Número 12, 2020 (2), artículo 11


El vacío en la ciudad


Óscar del Castillo Sánchez

Arquitecto. Doctor en Filosofía. Investigador independiente




RESUMEN
La arquitectura y la ciudad son artefactos productores de subjetividad. Pero su influjo sobre sus ocupantes no es indiscriminado: el habitar supone siempre una apropiación creativa del medio físico. En ese margen entre lo material y su aprehensión subjetiva se halla la posibilidad de interpretar el entorno de modos nuevos.


TEMAS
arquitectura · ciudad · espacio vacío · urbanismo



La ciudad materializa en el espacio el sistema productivo que la engendra, y al cual da soporte. Contribuye a reproducir ese sistema principalmente en dos sentidos. En primer lugar, la forma urbana responde al funcionamiento de la producción como el diseño una máquina obedece a su propósito. Se concibe como un artefacto con piezas y elementos, entre los que se establecen las conexiones que su operación requiera. Distribuye en el espacio los diversos usos, determina las relaciones entre ellos. La especificación funcional del medio imprime sobre el terreno el orden social y económico; configura el entorno a imagen de la sociedad y de su sistema, y les confiere la relativa permanencia de lo edificado. La ciudad prescribe así los haceres de sus habitantes: facilita lo que responde a las previsiones del sistema, y dificulta lo imprevisto. Condiciona las relaciones entre grupos e individuos, o entre estos y las prácticas disponibles; acerca o separa, según el reparto del espacio: "La ciudad recorta la vida en fragmentos: trabajo, transporte, vida privada, ocio" (Lefebvre 1968: 118). La ciudad gobierna así las rutinas diarias y, en último término, la existencia en todas sus dimensiones. El medio físico y la subjetividad se configuran, pues, de acuerdo con las demandas de la producción, la cual tiende a invadir la realidad entera. Suprime cualquier exterioridad, cualquier desarrollo alternativo, y garantiza así su permanencia.

Pero, en segundo lugar, estos rasgos físicos y funcionales conllevan ingredientes simbólicos diversos, que contribuyen también a perpetuar la estructura productiva. Las grandes avenidas o las callejuelas tortuosas, las sedes bancarias o las casas medievales, comportan significados propios más allá de su mera condición material, o de su funcionalidad estricta. Las formas poseen un simbolismo inherente: la rugosidad de los materiales, los colores que tiñen las superficies, el perfil de los edificios o la geometría de los trazados urbanos no son nunca rasgos morfológicos neutros. Tienen para nosotros connotaciones simbólicas que impregnan su presencia sensible. Lo construido, además, exhibe la huella de la subjetividad que lo concibió, del temperamento de sus creadores o de las visiones del mundo que informaron su concepción. Las decisiones tomadas, el modo en que estas se llevan a cabo, incluso en sus menores detalles, expresan todo ello con la inmediatez de una fisonomía. Por su parte, los grupos humanos o los individuos atribuyen significaciones y afectos a la forma edificada en función de los usos a que las destinan, de los acontecimientos que en ellas ocurren, o de los sentidos que adquieren para la vida comunitaria. Todos estos componentes integran la imagen que nos hacemos de la ciudad, su imaginario, lo que esta es para nosotros. La ciudad constituye, como afirmó Henri Lefebvre, una forma mental y social (cf. Lefebvre 1968: 103); un objeto a la vez tangible e imaginario.

La forma de la ciudad responde a unos modos de empleo determinados. En consecuencia, sólo admite cierto género de prácticas, y excluye o dificulta otros. El trazado de las calles, o la posición relativa de los diferentes usos, establecen recorridos, prescriben interacciones, determinan las vivencias que pueden experimentarse en el seno de la urbe. La metrópolis impone formas de habitar y, por ende, formas de vivir. El ejercicio continuado de las maneras dictadas por la forma urbana termina convirtiendo las maneras de vivir en maneras de ser. Unas maneras de ser que, en cuanto condicionadas por una ciudad constituida a imagen del sistema productivo, son, a su vez, conformes a este. La ciudad resulta ser un dispositivo productor de subjetividades acordes con el sistema.

