Número 13, 2021 (1), artículo 3


Reflexionar sobre la pandemia, cuando todavía no hemos salido de ella


Juan Antonio Estrada Díaz

Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada




RESUMEN
Ha sido y es una catástrofe de dimensiones mundiales. Probablemente el acontecimiento que más ha afectado a la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial. Hoy la revolución científicotécnica permite afrontar la pandemia con expectativas de vencerla, pero quedan pendientes numerosas cuestiones que implican necesariamente la ética.


TEMAS
ciencia y ética · covid-19 · pandemia · revolución cientificotécnica



No cabe duda de que hasta ahora el suceso clave del año 2020 ha sido la pandemia. Inesperada, con muchos efectos y consecuencias importantes más allá de la salud y con una innegable potencialidad destructiva, que se traduce en más de noventa y un millones de contagiados y unos dos millones de muertos, según las cifras oficiales, que son menores que las reales, aunque estas no podemos conocerlas y siguen creciendo. Ha sido y es una catástrofe de dimensiones mundiales. Probablemente el acontecimiento que más ha afectado a la humanidad desde la segunda guerra mundial y que nos ha hecho recordar la mal llamada "gripe española" de la primera guerra mundial. Sin embargo, hay algo que diferencia a los dos eventos: que la revolución científicotécnica permite afrontar la pandemia con más expectativas de vencerla que la de la gripe de hace un siglo. La cual mató a una cifra indeterminada de personas, entre los cincuenta y cien millones de fallecidos según las distintas contabilidades. El paso de un siglo permite captar cómo hemos evolucionado y progresado, ya que, a pesar de lo rápido e imprevisto de la epidemia, tenemos varias vacunas, medicinas eficaces e instituciones sanitarias, sobre todo en los países ricos, mucho mejores que las pasadas, aunque se hayan visto desbordadas y hayan mostrado sus deficiencias.

Estos datos pertenecen al bagaje positivo de la ciencia y la tecnología, que se ha convertido en la revolución determinante del siglo XX, desplazando y marcando a todo lo demás. El criterio de verdad ha pasado a ser el científico. Se afirma algo que puede ser revisado en su constatación y realización empírica. Pero la pandemia muestra también el lado negativo de la ciencia y la tecnología. Desde el siglo pasado se viene afirmando que el ser humano se ha convertido en el animal más inteligente y poderoso, y también el más destructor. Los avisos sobre las consecuencias que produce la revolución científica y la razón instrumental, con las que abordamos la naturaleza y saqueamos sus riquezas se han multiplicado. Los avisos provienen de autores, ideologías y disciplinas muy heterogéneos, como la Escuela de Francfort (Horkheimer, Adorno, W. Benjamin y Habermas), científicos clásicos (von Weizsäcker, Heisenberg y Einstein), pensadores actuales (Baumann, Lasch, D. Bell, Finkielkraut, Lipovetsky, G. Schulze) y filósofos de todas las corrientes (Husserl, Heidegger, Wittgenstein, Vattimo, Ricoeur, Derrida...).  Se trata de enfoques muy diferentes, a veces contradictorios, pero convergentes al avisar sobre la peligrosidad de la ciencia y de la civilización de la técnica.

