Número 16, 2022 (2), artículo 5


El problema cuerpo-mente, la sincronización neuronal, la inteligencia y el lenguaje


Luis Bodoque Gómez

Mediador intercultural en la Asociación Culturas Unidas, Las Palmas de Gran Canaria




RESUMEN
Lejos de eludir toda subjetividad, impidiendo que su sesgada influencia interfiera, se opta por profundizar fenomenológicamente en ella para correlacionarla "neuroevolutivamente" con el enfoque naturalista. Ello permite plantear una solución al problema ontológico de la mente, la sincronización neuronal, el origen de la inteligencia y el lenguaje.


TEMAS
conciencia · ego · fenomenología · inteligencia · lenguaje · mente · sincronicidad neuronal



En especial a mis hijos y a mi querida Eli, ya que este artículo ha sido posible gracias a la capacidad, de todos ellos, para tolerar tanta ausencia, por mi parte. Por supuesto, al maestro Silo, por su insidiosa sed de respuestas, que terminó iluminando a muchos de nosotros. Finalmente, a aquellos (en especial a Carlos Rosique, Alejandro Morales, Esther Rojas y Pedro Casado) que, con inusitada estoicidad, han soportado mis entusiastas reflexiones en voz alta sobre el tema... Algunos de sus comentarios, incluso, han contribuido, finalmente, de un modo decisivo.

"Rara vez percibo lo real de un modo nuevo y entonces comprendo que lo visto normalmente se parece al sueño."
Mario Luis Rodríguez Cobos, Silo

"La caverna subterránea es el mundo visible. El fuego que la ilumina es la luz del sol. Este prisionero que sube a la región superior y contempla sus maravillas es el alma que se eleva al mundo inteligible."
Platón

 

Introducción

Trasladar la metodología científica –que tan buen resultado ha obtenido en el ámbito de las ciencias naturales– a cuestiones relativas al ser humano implica, como mínimo, trascender la complicada situación, derivada de la conocida como "paradoja del observador" (Watzlawick y Krieg 1995). Sistemáticamente, una generalizada carencia de imaginación ha intentado superar este problema mediante el atajo del "empirismo ingenuo", a partir de una especie de "pseudoinducción", amparada por experimentos tendentes a justificar planteamientos previos que, salvo en el caso de las serendipias, arrojan siempre los resultados esperados, dado que las "pruebas" pertinentes efectuadas al respecto son siempre diseñadas con ese propósito (Kuhn 1972, Piaget y otros 1972, Popper 1962). Pero ocurre que la ciencia no avanza recopilando datos –como si los investigadores fuesen meros notarios tasadores– sino creando modelos que nos permitan integrar y comprender mejor el mundo que nos rodea. Por consiguiente, dado que no podemos extraer de la ecuación al incómodo "espectador", deberemos incluirlo, observándolo también a él, lo que filosóficamente nos conduce a una necesaria heurística fundamentada en una cierta fenomenología introspectiva.

Todo esto de lo que estamos hablando no representa, en absoluto, ninguna novedad y ya Merleau-Ponty (1945) empezó a introducir este tipo de planteamientos metodológicos, en relación con la percepción, como reacción al atomismo cognitivo imperante en aquel entonces. Ejemplos más recientes los hallamos, también, en la década de los 90, con la incursión del término "neurofenomenología" en un intento por combinar las perspectivas "en primera y tercera persona" (Varela 1996). De hecho, una de las teorías sobre la conciencia más influyentes, hoy en día, es la de la "información integrada" (IIT) de Tononi (2012) que, también, parte de una fenomenología de la experiencia consciente. Sin embargo, al tratarse de una aproximación estrictamente ontológica realizada en estática, soslaya múltiples interrogantes quizás importantes, pero, en definitiva, ajenos al objetivo planteado. Precisamente, uno de los propósitos fundamentales de este artículo es ampliar el campo de aplicación de esa misma estrategia, incorporando, desde un primer momento, una perspectiva ya procesal o dinámica y, por ese motivo, los axiomas formulados por Tononi (2012), aunque certeros, resultan ser, en este caso, del todo insuficientes. Por fortuna, disponemos de un excelente referente previo, desarrollado por el pensador argentino Mario Luis Rodríguez Cobos, más conocido por su seudónimo literario (Silo), que consiste, básicamente, en un planteamiento, también existencial, basado en las "imágenes" mentales (Rodríguez Cobos 1990, 2014), elaborado, en su momento, bajo el humilde horizonte de hallar utilitarios cauces que permitiesen el desarrollo personal de un ser humano en franca crisis. Es posible que ello explique, en parte, el silencio generalizado de la comunidad académica con respecto a su brillante trabajo y, tal vez, el presente artículo pudiera servir, de alguna manera, para comenzar a reubicar su obra, por fin, en el merecido lugar que le corresponde.

 

El problema cuerpo-mente entendido como una cuestión meramente conceptual

Desde un primer momento las aproximaciones al respecto, en el campo de la denominada "filosofía de la mente", formularon la cuestión en forma de dicotomía, refiriéndose a él como el "problema mente-cuerpo". Es probable que el ancestral planteamiento aristotélico, basado en el tándem cuerpo-alma, influenciara a Descartes cuando, siguiendo los pasos del "hombre flotante" de Avicena (López-Farjeat 2019), comenzó a cuestionar la fiabilidad de los sentidos externos, soslayando toda sensación interna y eludiendo, a su vez, cualquier emoción posible (el error cartesiano de Damasio, 2011). De ese modo, al quedarse "a solas" con sus meditaciones, estableció una equivalencia entre mente y alma –dotando así al pensamiento de una inconsistente "pureza" ideal platónica– que le llevó, finalmente, a concluir con su famosa máxima (Descartes 1987), olvidando que no es posible, en ningún caso, el cogito sin cogitatum.

No es de extrañar entonces que, frente a la aparente antinomia, las posibles soluciones presentasen una arquitectura bipolar consecuente, tal y como sucede con el "dualismo de sustancias" de Bergson (1889), Geulinx (1691), Plantinga (1964), Reppert (1998), Swinburne (2012), el ocasionalismo de Malebranche (2009), el dualismo interaccionista, incluida la "doctrina de los tres mundos" de Eccles (1986), Popper (1997) y la teoría de la armonía preestablecida de Leibniz (1981). Pero sucede que, si somos conscientes de nuestro discurrir, será porque existe sensación de ello (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). En definitiva, del pensar poseemos también cierta constancia o experiencia, al igual que ocurre con otras actividades mentales, tales como el recordar, pero en este caso, sin embargo, nadie sugiere la posibilidad de que la memoria pudiera hallarse fuera del cuerpo. Es decir, las operaciones efectuadas por la conciencia son, a su vez, detectadas sensorialmente y registradas con posterioridad. Sin embargo, el no considerar, en su reducción, ese crucial hecho, como una característica cognitiva fundamental, condujo a Descartes a la confusión de establecer, de entrada, distinciones que, en rigor, no existen. Si la mente no se hallase incluida también en el cuerpo, ¿cómo alcanzaría a conectar, entonces, con él?

En ese mismo sentido, las propuestas monistas completamente "idealistas" en términos de "inmaterialismo subjetivo" (Berkeley 1980, Collier 2008, Hegel 1966, Kant 2002 –con matices–, Mach 1987), así como aquellos modelos derivados de tal enfoque, persisten en mantener ese insalvable abismo. Tal es el caso de la "teoría de la interfaz de usuario" (MUI) de Hoffman (1998 y 2010), que aun no siendo, en ese sentido, estrictamente "reduccionista" o "eliminativa", cabría, no obstante, ser entendida, pese a su ambigüedad, como un tipo especial de monismo cuasimetafísico.

A fin de trascender la incomodidad de admitir tan etéreas "sustancialidades" surgieron, como antítesis, posiciones materialistas diversas agrupadas genéricamente bajo el rótulo "fisicalista". Sin embargo, incluso en tales hipotéticas alternativas, supuestamente "monistas", podemos observar, todavía, el arrastre del influyente "error cartesiano" (más profundo que el señalado por Damasio 2011), cuyo efecto les induce a mantener tácitamente tal división, dando lugar, a su vez, al modelo de psiquismo "cognitivista" o "computacional", hoy claramente superado, en donde la funcionalidad del cuerpo queda restringida a constituirse como un simple "periférico" del cerebro. Aunque, en apariencia, no se conceptualice, en tales supuestos, de manera tan antagónica como en el caso de los "dualismos" explícitos, lo cierto es que el reto resulta ser, nuevamente, el de integrar dos "entidades" entre sí, cuando, en realidad ambos elementos (mente y cuerpo) son, esencialmente, lo mismo observado, sin embargo, desde puntos de vista diferentes. Por un lado, poseemos la perspectiva psicofisiológica o empírica, denominada también "en tercera persona" y, por otra, la fenomenológica o existencial, gracias a la consciencia, conocida, a su vez, como "en primera persona".