Por otro lado, se ha dicho que "toda la planificación se entiende como campo de la publicidad-propaganda" (Kotanyi y Vagenheim 1977: 201). Tanto si los planificadores lo pretendieron, como si no, la ciudad encarna y representa sin remedio los planteamientos ideológicos de quienes la conciben. La urbe burocráticamente proyectada se hace efigie de los criterios tecnocráticos de su diseño. Los expone permanentemente ante la ciudadanía, con la ubicuidad de lo construido. La perenne inmersión en el medio edificado hace imposible eludir su mensaje. Como el anuncio publicitario, persuade por efecto de la "mera exposición" reiterada a sus contenidos, que acaban permeando inadvertidamente la conciencia, tanto más cuanto más distraídamente los percibimos. La metrópolis refuerza así el imaginario racionalista que, apoyado en el supuesto de su cientificidad, de su respuesta a las necesidades funcionales —como las impuestas por el tráfico— o económicas —lo que el mercado inmobiliario exija—, "hace pasar las coacciones reales por racionales" (Lefebvre 1978: 104), y desaloja cualquier imaginario que no responda a su aparente racionalidad. Impide que emerjan imaginarios alternativos. Ambos aspectos de lo urbano, el funcional y el simbólico, contribuyen, pues, a reproducir y perpetuar el estado de cosas vigente.

Habitar supone apropiarse del ámbito que se habita. Requiere convertir el mero espacio en lugar. Conlleva aprehender imaginariamente el espacio, elaborar su imagen mental a partir de sus rasgos físicos, imagen que recubre las formas con significados y afectos. Como observa Michel De Certeau, "sólo se habitan lugares encantados" (De Certeau 1990:121). El puro espacio, mera extensión sin resonancias míticas, resulta inhabitable. Sólo se hace lugar cuando se inviste del imaginario que funde la realidad matérica con el recuerdo, la evocación, la fantasía, los anhelos y las frustraciones, ausencias que impregnan la materia silente, relatos míticos que otorgan un sentido existencial al vidrio y al cemento.

En este acto de apropiación, el discurso cumple un papel central. El espacio contemplado y vivido depende del lenguaje con que lo concebimos y lo narramos. Afirma De Certeau que "allí donde los relatos desaparecen (o se degradan en objetos museográficos), hay una pérdida de espacio: si le faltan narraciones (…), el grupo o el individuo sufre una regresión hacia la experiencia, inquietante, fatalista, de una totalidad sin forma, indistinta" (De Certeau 1990: 136). Las narraciones dan forma al objeto imaginario de lo real: "los relatos cotidianos cuentan lo que (…) se puede hacer y fabricar [en los espacios]. Se trata de fabricaciones de espacios" (De Certeau 1990: 134).

A esta investidura imaginaria del medio material se refirieron las propuestas de la Internacional Situacionista, o los paseos de Dadá por los "lugares insulsos" de la ciudad de París (cf. Careri 2002: 68s), en los que se trataba también de transfigurar imaginariamente la ciudad, de elaborar un "paisaje psíquico" —en la expresión de Francesco Careri— que desplace los relatos recibidos, las significaciones oficialmente asignadas a las formas. Unas formas impregnadas de un simbolismo mercantil que, como afirmase Lefebvre, recubre las avenidas, las fachadas de los edificios. Mediante esta investidura simbólica, "los lugares se convierten en una especie de máquinas a través de las cuales se alcanzan nuevos estados de conciencia" (Careri 2002, 46). Como propuso la Internacional Situacionista, la "deriva", itinerario estetizador de la ciudad, pretende dar lugar a experiencias inusuales, acontecimientos no cotidianos que sean también acontecimientos existenciales, origen de un tiempo exterior al "tiempo seudocíclico de la producción" —Debord—, tiempo de la guerra y de la aventura, tiempo para trascender la repetición de lo mismo y devenir otro. Los habitantes de la ciudad se reapropian, a través de estas prácticas y de las narrativas desplegadas en ellas, del espacio organizado por los técnicos de la producción sociocultural. Una apropiación imaginaria que tiene un sentido activista, pues, como observa De Certeau, las "maneras de habitar" son ya "maneras de hacer". El relato efectúa una transmutación imaginaria del medio urbano que suscita nuevos usos del espacio, y, con ellos, nuevas formas de vivir en la ciudad, nuevas experiencias y nuevas existencias.

