Número 18, 2023 (2), artículo 4


La filosofía pródiga


Martín Castilla Hidalgo

Profesor universitario de Filosofía, jubilado




RESUMEN
Eso que llamamos ‘filosofía’ transparece con mil caras discordes. Fluctúa, a través de siglos, entre mito y razón, entre sentido absoluto y dogma nihilista, entre inutilidad y función práctica. Quizá aún quepa rescatarla del manicomio y, desengañada, nos ayude a pensar con sensatez.


TEMAS
filosofía · historia de la filosofía · mito · pensamiento mítico · razón · sensatez



La aparente oposición lógico/prelógico

La explicación tópica nos repite que en Grecia se produjo el tránsito de la mitología a la filosofía... El objetivo de este texto estriba en demarcar la aparición y los dominios del verdadero saber en contraposición a otras formas de discurso más o menos imbuidas de irracionalidad.

Frederick Copleston señalaba, no obstante, que «del ‘mito’ a la filosofía no hubo un salto brusco» (Copleston 1966: 32), lo cual ya parece suponer cierta continuidad y cierta posibili­dad de mediación de uno a otra. Pero la idea canonizada sigue siendo que se produjo un paso del μύθoς al λόγoς, un paso decisivo del pensar mítico al pensar racional, cuya clave estaría en la presuposición de que el universo está regido por una ley, que existen unas causas que explican lo que son las cosas, que estas tienen cada cual su esencia y que hay una causa primera... A la vez se presupone que la razón humana (como λόγoς) es capaz de conocer esas verdaderas causas y esencias.

En la antigüedad, aún no se habían separado ciencia y filosofía; ambas estban fundidas y confundidas en el saber, en el conocimiento racional y verdadero, contrapuesto a las apariencias y a las opiniones vulgares. El saber racional del filósofo se desmarcaba de las demás formas no racionales o menos racionales. Platón lo planteaba, en la Repúbli­ca, como un pasar de la δόξα a la ἐπιστήμη (de la opinión al conocimiento), ascen­diendo por una escala que conduce de una al otro. La «opinión» se queda en lo que muestran las imágenes sensibles, que no son más que sombras del original, por lo que en ella solo se alcanza un nivel de creencia (no verdadero conocimiento) acerca de los objetos reales de los que esas imágenes proceden. Dando un paso adelante, la inteli­gencia (διάνoια) inaugura el campo del saber/ciencia (ἐπιστήμη), que culmina en la razón (νόησις), cuyo objeto son los principios (ἀρχαί), que son los que explican o hacen inteligible la realidad (pues constituyen sus formas o ideas perfectas y eternas). Como se ve, la demarcación del saber verdadero no la expone Platón como oposición entre μύθoς y λόγoς, sino entre δόξα y ἐπιστήμη. Y es curioso que el propio Platón se valga precisamente de algunos mitos en sus obras, para aclarar su teoría; por ejemplo, el conocido mito de la caverna (o «alegoría de la caverna», como lo llama Copleston, pero en cualquier caso una forma de pensamiento simbólico).

Esta pretensión de demarcar una sola forma de saber como el único modo racional, lógico y verdadero de conocimiento manifiesta una actitud que atraviesa toda la historia del pensamiento europeo. El «saber absoluto» de Hegel entraña la formulación más ambiciosa. Pero no se trata de una manía de los idealistas. La encontramos con similar dogmatismo en la tradición positivista.

Auguste Comte (primera mitad del siglo XIX) cree que el desarrollo del conocimien­to humano obedece históricamente a una ley de los tres estadios. Las sociedades humanas van pasando de un estadio a otro superior, que supone la superación y el abandono del anterior:

«Esta ley consiste en que cada una de nuestras principales especulaciones, cada rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico o abstracto, y el estado científico o positivo. En otras palabras, que el espíritu humano, por su naturaleza, emplea sucesivamente, en cada una de sus investigaciones, tres métodos de filosofar, cuyos caracteres son esencialmente distintos e, incluso, radicalmente opuestos: primero, el método teológico; a continuación, el método metafísico; y, por fin, el método positivo. De aquí, tres clases de filosofías, o de sistemas generales de reflexión sobre el conjunto de los fenó­menos, que se excluyen mutuamente: el primero es el punto de partida necesa­rio de la inteligencia humana, el tercero su estado fijo y definitivo, y el segundo está destinado únicamente a servir de transición» (Comte 1830: 26).