Ya Wundt (1896), considerado por muchos como el padre de la psicología moderna, plantea que la experiencia vital es única e indivisible, pero que puede abordarse desde dos aproximaciones complementarias: la fisiológica y la psicológica. La primera de ellas, "externa" y "mediata" se constituye como una suerte de conocimiento "hacia fuera". La segunda, "interna" e "inmediata": hace referencia a la posibilidad de que el individuo observe su propia mente, como una especie de conocimiento "hacia dentro". Esta idea es convergente, en cierto modo, con planteamientos próximos a un "paralelismo psicofísico" (Fechner 1889, Lipps 1909, Titchener 2012), pero de carácter monista, apuntalado por la "teoría de la interacción psicofísica".

En definitiva, esa aparente diferenciación producida al percibir lo mismo desde emplazamientos distintos se manifiesta, a su vez, en el denominado "monismo neutral o simétrico" el cual apela, incluso, a una tercera sustancia, dejando a la mente igualmente suspendida en un "limbo" completamente indeterminado, del que desconocemos sus posibles propiedades (James 1974, Russell 1950, Spinoza 1987, Strawson 1994).  

De manera algo más soterrada, si cabe, aparece tal disyuntiva, además, en otras propuestas en las que. para ser resueltas, se opta por esquivar cualquier componente sospechosamente metafísica, subestimando su relativa importancia o dudando, incluso, de su verdadera existencia. Sin embargo, si la mente es directamente un espejismo o una simple secuela, sin sentido, de la actividad neuronal: ¿Cómo explicar entonces su capacidad para influir de manera causal sobre el cuerpo? Por consiguiente, el considerar a la mente como un subproducto sin entidad alguna, convierte al "epifenomenalismo" (Ayer 1979, Broad 1925, Caston 1997, Hobbes 2008, Huxley 2006, Jackson 1982), en una opción, en ese sentido, inadmisible. Así mismo, el modelo de "cerebro entrópico" (Carthart-Harris y otros 2014), es un buen ejemplo, también, de este tipo de concepciones, dado que la mente afloraría aquí como un simple efecto tangencial o marginal. A su vez, por razones similares, se debería cuestionar también el "conductismo" filosófico, derivado del "materialismo eliminativo" de (Churchland y Churchland 1998, Quine 1968, Rosenberg 1981), al negar la "realidad" misma de la mente, tal y como plantea, a su vez, la teoría del "esquema de atención" (AST), que la concibe como una simple ilusión (Graziano y Kastner 2011). Por supuesto, la hipótesis del "núcleo dinámico" (DCH) de (Edelman y Tononi 2002), la "teoría de la información integrada" (IIT) de Tononi (2012), derivada de ella, y el planteamiento de los "borradores múltiples" de Dennett (1995) descansan, a su vez, sobre propuestas "fisicalistas" muy restrictivas y, por extensión, lo suficientemente deterministas como para vetar cualquier posibilidad de influencia en la dirección "mente-cuerpo". Igualmente, todos los desarrollos efectuados con el propósito de dilucidar los denominados "correlatos neuronales de conciencia" (NNC) (Koch 2009, Koch y Crick 2001), tanto los de tipo "computacional" (McCulloch y Pitts 1990) como los de carácter "conexionista" (procesamiento paralelo distributivo de McClelland y otros 1984; Rogers y McClelland 2014), etapas múltiples (Bartels y Zeki 1998) o teoría de los bloques funcionales (Luria 1973)), poseen características similares.

No obstante, para sortear ese "autoritarismo" fisiológico –consustancial a toda postura "materialista" excesivamente ortodoxa– sin necesidad de abandonar del todo tal posición, cabría la alternativa de introducir en la ecuación la incertidumbre cuántica, estableciendo, de ese modo, concreciones alternativas de la función de onda, tal y como postula la teoría de la "reducción objetiva orquestada" (Orch OR) de Hameroff y Penrose (2014) y la del cerebro "holonómico u holográfico" de Pribram (1991). Cabe señalar, en ese sentido, que tales modelos –acordes, por otro lado, con fenómenos observados de interacción instantánea– dejan entrever la probable existencia de una macroestructura que trascendería, incluso, el nivel de especie, dado que, si el colapso de la función de onda correspondiente no se produjese a escala global, se detectarían "realidades" divergentes y no simples percepciones subjetivas de una misma "realidad" común. Sin embargo, entender tal agregado como un "todo" homogéneo e isótropo, produce una cierta deriva "panpsiquista" o "panexperiencialista" (Griffin 2001, Whitehead 1978) –ideológicamente biocentrista– en la que todo humanismo, consustancialmente antrópico, es percibido como un acto egocéntrico de soberbia, supuestamente chauvinista. Ello colisiona, lógicamente, con una más que intuitiva singularidad, correspondiente a la condición humana, en relación con el resto de los seres vivos (Bronowski 1973, Nazaretyan 2015, Rodríguez Cobos 1990), amparada por la existencia de una nítida dirección o sentido evolutivo vital. Esto último no anula, necesariamente, la posibilidad del mencionado "supraconjunto" y, de hecho, ya en el caso concreto del ser humano, la conciencia y el "mundo" claramente forman, entre sí, un binomio irreductible, enmascarado por el sentido de identidad propio y la inconsistencia de un "yo" meramente funcional. Por consiguiente, si ese "mundo", más allá de la particular impresión que cada ser posea de él, es, en última instancia, el mismo para todos, ha de existir una conexión, no metafísica sino estructural, entre la totalidad de organismos, que explicaría, además, todos aquellos fenómenos relacionados con la sincronicidad colectiva (Peat 1987). No obstante, esa aparente uniformidad articulada desde una perspectiva superior coexiste, a menor escala, con las particularidades individuales. Por consiguiente, desde ese enfoque, la propia perspectiva se relativizaría y dejaría de ser entendida en términos de "realidad" absoluta, advirtiendo que, en verdad, se trata simplemente de una mera configuración sesgada, a considerar junto con cualquier otra, siempre que las narrativas asociadas no se despeguen de los hechos, negándolos o retorciéndolos hasta hacerlos irreconocibles. El concepto de objetividad pasaría a ser comprendido, entonces, como una aproximación sucesiva, fruto de la sumatoria complementaria intersubjetiva de puntos de vista específicos propios y/o ajenos, trascendiendo así esa lógica dialéctica habitual, basada en disyuntivas, que debería ser sustituida por otra de tipo paradojal (Fromm 1956), imaginativa o "transracional" (Wilber 1980) de carácter más conciliador e integral. De ese modo, el "mundo" se presentaría ante nosotros como un conjunto sinérgico estructurado de subjetividades intencionales parciales, conectadas entre sí, congruentes con conceptos tales como el "campo mórfico" de Sheldrake (1985) o "akásico" de Laszlo (1993); la pauta (pattern) de Keeney (1983); el "inconsciente colectivo" de Jung (1933) o el mismísimo "self organismo-entorno" de Perls, Hefferline y Goodman (1951) que fundamenta teóricamente la terapia Gestalt.

En todo caso, introducir el elemento cuántico sin aclarar, en ese nivel "submolecular", el proceso concreto a través del cual surge la mente, a partir del funcionar del sistema nervioso y, sobre todo, qué control ejercemos, en definitiva, sobre él, sólo modifica la problemática asociada a la incompatibilidad de lo "fáctico" frente a lo intencional, por la indeterminación del "libre albedrío", en términos de puro azar.

Continuando con nuestras reflexiones, podríamos, tal vez, admitir, en principio, algún planteamiento "fisicalista" de carácter "no reduccionista", pero las vagas explicaciones ideadas, inicialmente, para justificar la relación entre estados físicos y mentales, en la denominada "teoría de la identidad" de Feigl (1958), Kim (1984), Place (1956), Smart (1959), aparte de cuestionables, no logran, además, escapar del todo de un ineludible determinismo. A su vez, el "monismo anómalo" de Davidson (1995), fundamentado a partir de lo que conocemos como "psicología del sentido común" (folk psichology) (Rabossi 2000), intenta trascenderlo planteando, por el contrario, un "externalismo" categórico, que lo único que consigue es trasponer un determinismo intrínseco o biológico por otro de carácter ambiental.