Los vacíos de la ciudad se prestan mejor a su investidura imaginaria que los lugares portadores de significados instituidos y estables. Carecen de un simbolismo propio acentuado, aunque nunca del todo ausente. La parquedad de su fisonomía los ofrece como "significantes puros" —Barthes—, vehículo potencial de aquellos significados que se les quiera atribuir. Las periferias yermas, los solares baldíos, los terrenos entre medianeras, parecen ser los dominios adecuados para iniciar nuevas prácticas vitales, libres de las persuasiones de la urbe consolidada. Dice Ignacio Solá-Morales acerca de los terrain vague que, si el vacío es ausencia, es también promesa, espacio de lo posible (cf. Careri 2002: 40). Ámbitos a menudo marginales, olvidados por la planificación o el mercado inmobiliario, se asemejan a las periferias de la mente, a los despojos del pensamiento y de la cultura. Apartados de las corrientes dominantes de pensamiento, libres de los significados a los que remite la ciudad-comercio, es en estos lugares donde pueden formularse preguntas, y tantear nuevas respuestas (cf. Careri 2002: 168).

 

Lagos

Pueden encontrarse por doquier muestras de esa reapropiación del espacio público por la ciudadanía. Así ocurre en Lagos, como analiza, en la obra Mutaciones, el equipo coordinado por Rem Koolhaas. En esta ciudad, antigua capital de Nigeria, la más poblada del país —con más de veintiún millones de habitantes en la actualidad—, las carencias de infraestructura "han generado sistemas alternativos ingeniosos y vitales que exigen una redefinición de (...) conceptos canónicos para el planeamiento" (Koolhaas 2000: 652), en una urbe que "fuerza una reconceptualización de la ciudad misma" (Koolhaas 2000: 653). Estas carencias han movilizado la iniciativa ciudadana, y con ella la reinterpretación de los terrenos e infraestructuras existentes, en un intento de hacer habitable la ciudad. La dinámica de usos del suelo, en perenne cambio, escapa al control administrativo, ya desbordado por la mera magnitud de la metrópoli y sus problemas. Por lo común, estas reinterpretaciones tratan de utilizar la infraestructura existente de un modo nuevo, distinto de aquél para el que fueron diseñadas. Intentan sacar el mayor partido posible de ellas. Responden de modo creativo e imaginativo a necesidades perentorias. Se trata, pues, de una transformación imaginaria del entorno (1).

Pueden encontrarse muchos de estos fenómenos en la ciudad de Lagos. Las tapias entre parcelas parecen hallarse en eterna mudanza. Los límites entre propiedades se reconsideran y renegocian de continuo según las leyes del suelo, los impuestos, las reclamaciones, o los intereses que los afectan. Todos los elementos que componen estos vallados se destinan a una u otra finalidad. Su superficie se convierte en atractor de usos, de mestizaje entre actividades contiguas, de acomodo de ocupaciones diversas. Como una infraestructura espontánea, sirven de apoyo a un sinfín de industrias de pequeña escala, y se utilizan con frecuencia a modo de escaparate de mercancías tan variadas como alfombras o de puertas de seguridad. La franja vegetal que separa a menudo estos cercados del resto de la calle es ocupada por herreros, por tratantes de animales, por personas durmiendo... Los muros pueden tener hasta un metro y medio de espesor. En ese espacio se alojan puestos de venta a modo de mercadillos callejeros (cf. Koolhaas 2000: 653). Calles y aceras se ocupan constantemente de modos similares, y albergan usos cambiantes a lo largo del día. Los tenderetes invaden las calzadas. Multitud de industrias y servicios secundarios, desde fábricas de hormigón hasta peluquerías, han colonizado los terraplenes de las carreteras o los espacios bajo los viaductos (cf. Koolhaas 2000: 654).

