es esencial como una fase de la actividad científica, que practica el análisis, pero también es crucial la síntesis, en busca de «las redes de causa y efecto a través de niveles de organización adyacentes». No obstante, hay científicos partidarios de «un programa más profundo que toma también el nombre de reduccionismo: plegar las leyes y principios de cada nivel de organización a los niveles más generales, y con ello más fundamentales. Su forma fuerte es la consiliencia total, que sostiene que la naturaleza está organizada por leyes sencillas y universales de la física, a las que pueden reducirse eventualmente todas las demás leyes y principios» (Wilson 1998: 83). Esta visión es la que suscribe Edward O. Wilson, pese a sus dudas. Postula que todos los niveles emergentes se podrían explicar como resultado de interacciones entre los átomos (una elección de nivel fundamental que no deja de ser arbitraria).

Me parece más convincente Edgar Morin. Si bien creo conveniente revisar el alcance y la índole de sus propuestas sobre la complejidad, precisamente en contraste con lo que dicen los físicos. A este respecto, al hablar del paradigma de complejidad en el sentido de Morin, pienso que hemos de distinguirlo netamente del sentido y el uso que tiene la «teoría de la complejidad» en las ciencias. En este campo, la complejidad alude a «nuevos conceptos y estrategias nacidos en física y matemáticas durante las últimas décadas», que están transfiriéndose hoy a todas las ciencias, promoviendo nuevos modelos explicativos no solo de la naturaleza, sino también de las estructuras sociales. La investigación científica enseña que unos conceptos y métodos, introducidos por la física para entender ciertas propiedades de la materia, ayudan a explicar el comportamiento de los seres vivos y aspectos básicos de los sistemas sociales y económicos. Pero la hipótesis es más ambiciosa, pues afirma «la existencia de una incipiente estructura formal que podría llevar a una nueva ciencia interdisciplinar capaz de englobar mucha fenomenología que actualmente pertenece a disciplinas como la biología de sistemas y la sociología cuantitativa» (Marro 2013: 124). Se trata de la búsqueda de una teoría interdisciplinar, capaz de elucidar, si es que existe, «un principio único que determina cómo han de organizarse los elementos en cada uno de los objetos que conforman el universo».

La idea es, aunque irá en «menoscabo de la naturaleza humana», llegar a formular un principio único de complejidad en la ciencia, fundado en último término en un hecho demostrado: «la propiedad de universalidad que parece ser una propiedad íntima de la naturaleza, esto es, cierta insensibilidad del comportamiento macroscópico a detalles microscópicos en sistemas complejos». Una serie de conceptos recientemente aparecidos en la ciencia, por ejemplo, «los de complejidad, emergencia, universalidad, criticalidad, cambios de fase, no equilibrio, correlación, autosemejanza, invariancia, leyes de escala y renormalización, parecen empezar a conformar ese principio» (Marro 2013: 131). De modo que parece previsible que estas propiedades generales de los sistemas físicos se hallen igualmente en los sistemas sociales.

El problema no radica en que se proponga la misma estrategia para cada uno de los dominios científicos. Está en que se pretenda explicarlos todos ellos con una única teoría de la complejidad, mediante «un principio único que genera orden a partir de cooperación entre constituyentes», extrapolado a la jerarquía de los sistemas que emergen en la evolución, que explicaría también la continuidad entre niveles. Este planteamiento, pese a la apariencia emergentista, presupone una explicación «desde abajo» (en virtud de ciertas reglas simples del nivel inferior), quizá no del todo reduccionista, pero sí con un emergentismo con sordina, dado que prácticamente disuelve la consistencia, la novedad, la irreversibilidad y la irreductibilidad de los niveles emergentes.

Esta especie de ciencia universal de la complejidad tiene todos los visos de ser un espejismo, pues, incluso si finalmente llegara a formularse, a lo sumo explicaría determinados aspectos «físicos» (según infiero de los ensayos de Marro, 2008) del comportamiento de los sistemas de vivientes y de las sociedades de humanos. No explicaría, en absoluto, nada de lo específico e irreductible de estos mismos sistemas, que quedaría totalmente fuera de foco.