Sin embargo, el "funcionalismo" o "realización múltiple" de Armstrong (1999), Fodor (1989), Lewis (1966), Putnam (1960), apuntalado con el concepto denominado "sobreveniencia" o "supervivencia", abre cierta posibilidad de "libertad", al menos aparentemente, al admitir que, si bien las propiedades mentales son "realizadas" o configuradas a partir de las características físicas, no necesariamente son idénticas ni reductibles a ellas. Por consiguiente, podríamos, en principio, admitir la posible viabilidad del "funcionalismo" al no establecer correspondencia directa entre el modo de operar físico y mental. Si además entendemos esos estados mentales funcionales consecuentes como formas intencionales de "estar en el mundo", puestas de manifiesto por la fenomenología (Brentano 1874, Heidegger 1927, Husserl 1979, Ortega y Gasset 1914, Rodríguez Cobos 1990 y 1999, Sartre 1946) y por la filosofía analítica, tal posición se ve, si cabe, más reforzada.

Otra posibilidad, a considerar, para lograr la perfecta integración recíproca de ambas componentes, vendría de la mano del "fisicalismo no eliminativo" de Jeeves y Brown (2009), totalmente compatible con un "dualismo de propiedades" (Kripke 1981) interaccionista y corporeizado (Bedia y Castillo 2010, Haugeland 1998, Pfeifer y Bongard 2006, Pfeifer y otros 2007, Rodríguez Cobos 1990 y 2014, Shapiro 2011, Thelen y otros 2001, Varela y otros 1991). Finalmente, resultaría factible, a su vez, liberar al "emergentismo" de su destierro inicial, sospechoso, en un principio, de poseer cierta dimensión metafísica, tal y como propone Searle (2000). Precisamente, los resultados obtenidos en el estudio de sistemas complejos no lineales están desplazando todo paradigma previo hacia posiciones convergentes con esa idea. Desde ese enfoque, todo lo existente habría surgido mediante procesos evolutivos discontinuos o discretos, que irían generando ámbitos de mayor complejidad y orden, integrando los anteriores, sostenidos termodinámicamente, gracias a la existencia de fluctuaciones, que formarían posteriormente ciclos de retroalimentación positiva, tendentes a producir fenómenos resonantes, por un incremento de coherencia, gracias a procesos de sincronización, entre los diferentes elementos constitutivos de ese nivel (Ashby 1947, Bateson 1972, Bertalanffy 1950, Foerster y Zoft 1962, Heisenberg 1971, Kauffman 1991, Lazslo 1988, Lorentz 1963, Lovelock 1992, Neumann 1966, Varela, Maturana y Uribe 1974, Varela y otros 1991, Wiener1985).

En definitiva, si observamos detenidamente la "supervivencia" de un "funcionalismo" propositivo o intencional; la integración encarnada de ambos elementos (patrones neuronales y estados mentales) a partir de un "fisicalismo" no eliminativo; una "dualidad de propiedades" con capacidad de influencia mutua (paralelismo) o un "emergentismo" reversible y sistémico, no cabe la menor duda de que, esencialmente, nos hallaríamos, en todos esos casos, ante una misma concepción, perfectamente compatible con todo lo anotado.

De todas formas, tal y como se viene afirmando, existiría cierta convergencia con otros autores (Hacker 2006, Searle 2006, Wittgenstein 2010) a la hora de señalar la existencia de un posible error de conceptualización en lo que respecta a los múltiples interrogantes planteados acerca de la cuestión de la mente y la conciencia. Es posible que Chalmers (1999) pretenda entender en "tercera persona", lo que sólo es asimilable "en primera". Resultaría todo mucho más sencillo si alcanzamos a superar ese espejismo derivado de concebir, como "objetos" distintos, lo que, en realidad, son simples acercamientos a un mismo elemento (nuestro propio cuerpo sin más), desde ángulos diferentes. El problema, entonces, no es explicar cómo es que el sistema nervioso, en términos corporales, genera o causa "lo mental" como algo sustancialmente distinto. Lo psíquico aflora como perspectiva metacognitiva, derivada del fenómeno de la autoconciencia, a través de la cual, el ser (humano) en cuestión, es capaz de "observarse" a sí mismo (perspectiva de "primera persona"), estableciendo, con ello, un enfoque alternativo, pero no un nuevo "objeto". Todo se reduce entonces a correlacionar ambas perspectivas entre sí, aclarando cómo una percepción directa estrictamente sensorial, al "replegarse" sobre sí, establece un nuevo punto de vista fenomenológico, existencial o vivencial. Porque, aunque los modelos, anteriormente mencionados, fuesen capaces de justificar, de alguna manera, cómo "lo corporal" podría originar "lo mental", lo que ninguno de ellos nos aclara, del todo, es cómo "lo mental" causa algún efecto sobre "lo corporal".

 

Transformación de los impulsos en vivencias y las ideas en actos

Por consiguiente, dado que la mente y el cuerpo pudieran constituir una misma entidad, cuyas aparentes divergencias obedecerían exclusivamente a impresiones diversas establecidas desde puntos de observación distintos ("primera y tercera persona"), pretender aclarar la cuestión en términos de "cómo el cuerpo causa la mente", empieza a carecer de sentido.

De ese modo, a la hora de preguntarnos: ¿cómo logramos influir sobre nuestro cuerpo, manejándolo? Nos sentiríamos tentados a afirmar, desde un enfoque excesivamente "fisicalista" o de "tercera persona", que ello es posible gracias a que enviamos determinadas señales eléctricas, a través de rutas eferentes, a los respectivos músculos. Sin embargo, nadie es capaz de dirigir directa y voluntariamente un impulso nervioso a una región precisa del cuerpo. Ese proceso, por el contrario, es ejecutado y "vivenciado" de otro modo, cuando atendemos a él "en primera persona", que es como se efectúa de manera consciente.

Influyentes corrientes dentro de la psicología, frente a un "realismo directo" algo simplista, han relegado tradicionalmente toda representación mental a la categoría de mera copia defectuosa de la realidad, descartándola como mecanismo cognitivo válido (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). A su vez, la consecuencia inmediata de asumir que un psiquismo posee un funcionar de carácter "enactivo" o corporeizado es, precisamente, la abolición de todo "representacionismo", mucho más acorde con un planteamiento "computacional" de la mente, en principio, incompatible con él (Varela y otros 1991, Thompson 2007, Di Paolo y otros 2010, Hutto y Myin 2013). No obstante, estudios realizados al respecto mediante resonancia magnética funcional (IRMf), concluyen admitiendo la presencia de una red neuronal, relacionada con la manipulación de imágenes, que resultaría completamente congruente con la existencia de un "espacio de trabajo mental" (Schlegel y otros 2013), tal y como sugiere, también, la teoría del "espacio de trabajo global" (GWT) de Baars (1997), apoyándose, sin embargo, en la memoria inmediata o de trabajo para evitar, precisamente, cualquier sospecha de "representacionismo". En definitiva, pese a la aparente contradicción que subyace, al considerar tales posicionamientos de manera conjunta (representacionismo y corporeización), resultaría perfectamente factible, sin embargo, conciliar ambas cuestiones, si apelamos al modelo de psiquismo propuesto por el pensador argentino Mario Luís Rodríguez Cobos, dado que, en dicho esquema, lo que se entiende como "monitor" es, en realidad, el propio cuerpo.