1º. Estadio, teológico o mitológico. La explicación del mundo se atribuye a la «acción directa y continuada de agentes sobrenaturales más o menos numerosos» (Comte 1830: 26): divinidades, demonios, Dios único. Se corresponde con sociedades de tipo teocrático o feudal.

2º. Estadio, metafísico, «que en el fondo no es más que una simple modificación del primero, los agentes sobrenaturales son reemplazados por fuerzas abstractas» (Comte 1830: 26), por entes de razón, almas, tendencias. En el plano social, el estado deriva las leyes civiles de un supuesto «derecho natural», administrado por funcionarios del poder (el antiguo régimen).

3º. Estadio, positivo o científico. Para alcanzar la «explicación de los hechos», el espíritu humano «renuncia a buscar el origen y el destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para dedicarse únicamente a descubrir, con el uso bien combinado del razonamiento y de la observación, sus leyes efectivas» (Comte 1830: 27). Sobre estas bases positivas se construirá la sociedad futura, dirigida por la ciencia y la industria (los tecnócratas...).

Comte, pues, propone un cierto evolucionismo teórico, vinculado a un reformismo social, conforme al cual la mitología y la metafísica aparecen como formas espurias de conocimiento que hay que superar y rechazar. Lo cual no le impidió convertirse en el fundador de una «religión de la humanidad», con sus templos y su clero, de la que proclamó divinidad suprema a su mujer, Clotilde de Vaux...

Los neopositivistas de nuestros días no desmerecen de su antepasado, en lo que respecta al espíritu cientificista. El más eximio de sus patriarcas en el siglo XX, Karl Popper, no hace sino divulgar a Comte, cuando establece los criterios de demarcación de la ciencia como única forma de conocimiento, frente a la cual todo otro discurso es seudoconocimiento, ideología desdeñable. Para efectuar esa demarcación reformula el principio de verificación empírica de los enunciados científicos como principio de falsabilidad o posibilidad de que las hipótesis científicas sean refutadas. Todo lo que caiga fuera de la ciencia así concebida carecería, según él, de significación.

Sin embargo, cabe preguntarse si la tecnociencia se ha separado del mito realmente, o si no ha sido y es una nueva fuente generadora de poderosos mitos contemporáneos: el mito del progreso, el mito de la democracia, el mito de la energía atómica, el mito de la inteligencia artificial, el mito de la solución tecnológica para todos los problemas...

 

El imperialismo racionalista

Todas esas demarcaciones (mito/logos, opinión/saber, metafísica/ciencia) se susten­tan en una concepción monológica y logocéntrica de la razón humana, que arroja a las tinieblas de la irracionalidad todos los otros modos de interpretar lo real, que, por lo demás, la ciencia nunca logra desterrar. El hecho es que, en la sociedad industrial avanzada, donde se supone que está realizado sin restricciones el tercer estadio comtiano, a la vez seguimos anclados en los estadios primero y segundo. Más aún, los tres modos de pensar se dan en las mismas personas... La secuencia evolutiva pretendida por la ley de los tres estadios manifiesta su verdadera naturaleza como mito, destinado a legitimar la supremacía de la ciencia positiva.

Los mismos historiadores y filósofos de la ciencia, en los últimos decenios del siglo XX (por ejemplo, Thomas Kuhn, Paul Feyerabend), han hecho ver cómo se desdibuja la demarcación tajante entre la ciencia y el saber ordinario; han demostrado la historici­dad, y por tanto la relatividad, de los paradigmas científicos, que se van relevando a lo largo del tiempo. Feyerabend ha llegado a defender la legitimidad teórica de otras vías de acceso al conocimiento de lo real, como puede ser el arte, la literatura, o la expe­riencia religiosa.