Por primera vez tenemos el instrumento para administrar y colonizar todo el mundo, y también para destruirlo y poner en peligro la supervivencia del animal humano y globalmente de todos los seres vivos del planeta. Lo que en otro tiempo era visto como una temática de ciencia ficción, se ha vuelto hoy realidad presionante. Las grandes antiutopías del pasado siglo de Huxley, Orwell, Bradbury, etc. hace tiempo dejamos de verlas como productos de la imaginación humana y se han convertido en referentes para los análisis que hacemos de la realidad social y natural. ¿Qué ha fallado y generado ambigüedad y peligrosidad de la revolución científicotécnica? La respuesta es que esta se pone al servicio de cualquier fin que le asignemos. Por eso necesita ir acompañada por una reflexión y evaluación crítica acerca de lo que se puede y se debe hacer. El modelo de economía de mercado y la sociedad industrial avalan la eficacia de la ciencia, pero no dicen nada acerca de su validez, utilidad y límites. Para eso se necesita ir más allá de la ciencia y abrirse a consideraciones éticas y morales; a planteamientos metafísicos, que se dan en los mismos presupuestos de las ciencias (Kuhn, Feyerabend); a juicios de valor implicados en la Carta de los Derechos Humanos, y a cosmovisiones humanistas e incluso religiosas, con las que hay que dialogar y tener en cuenta al evaluar un programa científico. Y ese enjuiciamiento ético tiene que alargarse a la política y al diálogo en las sociedades democráticas, para encauzar, poner límites y seleccionar los programas científicos más favorables a la supervivencia humana, desechando los opuestos, a pesar de la riqueza que posibiliten a corto plazo. La humanidad se encuentra hoy en un momento crucial de la historia y en una nueva etapa, diferente de las anteriores.

Y esto conlleva también la sobriedad y la prudencia al abordar un programa de investigación científica. La carencia de ambas es con certeza una de las causas de la actual pandemia, cuyo origen nunca tendremos plenamente aclarado, dada la complejidad de su aparición y la diversidad de intereses políticos, económicos, colectivos e individuales que han jugado un papel en su desencadenamiento y en su rápida expansión. Y detrás de los posibles desaciertos que se hayan dado en los laboratorios, lugares y personas del origen de la pandemia, está el problema creciente de que las intervenciones sin límites de la mano humana en la naturaleza y en los seres vivos de ella, son el trasfondo que ha hecho posible el coronavirus. Y este es el primero porque vendrán otras pandemias, como ya se nos anuncia. Si el descubrimiento y el uso de la energía nuclear avisó en el siglo XX de las nuevas amenazas que había generado la investigación y aplicación de esta nueva forma de energía, hoy es la pandemia la que pone en alerta ante las nuevas posibilidades que se abren desde la biología y las ciencias de la vida.

El problema no está en la ciencia ni en la técnica, sino en el uso que hacemos de ellas. La pandemia avisa sobre la fragilidad y contingencia humanas, y sobre la peligrosidad de experimentos e incursiones en la naturaleza y con los animales salvajes. Se podría decir de forma mítica y simbólica, que la naturaleza constantemente agredida y violada por el hombre, se venga de él y de sus incursiones. Y con ello, se nos muestran también las limitaciones y peligros del modo de vida que hemos instaurado, apoyados en la ciencia y en la técnica. Vivimos con un modelo de sociedad que despilfarra los recursos del planeta y empobrece a las generaciones futuras, al dañar la fauna, la flora y los seres vivos de los que dependemos para subsistir. La globalización mundializa las iniciativas particulares y la universalidad de nuestras acciones, que repercuten en los otros, exigen un programa mundial, más allá de los intereses nacionales. Ya no hay autarquía de un país, volcado en sí mismo y aislado del exterior; ni es posible un planteamiento personal o colectivo, que se cierre a las responsabilidades y consecuencias a medio y largo plazo de lo que hacemos y programamos. El calentamiento del planeta, las crecientes, rápidas y cada vez más violentas sequías, inundaciones, y catástrofes naturales son las señales de que el proyecto global de vida de los países occidentales, y con ellos del resto del mundo, porque tiene repercusiones más allá de Europa, cada vez nos llevan más cerca de que pueda sobrevenir la catástrofe final. La cual hoy está simbolizada por una pandemia que dejaría intactas las estructuras socioeconómicas pero acabaría con las personas. Es otra manera diferente de expresar el eslogan del apocalypse now, que se difundió en el siglo pasado ante la amenaza nuclear.