Eso que denominamos "imagen" y que generalmente concebimos en su faceta exclusivamente visual o icónica, posee, dentro de este original planteamiento, una estructura transmodal, algo más compleja. En este supuesto, la "imagen" se configura a partir de un conjunto integrado de percepciones y pulsiones, mediante la sumatoria de datos extraídos a partir de los sentidos externos e internos, completados, a su vez, con inferencias, desarrolladas mediante la actualización de contenidos nmémicos. Desde un punto de vista fenoménico o "en primera persona", ese enclave interno, definido y denominado por este autor "Espacio de Representación", en donde todos los "actos" mentales se manifiestan asociados a ese tipo de ideaciones constructivistas e intersensitivas descritas, vendría determinado por el propio registro corporal, acotado entre la sensación de la piel y la de las vísceras (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). De ese modo, tales "imágenes" –que se constituirían a partir de un conjunto integrado de estímulos, ubicadas dentro de ese íntimo "recinto"– conectarían de manera inmediata con la totalidad del cuerpo que, a modo de horma, actuaría como una plantilla complementaria generando un patrón funcional –que englobaría a ambos, conformando un estado corporal, operativamente intencional– con plena disposición a actuar en el "mundo" de una manera compacta. De todo ello, dan buena cuenta experiencias tan diversas como los "miembros fantasmas", en el caso de amputaciones, o ese característico mareo que surge cuando subimos o bajamos por una escalera mecánica estropeada. Adherimos, por lo tanto, a posturas relacionadas con el concepto de "realismo indirecto" o "representacionismo" de primer orden (Dretske 2000, Tye 2003), fuerte, sin restricciones y claramente intencional (Morgan 2014), reductible u objetivable (Fodor 2003, Kriegel 2014, Pinker 2008), mediante sucesivas aproximaciones intersubjetivas, tal y como se ha descrito anteriormente.

Finalmente, toda esa estructura, en última instancia, es monitorizada mediante procesos de "reversibilidad" (Rodríguez Cobos 1990 y 2014), gracias a la existencia de grupos neuronales interconectados entre sí, generando, de ese modo, una experiencia consciente ("en primera persona"), en forma de "escena", dentro de un ámbito personal que, como ya aclaramos, se haya acotado por los límites cenestésico-táctiles corporales (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). Es decir, eso que conocemos familiarmente como "mente" no es una entidad intangible, independiente o substancialmente distinta, ya que se trata, en realidad, del propio cuerpo, que mientras registra el "mundo", es detectado, a su vez, mediante un proceso autorreferencial, que se percibe empírica y subjetivamente ("en primera persona") como una especie de recreación ideal interna o "autorrepresentación" (Kriegel 2014)). Considerar, después, que dicha experiencia no se corresponde con "realidad" alguna y es completamente "ilusoria" o bien suponer que tales "imágenes" no son sino meros iconos virtuales en una consola evolutivamente útil para interactuar con el mundo –tal y como señala la "teoría de la interfaz de usuario" (MUI) de (Hoffman 1998 y 2010)– solamente porque ese "arrastre" dual cartesiano –sobre el que se viene advirtiendo– presupone siempre que lo mental es platónicamente metafísico, podría conducirnos a cuestionar, incluso, la existencia "real" del "mundo", deslizándonos peligrosamente por el "precipicio kantiano" del relativismo absoluto (Kant 2002).

Por otro lado, gracias a esa recursividad perceptiva señalada, no resulta necesario asumir el engorro de plantear estados superiores, numéricamente distintos, tanto de pensamiento (Rosenthal 2005), como de percepción (Lycan 2004) para justificar una metacognición de base representacional.

Existencialmente hablando ("en primera persona"), lo que sucede es que cualquier representación efectuada, al ser emplazada en el lugar adecuado, dentro de ese íntimo recinto que denominamos "Espacio de Representación", hace que nuestro cuerpo responda coherentemente con ese funcionar integral (Graziano y Kastner 2011, Thagard 1996) o "enactivo" (Bedia y Castillo 2010, Haugeland 1998, Pfeifer y Bongard 2006, Pfeifer y otros 2007, Rodríguez Cobos 1990 y 2014, Thelen y otros 2001, Varela y otros 1991), característico de nuestra estructura psicofísica, que explicaría, además, la cuestión de los psicosomatismos (Doidge 2008).

Obviamente, ese mencionado "lugar" donde ubicar la "imagen" –juntamente con el registro del cuerpo, haciéndolo reaccionar– no se logra estableciendo simples "visualizaciones", percibiendo o representando algo "en tercera persona", como si uno fuese una cámara grabándose a sí mismo. Se trataría de recrear una escena cualquiera, pero evocando, simultáneamente, las sensaciones corporales que tendríamos, tal y como si lo estuviésemos experimentando "en primera persona" ("imagen intersensitiva o transmodal"). De hecho, la manipulación de interfaces cerebro-máquina de señales endógenas, se realiza, precisamente, de ese modo, imaginando la intención de ejecutar el movimiento deseado (Hornero y otros 2013). No obstante, para experimentar tal hecho, basta con que cerremos los ojos e imaginemos que algo pasa por delante, de izquierda a derecha, para comprobar lo complicado que resulta evitar que se tensen los músculos de nuestros globos oculares y de parte del resto del cuerpo, coherentemente con la recreación efectuada (Rodríguez Cobos 1990 y 2014).

 

Posible biogénesis de la conciencia desde un punto de vista neuroevolutivo

Coherentemente con las sucesivas transformaciones que, como complejo vital, se han evidenciado en el sistema nervioso, a través de la fisiología particular de las diferentes especies y atendiendo, principalmente, a las fases más avanzadas de su desarrollo, observamos, como hecho muy significativo, una mayor capacidad de interrelación entre zonas diversas, evidenciada por un característico incremento exponencial del número de enlaces establecidos (materia blanca), en relación con el crecimiento, solamente lineal, de la cantidad de neuronas (materia gris) (Schoenemann, Sheehan y Glotzer 2005), lo que, probablemente, propició un progresivo aumento en las posibilidades de conexión entre grupos neuronales dispersos.

La vida emerge con el objetivo de trascender, como estructura, mediante la estrategia de aislar parcialmente una región concreta (mediante una membrana plasmática semipermeable lipidoproteica), tendiendo posteriormente a estabilizarse, a través de procesos (osmóticos) que inducen una adaptación creciente en relación con un medio, mecánicamente fluctuante, del cual forma parte también. Progresivamente, surgirían estructuras vitales sometidas a un equilibrio inestable disipativo (Prigogine 1983), sostenido por ciclos catalíticos que establecerían cierto cierre operacional autopoiésico (Varela y Maturana 1973), auspiciado, sin embargo, por necesarias y sucesivas transformaciones estructurales. No obstante, su consustancial obsolescencia como individuos requeriría, para perpetuar dicha configuración, de un mecanismo autorreplicante –con una fidelidad relativa a la hora de preservar la experiencia acumulada– incorporando cierto margen transgresivo (Martin y Russell 2003), detonado por dinámicas sistémicas complejas, que permitiesen alguna variación. La diversificación consecuente de formas introdujo una presión añadida ya que, aparte de mantener su arquitectura en relación a su medio, debían ahora competir con otros, con idéntico objetivo, enfrentándose a una aparente disyuntiva con un único y fatídico destino; acomodarse lo imprescindible para evitar desaparecer y sucumbir frente a la competencia de otros mejor preparados, o adaptarse cada vez más a un entorno algo hostil y perecer, de todas formas, cuando las inciertas condiciones de ese medio cambiasen súbitamente. Al final, todo se reduciría a apostar; o bien por la cantidad, con elevadas tasas de fecundidad, que limitaban la supervisión parental y requerían una temprana madurez y, por consiguiente, una escasa variabilidad; o por la calidad, que, por el contrario, prolongaba temporalmente la fase de desarrollo inicial (Burciaga-Hernández 2016), propiciando, así, posibles alteraciones provechosas.

De ese modo, reiterados procesos de altricialidad (Burciaga-Hernández 2016, Dunsworth y otros 2012, Rosenberg y Trevathan 1995, Trevathan 2011), provocaron significativas carencias, en cuanto a la creación de patrones específicos neuronales preconfigurados mediante rutas sinápticas precisas, lo que generó una potencial plasticidad neuronal que, permitió ampliar habilidades, más allá de las adquiridas simplemente de una manera instintiva (Montagu 1961). Se trataba, por lo tanto, de una táctica que, a medio plazo, resultaría evolutivamente ventajosa (Burciaga-Hernández 2016) y que, finalmente, se aceleró durante el desarrollo de los primates, como consecuencia de una neotenia forzada –vinculada con el denominado "dilema obstétrico"– motivada por un aumento progresivo de la capacidad craneal, determinada por el incremento del número de áreas de asociación de la corteza cerebral (Gray 2002), proceso conocido como encefalización, desarrollado paralelamente con la bipedestación y el consecuente estrechamiento, por razones estructurales, del canal pélvico. (Dunsworth y otros 2012, Rosenberg y Trevathan 1995, Trevathan 2011).