Me parece más consecuente la concepción científica de la complejidad que la sitúa en la emergencia de cada nivel. Cuando encontramos un nivel de organización, normalmente más complejo e insospechado, que de hecho procede de otros, no es posible deducirlo linealmente a partir del nivel previo o inferior al que pertenecen sus componentes. Todo sistema emergente, en cuanto un todo, no solo es más que la suma de las partes, sino que es diferente de ellas, y está gobernado por principios de organización inexistentes de antemano. Este tipo de emergencia es el que caracteriza un fenómeno de complejidad, y su estudio requiere desarrollar una nueva disciplina científica particular en cada nivel, pues no se explica adecuadamente desde los principios de organización del nivel precedente, ni tampoco le aporta nada el recurso a una teoría general de la complejidad, o a un paradigma de complejidad universal.

Físicos como Robert Laughlin relacionan los fenómenos de emergencia con lo que llaman «ruptura de simetría», que se produce cuando un sistema material, de forma colectiva y espontánea, adquiere una propiedad o una preferencia que no está prevista en las leyes que lo rigen. En esto consiste la emergencia o, lo que viene a ser lo mismo, la complejidad: «la organización es capaz de originar leyes y no a la inversa. Eso no quiere decir que las leyes subyacentes sean erróneas, sino que son irrelevantes y que, ante los principios de organización, se vuelven impotentes» (Laughlin 2005: 71), pues no pueden dar cuenta del nuevo nivel, soportado, no obstante, sobre ellas.

Pues bien, a mi juicio, los principios del paradigma de complejidad moriniano no equivalen propiamente a «principios de organización» en el sentido que acabamos de mencionar, referido al comportamiento colectivo de un concreto sistema emergente.

 

El estatuto del paradigma de complejidad en antropología

Morin nos certifica el fin de la simplificación y del reduccionismo, esa creencia en que un sistema se explica dividiéndolo en sus componentes últimos y en función de ellos. No existe explicación privilegiada a partir de una teoría del elemento fundamental, ni tampoco desde una teoría del todo en cuanto tal. Por doquier, hay una multiplicidad de dimensiones y sistemas que resisten cualquier intento reduccionista. Por ejemplo, las dimensiones de especie-sociedad-individuo, insertas en el macroconcepto de hombre, siempre problemáticas, desajustadas, pero indisociables. Toda sociedad tiene reglas de organización que trascienden al individuo. Todo individuo humano decide en su vida según reglas de organización suyas, que sobrepasan las de la cultura. La especie impone reglas de organización de naturaleza biológica, con las que tienen que contar el individuo y la sociedad.

Como hemos visto, el enfoque de la antropología compleja tiene en cuenta las ciencias físicas, biológicas y antroposociales. Desde el punto de partida, recopila los avances de las ciencias, no al modo enciclopédico de un repertorio de saberes yuxtapuestos, ya que su labor se centra en contemplarlas en conjunto, indagando sus interrelaciones y tratando de dilucidar las religaciones entre las distintas teorías, con el convencimiento de que así captará mejor la multidimensionalidad de la realidad humana.

Dado que no se deducen uno de otro, ni se determinan linealmente uno a otro, no puede haber explicación científica a partir de un nivel fundamental, ni a partir de algún otro nivel más elevado de interacciones, con respecto al sistema emergente, sino tan solo una explicación específica en cada uno de los niveles de organización. El paradigma complejo puede aportar una comprensión de ciertas relaciones inteligibles entre los niveles de organización sistémica y entre sistemas de distinta escala. Su visión de conjunto capta la panorámica de los sistemas y hasta enuncia unos principios comunes que se explicitan en el ámbito de nuestra toma de conciencia. En cambio, una disciplina científica se sustenta en la elección de un nivel particular de la realidad, que supone existente y formado de elementos homogéneos, cuyo comportamiento está regido por unos mismos principios de organización o leyes, peculiares de ese nivel. Por eso, estamos obligados a reconocer el irreductible pluralismo epistemológico de las ciencias. Estos criterios, que distinguen entre las disciplinas particulares y la visión compleja de conjunto, valen para la antropología basada en el paradigma complejo, que, por sí sola, no da origen a nuevos conocimientos científicos.