Tenemos que recuperar un ritmo humano de vida humanizante, de reposo y tiempos de privacidad y de creatividad personal; relativizar y limitar la productividad humana, y poner el acento en la distribución de las riquezas y bienes de consumo que hemos conseguido. Hoy no podemos ignorar las vinculaciones e interacciones entre la pobreza de una gran parte de la humanidad y la riqueza de la minoría que controla los recursos del planeta. Hay que desandar el camino que ya hemos realizado, magníficamente descrito por Horkheimer y Adorno en la Dialéctica de la Ilustración, que es uno de los libros claves del pasado siglo y que sigue siendo tan actual hoy como cuando se compuso. Hay que ajustar el principio del placer (conseguir abundantes bienes de consumo), al principio de realidad (que no hay planeta suficiente que responda a los deseos incentivados y propagados en la sociedad de consumo). El virus cuestiona la autosuficiencia europea y el egocentrismo de las minorías que tienen el poder, porque el contagio no respeta clases sociales ni recursos materiales, que solo pueden servir para aminorar los efectos de lo que no se controla. Y si se lograra controlarlo hay que prepararse para las epidemias venideras, que subsistirán mientras no cambiemos nuestro modo de vivir y de gestionar los recursos. La pandemia ha limitado enormemente la difusión de los bienes de consumo y nos ha mostrado que se puede vivir mejor con menos y que muchas necesidades consumistas son superfluas, innecesarias y dañinas.

Con la pandemia se revaloriza la importancia de la sanidad, pero para que esta se potencie hace falta también incrementar y reformar la educación, para que esta deje de ser mera información que capacita para el trabajo y el desarrollo científico y técnico. La marginación de las humanidades en el aparato educativo es otra muestra de cómo la racionalidad científicotécnica no solo se ha impuesto como la dominante, sino que ha marginado y excluido los saberes y tradiciones humanistas que son las que dan calidad y sentido a nuestro proyecto de vida. Hoy vivimos la paradoja de sociedades ricas, que pueden atender las necesidades básicas e incluso muchas preferencias subjetivas de las personas. Hoy es posible trabajar menos, pero al mismo tiempo se marginan las necesidades espirituales, culturales, humanistas, que son las que generan una mayor calidad de vida y una creciente hominización del animal humano. Cuanto más tenemos, más consumo necesitamos, y la educación se pone al servicio de ello, silenciando tradiciones, ideologías, temáticas y disciplinas que recogen el progreso espiritual de toda la humanidad.

La pandemia nos ha obligado a un retiro y una forma de vida, en la que ha sido posible reencontrarse con la cultura, tanto del libro como digital, y relacionarse con las personas, comenzando con el entorno familiar. Trabajar mucho para poder consumir más ha sido el eje directriz de nuestras sociedades y culturas. Cuando ha disminuido el trabajo y el consumo, por los efectos de la pandemia, se ha posibilitado redescubrir y recuperar fuentes culturales y encuentros personales que habíamos descuidado en la normalidad prepandemia. Paradójicamente, estamos alejados y aislados unos de otros por la epidemia, y al mismo tiempo ha sido posible reimpulsar relaciones interpersonales debilitadas, sobre todo en el ámbito de la familia. La cercanía humana es posible incluso cuando hay lejanía física. El sufrimiento compartido, la inseguridad y el peligro, genera fraternidad y cohesión, posibilitando también que aparezca lo mejor y lo peor de cada uno. El confinamiento, que tanto nos perturba y crea malestar, permite reencontrarnos con nuestro yo personal, con nuestra singularidad individual y con nuestra soledad. Y también redescubrir que formamos parte de un nosotros y que la relación con el otro es fundamental para nuestro yo y su proyecto de vida. ¿Volveremos a la situación anterior, viendo la pandemia como algo coyuntural que antes o después pertenecerá al pasado? ¿O, por el contrario, será posible a nivel personal y colectivo un replanteamiento de nuestro proyecto de vida? De la decisión que tomemos dependerá el futuro de la humanidad y la de las generaciones actuales, que vivimos entre la socialización del siglo XX y las nuevas oportunidades y desafíos de este primer cuarto de siglo.


Publicado 12 enero 2021