Si trasladamos esta misma problemática a una perspectiva transcultural, la posición comtiana y popperiana evidencia su carácter etnocéntrico y eurocéntrico: implicaría que no hay más ciencia que la europea (y que no hay más filosofía que la occidental), de manera que las culturas extraeuropeas no habrían superado el estadio mitológico, no habrían desarrollado el pensamiento racional y científico. Ahí subyace la pretensión de que solo Occidente tiene la razón, de donde se deduce fácilmente que solo Occidente tiene razón...

La antropología se ha encargado de derribar ese prejuicio etnocéntrico, que, no obstante, fue sostenido por antropólogos del siglo XIX y primera mitad del XX. Lucien Lévy-Bruhl (1927; 1935) trazaba una línea divisoria entre la mentalidad prelógica y la mentalidad lógica, contraponiendo así dos tipos de pensamiento y dos tipos de sociedades humanas, primitivismo y civiliza­ción. Según Lévy-Bruhl, al pensamiento de los llamados «primitivos» les falta coheren­cia lógica, en ellos «se detiene el progreso lógico del pensamiento» (Lévy-Bruhl 1935: 12). Se trata de una forma de pensamiento confusionario, que opera conforme a una «ley de participación» con las cosas, como en unión afectiva con la naturaleza, a diferencia del pensamiento lógico y racional que procede distinguiendo, relacionando, rechazando las contradicciones. Con todo, el propio autor se desdijo más adelante (Los Cuadernos, publicados en 1949) de esa teoría de la mentalidad prelógica. En la actualidad, la antropología rechaza mayoritariamente la existencia de diferencias radicales entre el espíritu de los tachados de primitivos y el de los sedicentes civilizados y modernos.

El «pensamiento salvaje» opera con los mismos mecanismos que el «domesticado», demuestra Claude Lévi-Strauss:

«Se superaba la falsa antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El pensamiento salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el nuestro, pero como lo es solamente el nuestro cuando se aplica al conocimiento de un universo al cual reconoce simultáneamente propiedades físicas y propiedades semánticas. Une vez disipado este error de interpretación, sigue siendo verdad que, en contra de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensa­miento avanza por las vías del entendimiento, y no de la afectividad; con ayuda de distinciones y de oposiciones, y no por confusión y participación» (Lévi-Strauss 1962: 388).

Por consiguiente, las diferencias entre mitología y filosofía, o entre discurso simbólico y discurso conceptual, están en otra parte. Es erróneo creer que hay «evolu­ción» desde uno hacia el otro. Más bien, cada uno de ellos evoluciona en su propio nivel (aunque ciertamente haya préstamos, interferencias e interfecundaciones). La filosofía no nace gracias a la muerte del mito. Ni murió el mito porque naciera la filosofía. Ni la ciencia positiva puede eliminar la metafísica. Se trata de formas del pensamiento humano, presentes por doquier, que se bifurcan y se alejan, en mayor o menor grado, para volver siempre a encontrarse y mantener relaciones, ya sean armónicas, ya conflictivas.

 

Desde siempre lo mítico acompaña a lo racional

En realidad, la Grecia de los máximos filósofos era la misma Grecia de la mitología clásica. Sin negar las divergencias identificables, hay que reivindicar la existencia de un parentesco profundo entre mito y razón, aunque solo a veces emerge. Baste evocar un par de ejemplos ilustrativos tomados de autores archiclásicos:

El poeta griego Hesíodo (h. 700 a. C.), en su cosmología, relata:

«Antes que nada existió el Caos, y luego la Tierra de amplios senos, eterna base de todas las cosas, y el Eros [Amor], el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y subyuga la voluntad y los sentidos de dioses y hombres. Del Caos nacen la oscuridad y la negra noche, y de esta surgieron el Cielo y el Día. Y la Tierra generó al estrellado Cielo, idéntico a ella misma, para que pudiera cubrirla toda entera y ser morada sempiterna para los dioses; y también aparecieron las altas montañas, refugio amable de las ninfas, y el mar profundo...» (Teogonía, vv. 116-133).