Pero escrutar la complejidad y analizar los paradigmas subyacentes en las ciencias particulares es esencial en orden a detectar las limitaciones epistemológicas de una teoría antropológica, debidas a las opciones de enfoque y la metodología que emplea. En general, la explicitación del paradigma es lo que nos hace cobrar conciencia de la incompletitud de cada disciplina científica y, también, de todo conocimiento humano.

Sin embargo, cuando se busca la «unificación» de las ciencias en el campo de la antropología y se piensa como ideal avanzar hacia una visión y un lenguaje multidisciplinar, o transdisciplinar, no hay que hacerse muchas ilusiones. La transdisciplinariedad, en el sentido de ir hacia una especie de coiné, o teoría común, de las ciencias, me parece injustificada. Otra cosa distinta será interesarse por el conocimiento mutuo. Pero la «lente» de una disciplina no suele ser compatible con la observación desde la óptica de otra. De tal modo que no se puede describir, al mismo tiempo y con las mismas categorías, el individuo, la sociedad y la especie, sino cada polo en su turno y con sus métodos, sus conceptos y su lenguaje. Esto no impedirá contemplar las diferentes teorías, pero «desde fuera», como tampoco impide experimentar personalmente los distintos niveles «desde dentro», en un ejercicio de reconsideración por parte de la conciencia, indudablemente muy esclarecedora.

Las disciplinas científicas evolucionan de forma independiente e imprevisible en su propia historia. Pueden constituirse nuevas ciencias especializadas, cada vez que se acota un nuevo nivel de organización que da lugar a un nuevo nivel de observación y explicación. Puede darse un nuevo reparto de los dominios del conocimiento científico. Pero pensar en una ciencia de la complejidad que lo recapitule todo parece una utopía imposible. Lo más que cabe esperar es un discurso que combine e interrelacione los modelos teóricos y los descubrimientos de las distintas disciplinas. Pero religar los conocimientos dados significa tejer un tipo de conocimiento por encima de las ciencias concernidas, y también desde fuera de ellas, es decir, en un plano metacientífico. Con toda seguridad, este nuevo discurso no será una ciencia alineable con las demás, sino netamente un saber filosófico. Conocer el paradigma no amplía el conocimiento al nivel particular de una disciplina. La práctica normal de una disciplina científica vuelve insignificante el paradigma, de manera que unos principios que son verdaderos en el plano filosófico pueden resultar, al mismo tiempo, irrelevantes en el plano científico.

Las cuestiones del paradigma complejo en el sentido de Morin no tienen que ver con la ciencia, sino con la filosofía. Y la filosofía, construida con argumentos, no agrega conocimientos científicos, sino que se basa en ellos y de ellos depende su contenido empírico. Su virtud está en proporcionar una visión más coherente, enriquecedora y comprensiva del panorama de los saberes. Ahí es donde tenemos que situar el paradigma complejo, muy interesante para expandir nuestra conciencia, pero menos para hacer ciencia.

En conclusión, el paradigma de la antropología compleja no es una teoría científica en el sentido de las disciplinas científicas, físicas, biológicas y antroposociales, porque a partir de él no se producen nuevos conocimientos, y porque sus principios de inteligibilidad y sus hipótesis no son susceptibles de verificación empírica o de medición.

Por las mismas razones, el método de la antropología compleja no es un método científico en el sentido de los métodos de las disciplinas empíricas y formales, ni debe entenderse como tal. Los análisis basados en el paradigma de complejidad, así como los macroconceptos que la antropología compleja elabora, operan necesariamente como un saber de segundo grado sobre otros conocimientos. Los conocimientos puestos en relación no son producto suyo, sino, como es evidente, de las ciencias normales existentes, y estas trabajan con sus propios métodos, que no pueden sustituirse por un método complejo, fundado en el paradigma de complejidad.