En definitiva, una mayor conexión neuronal, en el seno de sistemas nerviosos inmaduros y, por consiguiente, maleables, abrió la posibilidad de generar combinaciones entre áreas neuronales diferenciadas, más allá de las preconfiguradas en la fase embrionaria prenatal, siendo ésta la base de ese proceso que denominamos aprendizaje.

Por otro lado, cualquier ser vivo demandará información, lo más precisa posible, sobre lo que acontece, tanto dentro, como alrededor del propio organismo. De ese modo, simples detectores de gradientes de concentración química se fueron sofisticando, creando todo un elenco diversificado de "sentidos". Aquellos que apuntaban hacia el medio (externos) se dispusieron inicialmente por pares simétricos para permitir, de ese modo, un registro completo del entorno (360º). No obstante, actividades tales como la depredación, fueron reclamando cierta precisión en las respuestas, a costa de reducir el campo de actuación. De ese modo, surgió la estereopercepción (visión binocuar, sonido binaural… Etc.) tras impulsar, para cada modalidad sensitiva, con sus respectivos órganos, una progresiva convergencia o enfoque, integrando, a su vez, las regiones neuronales asociadas. Esa interrelación, se efectúa gracias a la sincronización, entre áreas diferentes, de los respectivos potenciales de activación, lo que produce un incremento resonante de energía y, por consiguiente, de frecuencia que, subjetivamente, hace destacar tal señal, "iluminándola" con respecto a otras, inaugurando, a partir de ahí, lo que sería una incipiente y, de momento, mecánica "atención". Todo ello resultaría, además, perfectamente congruente con el planteamiento que Tononi (2012) realiza en su modelo ontológico de conciencia denominado "teoría de la información integrada" (IIT), cuando correlaciona el grado de integración neuronal con el nivel de consciencia. En ese sentido, se ha observado, además, un determinado fenómeno, denominado por Hameroff (2010) como el "piloto consciente", manifestado por la elevación en la frecuencia de vibración de diferentes grupos neuronales, en forma de ondas de alta frecuencia u ondas "γ", que podría estar relacionado con el hecho concreto de "ser consciente de algo". A su vez, oscilaciones de similar periodicidad, se han observado, también, en el córtex visual (Gray y Singer 1989) y en el bulbo olfativo (Skarda y Freeman 1987) de algunos animales, vinculadas al simple acto de percibir.

Considerando que todos los estímulos externos son, a su vez, transducidos mediante impulsos eléctricos aferentes homotópicos (Bértolo 2005, Lopes da Silva 2003, Martínez 2016), una vez producida esa estructuración modal por pares sensitivos, que dio origen a la estereopercepción, no resultaría excesivamente complicado ampliar la articulación de señales, para conformar, esta vez, conjuntos multimodales completos, congruentes con la existencia de una especie de colector o ubicación común, funcional o explícito –tal y como se señala en la "teoría de la integración de características"– validada, en parte, al observar errores de combinación, en condiciones de cierta atención (Treisman y Gelade 1980). Se establece así una diferencia básica entre sensaciones y percepciones (Feldman 1999), las cuales se constituyen ya en "objetos", bajo ese esquema básico "gestáltico" denominado ley de "figura-fondo" ("sonido-ruido" en el caso auditivo) o principio de destino común (Koffka 1963). Todo ello es experimentado subjetivamente ("en primera persona") como una sensación de espacialidad envolvente, fruto de la sumatoria de distancias obtenidas a partir del paralaje "objeto-medio" de los diversos binomios perceptivos externos relacionados.

Igualmente, los sentidos internos o propioceptivos se fueron también estructurando entre sí –a modo de patrones vegetativos– hasta alcanzar, al igual que los externos, una paulatina integración, registrada íntimamente como "sentimientos" o "emociones", a partir de la aparición de los mamíferos. Por consiguiente, los últimos estadios evolutivos del sistema nervioso se caracterizaron por avanzar, desde una parcial coordinación sensitivo-motriz preestablecida genéticamente, hacia una interrelación sensoriomotora (Machado y otros 2010) abierta o adquirida, organizando progresivamente todos los sentidos, entre sí. Como consecuencia inmediata de esas simbiosis respectivas, se produce (en relación con los estímulos internos) cierto sentido de identidad, a partir ya de los mamíferos superiores, evidenciado por ese registro de individualidad que se expresa empíricamente en ese selecto grupo de animales (elefantes, orcas, delfines y gorilas, entre otros), capaces, tanto de reconocerse frente a un espejo (Gallup 1977, Archer 1992), como de manipular objetos. Es decir, ese comenzar a registrar la propia motricidad y, en general, el maniobrar completo del cuerpo, supone la incorporación de cierta "causalidad circular" (Wiener1985) entre ambas facetas, que ahora se expresarán interaccionando simultáneamente entre sí. De ese modo, la sensación del cuerpo guía su movimiento y, precisamente ese movimiento, es el que, a su vez, produce dicha sensación. Nos hallamos, por lo tanto, en presencia de una especie de "bucle extraño" (Hofstadter 1987), que nuestra tendencia mental a funcionar de una manera secuencial nos impide percibir, con claridad, como una estructura emergente de elementos concomitantes entre sí.

Por consiguiente, los organismos operaban, en un principio, como meros receptores pasivos de alteraciones de la interfaz ser/medio, reaccionando de manera indiscriminada frente a ellas, para mantener una relativa estabilidad homeostática. Las transformaciones sucesivas basculaban centrípetamente, propiciando variaciones fisiológicas, que permitían adaptaciones ambientales. Sin embargo, a medio plazo, resultó selectivamente favorable el que tales perturbaciones pudiesen proyectarse, también, de manera centrífuga, desde el individuo sobre el medio, a través de actos concretos de carácter propositivo. Obviamente, en ese tránsito, adquirir la estereopercepción supuso un punto de inflexión decisivo a la hora de modificar el sentido del cambio, a lo largo de todo el periplo evolutivo. De ese modo, algunas especies fueron capaces de evolucionar a partir de ahí y transformarse paulatinamente en especies "enactivas" cuya experiencia se iba acumulando en función de sus acciones (Álvarez 2017, Hutto 2013), gracias a la imbricación progresiva de los aparatos sensoriales con el sistema motor (cognición "anclada") (Shapiro 2011). En definitiva, una articulación mental, en origen "computacional" o "cognitivista", se fue transformando evolutivamente hasta resultar completamente "corporeizada" (Bedia y Castillo 2010, Haugeland 1998, Pfeifer y Bongard 2006, Pfeifer, Lungarella y otros 2007, Rodríguez Cobos 1990 y 2014, Shapiro 2011, Thelen, Schoner y otros 2001, Varela y otros 1991).

Por consiguiente, el "percibir" y el consecuente "actuar" inicial, que conllevaba un maniobrar compulsivo lineal, mediante pares de estímulo-respuesta, se convierte ahora en un necesario "estar" de algún modo (Heidegger 1927), con una determinada actitud, apuntando hacia el "mundo" (Ortega y Gasset 1914), cual "flecha del anhelo" (Nietzsche 2012). Eso se traduce, en comportamientos genéricos que constituyen ineludibles posicionamientos (Sartre 1946), que conforman una de las cualidades fundamentales de toda conciencia, que es su intencionalidad (Brentano 1874, Heidegger 1927, Husserl 1979, Ortega y Gasset 1914, Rodríguez Cobos 1990, Sartre 1946). Todo ello nos brinda, además, ese criterio indispensable para organizar, de alguna manera, esa amalgama energético-sensitiva con la que se encuentra cualquier psiquismo, desde el preciso instante en que establece contacto con el "mundo".