El filósofo Empédocles de Agrigento (492-432 a. C.), en uno de sus fragmentos, razona así:

«En un tiempo, lo Uno se acreció de la pluralidad y, en otro, del Uno nació por división la multiplicidad. Fuego, agua, tierra y la altura inconmensurable del aire, y separada de ellos, la funesta discordia, equilibrada por todas partes, y, entre ellos, el amor, igual en extensión y en anchura. Míralo con la mente y no te sientes con ojos estupefactos, pues se le considera inmortal en sus miembros; con él tienen amistosos pensamientos y realizan acciones de concordia, dándole el nombre de Gozo y Afrodita. Ningún mortal lo conoce, cuando gira entre los demás, pero tú presta atención al orden no engañoso de mi discurso. Todos ellos son iguales y coetáneos, aunque cada uno tiene una prerrogativa diferente y su propio carácter; y predomina alternativamente, cuando le llega su momen­to» (Simplicio, Física 158, 13; fr. 424 Kirk & Raven).

Podemos decir que en toda la historia del pensamiento, los discursos de la filosofía e incluso los de la ciencia van acompañados como una sombra por la presencia del mito, que persiste, a veces disfrazada de razón, tras cada concepto y, siempre, en los postulados últimos implícitos. Cuanto más se exalta la Razón, más se la mitifica.

 

La función del doble pensamiento

Cada forma del pensamiento pretende desempeñar, y de hecho cumple, determinadas funciones en las distintas sociedades y épocas; aunque sin duda a cada modalidad le incumbe alguna funcionalidad específica. He insinuado ya que la función del pensamiento mítico-simbólico no estriba en explicar el mundo, que sería lo propio de la ciencia empírica, sino más bien en dotar de sentido la experiencia humana del mundo.

Escribe el pensador Edgar Morin acerca del papel de las mitologías civilizatorias:

«Los mitos colman las enormes brechas que descubre la interrogación humana y, sobre todo, se precipitan en la brecha existencial de la muerte. Ahí, aportan no solo la información sobre el origen de la muerte, sino también la solución al problema de la muerte, revelando la vida de más allá de la muerte. Es efectivamen­te más allá de la muerte donde se constituye un gigantesco nudo gordiano mitológico en el que convergen y se asocian el mito de la reencarnación y el de la supervivencia del doble. Este más allá va a enriquecerse mitológicamente tanto más, en las civilizaciones históricas, cuanto que en ellas la muerte se convierte en un agujero negro en que se engulle la razón. Además, en el oriente mediterráneo, hace más de dos milenios, los dos grandes mitos arcaicos de la muerte se transforman uno en otro, formando una síntesis que supera la amortalidad del doble y la reencarnación siempre recomenzada; esta síntesis, asegurada gracias a un Dios-que-muere-y-que-renace, es la resurrección de los muertos, en su carne ya incorruptible; así se forma la nueva mitología de la Salvación» (Morin 1986: 178).

Las grandes categorías mitológicas se sitúan en la encrucijada de la vida y la muerte, en las grietas abiertas por las interrogantes sobre el misterio del mundo y de la vida. Proporcionan un marco último de referencia que asigna valores, que confiere un sentido a cada cosa, a cada ser, a cada acontecimiento, a cada acción. Sin pensar mítico resultaría imposible la comunidad humana. Pues «el tejido de toda comunidad humana es simbólico-mitológico»; por ejemplo, «el mito paterno/materno del Estado/Nación mantiene la sustancia comunitaria de nuestras sociedades contemporáneas» (Morin 1986: 189). Las explicaciones positivistas no bastarían para fundar la convivencia, salvo que pretendieran dictaminar valores, con lo cual asumirían una dimensión mitológica. Por eso, no hay conciencia histórica fuera de la clave mítica, por más que se valga de instrumentos científicos para su esclarecimiento (la historia es evidentemente más que reiteración de casos particulares que cumplen leyes universales y necesarias). En realidad, se podría defender que todo proyecto humano presenta una estructura de mito.