Una vez escuché decir a Morin, en una conferencia dada en Granada: «En el molino de la filosofía no hay más trigo que el que las ciencias aportan». Precisamente por esto, la antropología compleja, que investiga la conexión entre las ciencias del hombre y de estas con las ciencias naturales, y se nutre de todas ellas, no puede constituir, sin embargo, una nueva ciencia antropológica, sino más bien una antropología filosófica de nuevo cuño, eso sí, incomparablemente mejor fundada que las otras que se denominaron así.

En suma, el paradigma de la antropología compleja no aporta nuevos materiales científicos antroposociales, pero sí un «metapunto de vista», un enfoque panóptico para la reflexión filosófica, que enseña a repensar en conjunto los resultados heteróclitos de las ciencias, sus dispares métodos y los condicionantes epistémicos que las constriñen en cada época. Puede, sin duda, contribuir también a discernir mejor el buen uso de los conocimientos, científicos o no, de manera que sobre ellos primen los fines humanos, las decisiones ética y políticamente responsables. Porque el hecho es que las ciencias en sentido estricto, incluidas las ciencias del hombre, expulsan toda alusión a la conciencia o la libertad. Que la antropología de Morin sea filosofía no es tan mala noticia, dado que la ciencia, simple o compleja, no solo carece de explicación para lo no mensurable, como la conciencia y la libertad, sino que está privada, por principio, de toda sensibilidad hacia los valores, la justicia, el amor, o la belleza. El conocimiento científico tiene un alcance informativo e instrumental, no valorativo de los usos que se hagan de él; es parte importante de la verdad, pero la verdad lo excede infinitamente.



Bibliografía

Gómez García, Pedro
2003 La antropología compleja de Edgar Morin. Homo complexus. Granada, Universidad de Granada.
2014 «Hacia una concepción de la antropología desde un enfoque complejo», Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica. Serie especial Ciencia, Filosofía y Religión, nº 6 (2013), 2014, vol. 69, núm. 261: 717-733.
2015 «Las dimensiones constitutivas del ‘ser humano’», Ensayos de Filosofía, número 2, semestre 2, artículo 1:
https://www.ensayos-filosofia.es/archivos/articulo/las-dimensiones-constitutivas-del-ser-humano

Laughlin, Robert B.
2005 Un universo diferente. La reinvención de la física en la edad de la emergencia. Buenos Aires, Katz Editores, 2007.

Marro, Joaquín
2008 Física y vida. Barcelona, Crítica.
2013 «Un método para explorar lo complejo», en Esteban Ruiz Ballesteros y José Luis Solana Ruiz (ed.), Complejidad y ciencias sociales. Sevilla, Universidad Internacional de Andalucía, 2013: 125-134.

Morin, Edgar
1951 El hombre y la muerte. Barcelona, Kairós, 1974.
1956 El cine o el hombre imaginario. Barcelona, Seix Barral, 1972.
1959 Autocrítica. Barcelona, Kairós, 1976.
1965 Introducción a una política del hombre. Barcelona, Gedisa, 2002.
1969 Le vif du sujet. París, Seuil.
1970 Diario de California. Madrid, Fundamentos, 1973.
1973 El paradigma perdido. Ensayo de bioantropología. Barcelona, Kairós, 1974.
1977 El método 1. La naturaleza de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1981.
1980a El método 2. La vida de la vida. Madrid, Cátedra, 1983.
1980b «La unidualidad del hombre», Gazeta de Antropología, 1997, nº 13, artículo 01.
http://www.gazeta-antropologia.es/?p=3508
1986 El método 3. El conocimiento del conocimiento. Madrid, Cátedra, 1988.
1991 El método 4. Las ideas. Su hábitat, su vida, sus costumbres, su organización. Madrid, Cátedra, 1992.
2001 El método 5. La humanidad de la humanidad. La identidad humana. Madrid, Cátedra, 2003.
2004 El método 6. Ética. Madrid, Cátedra, 2006.

Solana Ruiz, José Luis
2013 «El concepto de complejidad y su constelación semántica», en Esteban Ruiz Ballesteros y José Luis Solana Ruiz (ed.), Complejidad y ciencias sociales. Sevilla, Universidad Internacional de Andalucía, 2013: 19-101.

Wilson, Edward O.
1998 Consilience. La unidad del conocimiento. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999.


Publicado 06 enero 2024