Tal idea se ve reforzada, además, por el hecho de que varias investigaciones han señalado que, curiosamente, el cerebro, en su funcionar, parece preconcebir o postular "objetos" (Purves y Lotto 2003, Pylyshyn 2001). Obviamente, el número y tipo de constituyentes esenciales necesarios para conformar un determinado "objeto" es ilimitado, pero, en la práctica, atendemos sólo a aquellos que se corresponden con la acción ("acto") a desarrollar. Es decir, esa selección de especificaciones dependerá, en última instancia, del propósito asociado (Ambrosini y Constantini 2017). En definitiva, lo que nuestra conciencia configura como "objeto" (Husserl 1979) se articularía, imprimiendo un plus holístico (Tononi 2012) intencional, a partir de una serie de componentes esenciales, mediante un proceso de "segregación" o "diferenciación", con respecto al resto de sensaciones y otro simultáneo de "combinación", "integración" (Tononi 2012), "categorización" (Edelman y Tononi 2002) o "estructuración" (Rodríguez Cobos 1990 y 2014) de todos esos elementos, entre sí. Así mismo, agrupamos los "objetos" en clases a partir de cualidades comunes o semejanzas, distinguiéndolos entre sí, dentro de ese conjunto, a través de sus diferencias, estableciendo, con todo ello, sucesivas escalas jerárquicas ("granos espacio-temporales" (Edelman y Tononi 2002)) o ámbitos estructurales (Pompei 2008), que resultan perfectamente congruentes con las observaciones realizadas sobre la naturaleza de la visión de los primates (Duncan y Humphreys 1989) y que han sido recientemente confirmadas, además, por estudios relativos a cómo ciertas características son consideradas, por el sistema visual, como partes de un mismo "objeto" (Eguchi y otros 2018, Isbister y otros 2015). Por consiguiente, a la hora de analizar experimentalmente de qué manera la conciencia configura los diversos "objetos" y, por ende, organiza la "realidad", habrá que considerar tal hecho y no la coincidencia de determinadas características (Dong y otros 2008) o la simultaneidad espacio-temporal de "objetos", no relacionados estructuralmente, entre sí (Thiele y Stoner 2003) y que no forman parte, tampoco, de motivación alguna, a partir de la cual se deban agrupar.

Finalmente, una vez que los sentidos externos o perceptivos se articularon entre sí, configurando objetos, y los internos o propioceptivos hicieron también lo propio –articulando patrones vegetativos en forma de emociones y sentimientos– comenzaron a establecerse relaciones biunívocas entre ambas vertientes –más allá de la mera coordinación de movimientos prefijada instintivamente– mediante procesos sucesivos de aprendizaje, generándose, de ese modo, un nuevo "bucle extraño" (Hofstadter 1987), cuya realidad se evidencia a través de la existencia de fenómenos de tipo sinestésico (Córdoba y Riccò 2014). Existencialmente hablando (perspectiva de "primera persona"), tal hecho, se experimenta como si esa atención que inicialmente se dedicaba simplemente a escudriñar el entorno, empezase a "replegarse", a su vez, sobre sí misma y lo que sería una simple alteración energética de determinadas zonas sensibles de nuestro cuerpo, se convierte, a partir de ahí, en una vivencia. Aquellos mecanismos que se fraguaban "detrás" de la mirada, comienzan ahora a aparecer, también, "delante", dejando entrever las operaciones ("actos") efectuadas por la conciencia que, en ese momento, pasan a ser "objetos" de estudio, registrándose, todo ello, como una especie de "desplazamiento" hacia atrás del observador tácito asociado, dentro del "Espacio de Representación", en una suerte de toma de perspectiva mental. Esa capacidad de "reversibilidad" (Rodríguez Cobos 1990 y 2014), se desarrolla acuñando huellas neuronales en forma de "bucles de realimentación reverberantes sensoriales" (Humprey 2000) o "mapas de reentrada" (Edelman y Tononi 2002) (dependiendo del autor escogido). Todo ese proceso culmina con la metacognición de las denominadas conciencias secundarias o extendidas (Edelman y Tononi 2002), registrada íntimamente mediante la coexistencia de dos franjas cognitivas superpuestas e irreductibles, entre sí, originadas al recibir sensorialmente una impresión inmediata del medio, a la vez que se "monitoriza" –mediante una autorreferencia perceptiva corporal– esa misma actividad.

Precisamente, el mindfulness (técnica de meditación actual que deriva del budismo), trabaja con el objetivo de incrementar el nivel de consciencia, tratando de observar el "mundo", sin por ello, perder el contacto con uno mismo (Kabat-Zinn 2019), integrando así estímulos externos e internos, para establecer, de ese modo, un nivel o grado de consciencia denominado "conciencia de sí" (Rodríguez Cobos 1990 y 2014) o, como afirmaba Gurdjieff, "recuerdo de sí" (Ouskensky 2010), si concebimos la percepción (sensación estructurada) como un "presente recordado" (Edelman y Tononi 2002) o previamente "representado" (Rodríguez Cobos 1990 y 2014), ya que, en definitiva, sólo podemos reportar haber sido conscientes de algo, cuando la totalidad de constituyentes se nos presentan de manera integral. En cualquier caso, dicha conectiva (externa-interna), aunque potencialmente posible, no surge, sin embargo, de un modo espontáneo y, por el contrario, exige cierto "esfuerzo atencional" (aprendizaje) por nuestra parte. De hecho, recientes investigaciones realizadas mediante electroencefalograma (EEG) han puesto de manifiesto que las ondas "" (vinculadas, como ya señalamos, al fenómeno de la consciencia) se activan siempre frente a eventos novedosos (Bastos y otros 2020), no vinculados, por lo tanto, a automatismos previamente adquiridos. Lamentablemente, el que ese nivel de trabajo de la conciencia no resulte ser demasiado habitual, nos deja, la mayor parte del tiempo, diluidos en el "mundo", con un total "olvido" de nosotros mismos, sumergidos en una vigilia ordinaria muy próxima a un semisueño activo, caracterizada por un funcionar psíquico completamente mecánico (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). En el mejor de los casos, cuando nos acordamos de que también existimos, el registro que obtenemos de ambas facetas sensoriales (externa e interna) es "en paralelo", como si nosotros y el "mundo" fuésemos entidades diferenciadas. En tal situación, en consonancia con su posible "ilusoriedad" –mantenida por las denominadas "teorías del haz" (boundle theories) (Parfit 1986)– aflora ese espejismo denominado "yo" o "ego", que frecuentemente suele ser confundido con la propia conciencia cuando, en realidad, siempre aparece, al igual que el espectador del "teatro cartesiano", separado de ella (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). Es posible que la utilitaria perentoriedad de otorgarle entidad propia a algo tan insustancial y que, en cualquier caso, cambia permanentemente, influya, a su vez, a modo de "maya" budista, camuflando el hecho de que ella y el "mundo" actúan, en realidad, conjuntamente y de manera indisoluble (Bartra 2014, Dewey, Boydston y Gouinlock 2008, Manzotti 2006, Maturana y Varela 1980, Rockwell 2005), mediante una estructura de carácter netamente intencional que podríamos denominar "conciencia-mundo" (Van Doren 1974) o conciencia-experiencia (Wilber 1980), que surge como extensión de la irreductible relación "acto-objeto" (Van Doren 1974), "sujeto-objeto" (Fox Keller 1985, Sartre 1984) o "yo trascendental" (Husserl 1979, Kant 2002)) –parcialmente "constructivista"– en la que toda operación efectuada por la conciencia ("acto") se adhiere inevitablemente a "objetos", elaborados con una carga subjetiva (Husserl 1979) (correlación noética-noemática) que, sin embargo, se orienta siempre a partir de cierto eco de lo "real".

De ese modo podemos superar, a su vez, esa eterna disyuntiva existente entre "externalismo" e "internalismo", que se debate entre un solipsismo hermético y un realismo directo algo ingenuo, referidos, ambos, al funcionar de la conciencia; en lo relativo a la cognición (Clark y Chalmers 1999, Gallagher 2009); a la gnoseología (Burge 1979, Putnam 2008) y a la propia naturaleza de la intencionalidad (Brentano 1874). Precisamente esa pro-tensión que encadena toda respuesta o acción a un "objeto" tangible determinado, crea, a veces, una aparente impresión "externalista", al no asumir tales herramientas o utensilios como extensiones corporales (Rodríguez Cobos 1990 y 2014). Así pues, para poder conducir un automóvil, deberemos identificarnos con él y obrar como si fuésemos ese vehículo. Lo que sucede no es que nuestra conciencia corporeizada "salga", proyectándose en él (conciencia "situada" de Gallagher, 2009). En realidad, lo que ocurre es que nuestro registro corporal se amplía, incluyendo al utensilio en cuestión. Aunque no seamos demasiado conscientes de ello, un fenómeno similar opera, en ese mismo sentido, en relación con el propio cuerpo. De hecho, el que un conjunto de rutinas conductuales, categorizadas bajo el epígrafe de "personalidad", sea considerado una pieza de capital importancia, en el estudio del comportamiento humano (psicología), solamente cabría concebirse imbuidos en tal confusión.

 

El problema de las inferencias cognitivas y la sincronía neuronal

Sea como fuere, lo cierto es que un psiquismo integral, de tal envergadura, no va a poder ya responder en función de una única señal y, por el contrario, deberá operar necesariamente a partir de una matriz compleja de datos sensitivos, organizados en torno a esquemas de carácter finalista, que requerirá, además, un "mapeo" aproximado de su entorno inmediato.