Así, pues, la función del mito, en palabras de Mircea Eliade, es esencialmente la integración del hombre en el cosmos. Igual que el pensamiento empírico adapta fácticamente la sociedad al medio natural, el pensamiento mítico adapta psicológicamente a los individuos a un mundo socioculturalmente organizado. Como discurso que entraña valores, tiende a guiar la acción y a educar el sentimiento (los modos y grados de implicación personal). Pero esto lo logra, diríamos, contrafácticamente, en un plano simbólico, no real, en la medida en que corrige a su modo desajustes estructurales: «El objeto del mito es proporcionar un modelo lógico para resolver una contradicción» percibida en la sociedad (Lévi-Strauss 1958: 209).

Por lo común, los mitos solucionan, en el plano de su propia lógica, problemas de orden sociológico, o psicológico, a consecuencia de lo cual el sistema establecido se hace sociológica o psicológicamente aceptable, es decir, queda legitimado. Podrían, claro está, jugar también un papel impugnador frente al status quo, generando mensajes alternativos. En este último caso, el pensamiento mítico se convierte en utópico, desempeñando una función deslegitimadora, y emplazando a la resolución de los conflictos en el plano histórico real. En tales circunstancias, se verifica la observación de Claude Lévi-Strauss acerca de las potencialidades del mito para transformar la existencia social, cuando «la especulación mítica va por delante de la acción» (Lévi-Strauss 1984: 197), ofreciendo fórmulas susceptibles de aplicación práctica. A pesar de todo, en opinión del propio Lévi-Strauss, ninguna función da razón cabal del mito, sino el análisis de sus estructuras profundas, mediante las cuales lleva a cabo este o aquel cometido.

 

Un cometido edificante para la filosofía

Ahora que quizá haya quedado claro el sentido y el objeto del pensar mítico, sigue siendo necesario preguntarse por la finalidad propia de la filosofía, teniendo en cuenta la función que ha cumplido y preguntándonos por la que debería tener. Pero es, aquí, un asunto excesivo.

Un planteamiento sugerente podría ser el del filósofo y escritor Alain Badiou en su Manifiesto por la filosofía... Para él se trataría de someter a crítica la «sutura» en la filosofía el matema, el poema, la invención política y el amor, que constituirían las cuatro condiciones del filosofar. De tal manera que el pensamiento filosófico consiga hallar su propio espacio en el que articular esos cuatro «procedimientos genéricos» a fin de hacerlos «composibles».

Por otro lado, sería revelador averiguar la conexión entre lo que podemos llamar la filosofía de la vida con respecto a la filosofía de los filósofos. ¿Oponerlas? La vinculación del pensamiento a la vida, su valor de supervivencia básicamente, es reivindicable frente a formas de razón que, al atentar frecuentemente contra la vida, ponen de manifiesto su irracionalidad. También cabe preguntarse por la repercusión en y para la vida personal.

Más allá del pensamiento aherrojado a las condiciones y las prácticas de poder, tal vez sea posible una visión filosófica más libre, abierta, sensata, capaz de contribuir a mejorar la vida cotidiana de cada uno, su estar con la naturaleza, con los hombres y ante Dios. Tal vez el cometido principal de la filosofía radique en alentar la vida personal y social, ayudando a conferirle un sentido o, por ventura, a descubrir su sentido.



Bibliografía

Badiou, Alain
1989   Manifiesto por la filosofía. Madrid, Cátedra, 1990.

Comte, Auguste
1830   Curso de filosofía positiva. Barcelona, Orbis, 1984.

Copleston, Frederick
1966   Historia de la filosofía, 1-9. Barcelona, Ariel, 1969.

Lévy-Bruhl, Lucien
1910   Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures. París, F. Alcan.
1927   El alma primitiva. Barcelona, Península, 1974.
1935   La mitología primitiva. Barcelona, Península, 1978.
1949   Les carnets de Lucien Lévy-Bruhl. París.

Lévi-Strauss, Claude
1962   El pensamiento salvaje. México, FCE, 1970.

Morin, Edgar
1986   El método, III: El conocimiento del conocimiento. Libro primero. Madrid, Cátedra, 1988.


Publicado 26 diciembre 2023