Es de esperar, por consiguiente, que una limitada capacidad perceptiva y/o atencional, incapaz, en principio, de aprehender el "mundo" en su totalidad, resulte ser sesgada, selectiva y, necesariamente intencional, como único criterio posible. Consecuentemente, se generarán oquedades cognitivas expresadas en forma de ambigüedades, que, de persistir, podrían llegar a desestabilizar y desorientar cualquier conciencia, considerando su específica necesidad de establecer una estructuración coherente del "mundo". Tal carencia es compensada mediante inferencias cognitivas automáticas (Helmholtz 1867), pero no neutras, elaboradas a partir de la actualización de contenidos previamente registrados, extraídos de la memoria. En definitiva, esa función de archivo, que permite la posterior comprensión de los fenómenos, se halla asociada, a su vez, con ese acceso adicional paliativo que proporciona, además, cierta economía psíquica, de capital importancia en la configuración de automatismos, derivados, muchos de ellos, de procesos de aprendizaje previos. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿cómo la conciencia es capaz de efectuar tal operación?

Existe un amplio consenso académico respecto a que, neurológicamente hablando, cualquier contenido de conciencia se articula conectando, entre sí, regiones dispersas del sistema nervioso que recogerían, cada una de ellas, la totalidad de sus características fundamentales. El problema, al igual que el caso anterior, es explicar cómo se produciría tal conjunción de una manera prácticamente instantánea. En un primer momento, se propusieron sendos modelos tales como el "patrón jerárquico piramidal" (Barlow 1972) o el "aumento de intensidad de la descarga" (Hebb 1985), que, sin embargo, resultaron ser insatisfactorios debido al problema de la "explosión combinatoria" o de la "catástrofe de superposición", respectivamente. Por ese motivo, (Malsburg 1995) planteó la hipótesis de que la conexión entre grupos neuronales diversos se llevaría a cabo mediante cierta sincronización de todas y cada una de las neuronas implicadas (teoría del enlace por sincronización (TBS)) (Milner 1974, Singer 2007). No obstante, la velocidad de transmisión electroquímica sináptica axodendrítica es finita y produciría sucesivos y, por consiguiente, significativos retrasos (Freeman y Vitiello 2006). Por otro lado, la alternativa de una rápida despolarización de las uniones "gap", tampoco, justificaría plenamente tales acoples (Hameroff 2010). Finalmente, suponer que los disparos rítmicos de grupos neuronales, a partir de las oscilaciones intrínsecas de sus respectivos potenciales somáticos, pudiesen generar campos eléctricos locales capaces de inducir, a su vez, la sincronización de un grupo neuronal completo y de aquellos otros conectados sinápticamente con ellos, no parece constituir una explicación suficiente.

No obstante, si consideramos las redes neuronales como posibles sistemas complejos, un determinado conjunto activo, previamente constituido, de áreas distribuidas sincronizadas, entre sí, podría comportarse, perfectamente, como un atractor extraño, trasladando información parcial para configurar un único "fenómeno" mental específico (Bartels y Zeki 2006). Por consiguiente, por razones estrictamente energéticas, existiría cierta inercia estructural a establecer equilibrios mediante tales configuraciones. Fenomenológicamente ("en primera persona"), registraríamos, tal situación, como reconocimientos o comprensiones vinculadas a estructuraciones e inferencias automáticas (Helmholtz 1867), que completarían mnémicamente conjuntos de estímulos obtenidos por percepción directa (tal y como ocurre en las "pareidolias").

Todo ello resulta congruente, además, con la existencia de cierto proceso previo de convergencia por arrastre de regiones neuronales relacionadas, por el que las redes inicialmente evolucionarían de manera caótica, en un estado próximo a la criticidad (Keppler 2013), al aflorar conjuntamente todas aquellas grabaciones asociadas. Tal "fondo" operaría, en realidad, como un repertorio de estructuraciones posibles latente, que acabaría estabilizándose en torno a un patrón neuronal específico –mediante un cambio de fase, acaecido tras atravesar el sistema (red neuronal) un punto concreto de bifurcación, cerca de un atractor extraño (Solé y Manrubia 1996)– que nos permitiría, de ese modo, "dar sentido al mundo" (Skarda y Freeman 1987) y, por extensión, justificar sincronizaciones tan repentinas.

Esas dinámicas complejas aclararían, a su vez, aquellas situaciones en las que una mayor resonancia, no conlleva necesariamente un aumento de consciencia, sino al contrario, tal y como sucede, por ejemplo, con las crisis epilépticas, que serían entendidas como una manifestación de la falta de "control del caos" (Schiff y otros 1994), seguramente en sus aspectos inhibitorios.

De hecho, entender que la correlación entre el sistema nervioso y la esfera de lo mental se realizaba, no a partir del funcionar aislado de neuronas concretas, conectadas entre sí, sino a través del comportamiento sinérgico de grupos o conjuntos completos de ellas, propició un cambio de enfoque en lo referente a las ondas cerebrales que, desde hacía tiempo, se registraban mediante la técnica del electroencefalograma (EEG) (Palacios 2002). De ser contempladas, en un primer momento, como una especie de ruido o clamor aleatorio, sin sentido aparente, pasaron a ser consideradas como portadoras de información relevante acerca de la manera de operar del cerebro, dado que constituían, en realidad, una manifestación directa del modo en que se sincronizaban e interrelacionaban los diferentes grupos neuronales, como manifestación de su probable naturaleza no lineal. En efecto, consecuentemente con lo que sucedería con cualquier conjunto de osciladores, la frecuencia de la onda resonante aumenta en función del número de neuronas acopladas y congruentemente, además, con la denominada "sincronía eléctrica compartida" (Fries 2015), el electroencefalograma (EEG) resultante poseerá cierta complejidad, fruto de la sumatoria de frecuencias diferentes, pero, a la vez, señalará la presencia de armónicos específicos, identificados tras someterse el diagrama correspondiente a un exhaustivo "análisis de Fourier", que evidenciará cierto orden subyacente.

Así mismo, el hecho de que determinados incrementos energéticos, acaecidos en el sistema nervioso, relacionados con elevaciones en el nivel de consciencia (sueño, semisueño, vigilia… Etc.) y producidas, a su vez, por el aumento de las regiones neuronales involucradas mediante sincronización respectiva (sentidos internos, externos, motricidad… Etc.), mantengan constante la amplitud, en la acumulación y descarga de los potenciales de activación, haciendo variar, sobre todo, la frecuencia (ondas cerebrales "α", "β", "γ", "δ"… etc.) –tal y como manifiestan los electroencefalogramas (EEG) respectivos (Palacios 2002)– parece indicar, igualmente, que estamos en lo cierto.

Lógicamente, todo patrón neuronal activado quedaría fijado posteriormente –a modo de recuerdo– como un atractor más, mediante el establecimiento de rutas sinápticas preferentes, potenciadas por reiteración (ley de Hebb, 1985), constituyendo, de ese modo, eso que conocemos (en "primera persona") como memoria biográfica.

 

El origen de la inteligencia y el lenguaje

En cualquier caso, ese fenómeno inferencial descrito, va a demandar, lógicamente, cierta capacidad de "retropropagación" (Bereshpolova y otros 2007) del impulso nervioso. De hecho, experimentos realizados mediante resonancia magnética funcional (IRMf), intentando estudiar cerebros en plena actividad, demuestran que, en el acto de imaginar –en relación con la percepción– la información circula justo al revés, desde el lóbulo parietal del cerebro, que se encarga de las sensaciones, al occipital, responsable de las imágenes (Dentico y otros 2014). A partir de ahí, reiterados esfuerzos mentales, pudieran, tal vez, haber posibilitado, paulatinamente, cierta habilidad para activar grupos de neuronas concretos o "representar imágenes", lo que fenoménicamente ("en primera persona") resultaría equivalente. Es decir, una progresiva capacidad de "intraestimulación" de determinadas áreas neuronales estratégicas –catalizadoras, a su vez, de inferencias automáticas asociadas, tendentes a configurar patrones vinculados con bifurcaciones, dentro de la dinámica compleja o no lineal del sistema nervioso– permitiría intervenir en el proceso, habilitando la destreza necesaria para efectuar "representaciones" o "simulaciones mentales" ya a voluntad, sin necesidad alguna de estimulación mecánica "pareidólica" previa, siendo ésta la base, a partir de la cual, se desarrollaría, posteriormente, una inteligencia netamente humana, trascendiendo esa manera típica de adquirir destrezas basada en el esquema "prueba-error" característico del resto de los seres vivos.

A su vez, hemos de considerar que la transmisión intergeneracional de pautas vitales esenciales, en las primeras etapas del desarrollo, mediante protocolos genético-instintivos, tales como la "impronta" (Lorenz 1988), no pueden perpetuarse ya en redes neuronales con un elevadísimo grado de inmadurez, dada la inexistencia de rutas previas preferentes, susceptibles de impulsar respuestas, en este caso, innatas (Montagu 1961). Dicha estrategia evolutiva fue reemplazada, en un determinado momento, por tácticas de tipo mimético, en los que los "memes" sustituyeron a los genes (Blackmore 2000, Dawkins 1976), actuando ya en estadios tempranos prerracionales gracias a las denominadas "neuronas espejo" (Rizzolatti y otros 1996), encargadas de traducir actos ajenos observados en propios, cebando mecánicamente los circuitos correspondientes. A partir de ahí, se fraguó una suerte de incipiente capacidad empática aflictiva que, más adelante, alcanzaría el nivel emocional e, incluso, cognitivo (Davis 1980, Decety y Jackson 2004, Preston 2007), cuando tales acciones resultaron ser susceptibles de ser inferencialmente intuidas o "leídas" (Flórez Romero, Arias Velandia y Torrado Pachecho 2011). Todo ese proceso desembocó finalmente en la comunicación sígnica y el lenguaje, tras aflorar la inteligencia humana como tal (Laplane 2000, Sacks 2008). En ese sentido, resulta muy significativo comprobar cómo aquellos seres con sentido de identidad propio y con habilidades para emplear objetos a modo de utensilios, a los que se aludía anteriormente, aproximadamente se corresponden, a su vez, con aquellos susceptibles de replicar movimientos. Por consiguiente, las conciencias no son mónadas solipsistas (Leibniz 1981), dado que son capaces de comunicarse empáticamente entre sí, generando un espacio intersubjetivo (mente "extendida" de Clark y Chalmers 1999), gracias a dicha interconexión, mediante mecanismos "sistémico-inferenciales", facilitada, a su vez, por una genuina "estructuralidad" común (Van Doren 1974), que posibilitó, tras "externalizar la memoria", ese desarrollo histórico y social tan específico del ser humano (Rodríguez Cobos 1999).

Esa relativa arbitrariedad a la hora de elegir qué elementos conformarán un determinado patrón "acto-objeto", en función de la intencionalidad asociada, se halla vinculada, a su vez, con la posibilidad de conceptualizarlo, simplificando cualquier "representación" posible, al eliminar componentes, manteniendo sólo aquellos a partir de los cuáles pudiera reconstruirse completamente, sin perder, por ello, información decisiva. Esto es lo que conocemos bajo la denominación de "signo". Precisamente, ese potencial canal comunicativo interpersonal, al que antes se aludía, es el verdadero detonante del proceso reductivo de abstracción, dado que esa necesidad de trasladar al otro nuestros pensamientos, o lo que es lo mismo nuestra "representación", es la que nos coloca en la tesitura de sintetizar, al máximo posible, tal "imagen", preservando, sin embargo, aquellos elementos esenciales. Esa señal resultante (en un principio gestual y/o onomatopéyica) que, percibida por el otro, lograba activar, en él, esas regiones neuronales estratégicas –capaces de reproducir el patrón completo, al colapsar la actividad nerviosa en torno al atractor correspondiente– es la que abrió, a su vez, la posibilidad, en uno mismo, de replicar a voluntad tal "recreación" o simulación.

Todo ello modificó esa incipiente promesa de acción, orientada a un fin –todavía espontánea y confinada en un compulsivo presente– en un dilatado horizonte de sucesos posibles llamado "futuro", desarrollando así un ser con la suficiente capacidad como para, "desobedeciendo" las leyes de lo circunstancial, llegar a operar a la inversa –siendo él el que modificase su ambiente de acuerdo a sus particulares necesidades– liberando así a la vida de esa "dictadura" medio-ambiental a la que, en general, se hallaba sometida (Bronowski 1973, Nazaretián 2015, Rodríguez Cobos 1990).

 

Conclusiones

Son numerosas las conclusiones que se derivarían del cúmulo de reflexiones desarrolladas en este artículo. No obstante, tal vez convenga señalar, como más significativas, las siguientes:

El fenómeno de la autoconsciencia cabría ser entendido como una suerte de bucle extraño formado al establecerse cierta interconexión entre los sentidos internos y externos, a su vez, previamente estructurados, respectivamente entre sí. De ese modo, el cuerpo adquiriría una sensación del "mundo" a través de su interacción directa con él, siendo monitorizado, simultáneamente, desde y por él mismo, generándose, de esa manera, sendos enfoques superpuestos e indisolubles que transformarían un simple cúmulo sensorial en toda una experiencia subjetiva. Por consiguiente, la contradictoria dualidad cuerpo-mente podría ser resuelta constatando que ambas entidades –gracias a la capacidad metacognitiva humana– son, en realidad, lo mismo "observado", sin embargo, desde dos emplazamientos distintos: "primera persona" (mente-cuerpo) y "tercera persona" (cuerpo-mundo), que añadiría, así, un singular punto de vista adicional, al estrictamente perceptivo.

Por otro lado, resultaría factible explicar el problema de la sincronicidad neuronal y de las inferencias cognitivas automáticas en el marco de la teoría sistémica, considerando a la red neuronal como un conjunto no lineal, en donde el patrón intencional articulado por el binomio "acto-objeto" constituiría un atractor extraño, capaz de estabilizar esa dinámica compleja característica, por momentos caótica.

Asimismo, el control de las inferencias cognitivas mecánicas permitiría cierta capacidad para producir representaciones mentales a voluntad, trascendiendo, así, la incipiente estimulación "pareidólica" perceptiva como detonante, propiciando, de ese modo, la habilidad necesaria para efectuar simulaciones o ideaciones. Tal hecho, podría, perfectamente, constituir el origen mismo de la inteligencia humana. A su vez, no resultaría demasiado descabellado suponer que la necesidad de trasladar tales imágenes, a través de signos, a otras conciencias, gracias a la conexión inferencial mimético-empática, orientándose hacia la comunicación y el lenguaje, se constituiría como el auténtico catalizador de la síntesis abstractiva, que daría origen a la comunicación y el lenguaje.

Parece razonable suponer, además, que el registro fenoménico de eso que entendemos como "yo" o "ego" surgiría mediante una simbiosis establecida entre cierto sentido de identidad, fraguado a partir de una completa estructuración de los sentidos internos o propioceptivos y una suerte de trasfondo emocional subjetivo, adherido a un tácito punto de observación inherente, que, asociado a cada recuerdo, generaría una aparente continuidad en la acumulación "psicobiográfica" de experiencias. No obstante, en este caso concreto, no es posible ubicar de manera tangible el consiguiente correlato en "tercera persona" de esa curiosa experiencia personal, lo que nos conduce a cuestionar su "real" existencia. Asimismo, el error de atribuir a la mente una vaporosa sustancialidad, radicaría en confundir tal concepto, de naturaleza abstracta, con la propia conciencia. En verdad, todo apunta en la dirección de considerar que existe una desorientación existencial generalizada, fruto de entender ese constructo "psicofuncional" como nuestra verdadera esencia. En ese sentido y en consonancia con planteamientos de carácter sistémico, el candidato perfecto sería, por el contrario, esa suerte de energía vital catalítica y recursiva, que envuelve al ser, sosteniendo el quehacer de ese conjunto de células diferenciadas que lo conforman, coordinándolas, entre sí, para poder operar como una unidad compacta corporal. En última instancia, toda cognición podría, tal vez, ser reducida a simples alteraciones acaecidas en la morfología de ese mencionado campo energético, que bien pudiera perpetuarse pese a ser despojado de su base material, sin cuya intervención no sería más que un amasijo orgánico inerte. En definitiva, de entre todas las consecuencias filosóficas y existenciales que cabría asumir –de hallarnos en el camino correcto– destacarían aquellas que nos arrastrarían, incluso, a dudar sobre la supuesta finitud de nuestra propia existencia.



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Publicado 30 julio 2022