Se ha dicho que nada encarna mejor el espíritu de esta ciudad que el mercado de Oshodi. Este ocupa parte de una inacabada rampa de incorporación a una de las autopistas que atraviesan la metrópoli nigeriana. Encontramos aquí una compleja y densa superposición de programas, con multitud de servicios y entretenimientos en contigüidad: estaciones de tren y autobús, mercadillos, aparcamientos, incluso una escuela y una iglesia (Koolhaas 2000: 692). Los pilares que sostienen la rampa se utilizan como divisiones espaciales. Las zapatas de cimentación sirven como superficie de trabajo para distintas actividades. Las zonas abiertas no ocupadas por la estructura se emplean como lugares de exposición, como espacios de almacenaje o venta. Esta pieza de infraestructura, cuya incompletitud causa verdaderos problemas en el tráfico de la zona, resulta ser desde otro punto de vista un elemento muy funcional, que da soporte a una pluralidad de actividades que coexisten así unas junto a otras, y configuran con ello un auténtico condensador social. Estos lugares, de otro modo yermos, se transforman en ámbito de vida ciudadana, de transacción e intercambio, pero también de encuentro y de relaciones sociales y comunitarias. Nada más lejos de la enrarecida atmósfera de las nuevas periferias de Europa.

 

Dublín

Contra este enrarecimiento combaten los huertos urbanos de París o Dublín. En la ciudad irlandesa (2), el Dublin City Council ha establecido un marco legal que permite el uso de solares que de otro modo permanecerían baldíos durante años. El DCC no organiza directamente los huertos; tan sólo dispone las reglas que hacen posible estas actividades, administradas por voluntarios. De entre esas reglas, destaca la exigencia del carácter no venal de las actividades. Sin embargo, ese parece ser, de todos modos, el espíritu que alienta estas iniciativas. Aunque en sus inicios en los años 80 se concibieron como medio para que las familias con pocos recursos disfrutasen de alimentos frescos, pronto se comprendió el alcance psicológico, político y social de la idea. Los huertos urbanos, situados en emplazamientos muy diversos —solares entre medianerías, franjas residuales de terreno, parcelas suburbanas destinadas al almacenaje de maquinaria— suelen cumplir distintas funciones. En ellos se cultivan con frecuencia flores, árboles, plantas silvestres, además de frutas y verduras. Se convierten en ocasiones en pequeñas granjas con gallinas o colmenas. Introducen un poco de naturaleza en el corazón de la ciudad. En algunos casos, se asigna a cada vecino su propio terreno, quien lo cultiva y recoge en él sus propios frutos; en otros, se trabaja el huerto en común, y se reparte la cosecha entre todos; o bien, la recolección se coloca sobre una mesa y cada cual toma lo que apetece. A menudo, estos lugares se utilizan también para reuniones locales no relacionadas con el cultivo, como fiestas o barbacoas. El huerto aspira en general a mejorar el ambiente del barrio, y a promover una experiencia más rica y plena del entorno urbano.

La cualidad de las quehaceres realizados es una de las facetas de estos huertos que se subrayan con más frecuencia. Se trata de una tarea gratificante, buena para la salud —por el consumo de alimentos orgánicos, por el ejercicio físico realizado—, que estimula las relaciones entre vecinos y mejora la integración y el espíritu comunitario. Encontramos aquí un ethos de sensibilidad ecológica, de compromiso con prácticas orgánicas sostenibles, de fomento de la biodiversidad y de la conciencia medioambiental. El agua de riego procede a veces de algún pozo excavado en la parcela, o se recoge con ese fin el agua de lluvia que escurre de los tejados vecinos. A menudo, las plantaciones se vinculan a fines terapéuticos o de integración social. En algunos casos, se ha logrado que las sillas de ruedas lleguen a las zonas de cultivo, de modo que las personas con dificultades de movilidad puedan trabajar la tierra por sí mismas. Los huertos se financian casi siempre a través de las autoridades locales y de una cuota de inscripción anual modesta, aunque reciben a menudo donaciones de distintas entidades, sobre todo enseres o cualquier cosa que pueda ser útil. En el huerto se relacionan jóvenes y ancianos. Los niños —a quienes a veces se permite trabajar sus propias hortalizas— tienen ocasión de iniciarse en el respeto y el amor por la naturaleza. La actitud que alienta estas actividades es de tolerancia y de cordial recibo de aquellos que deseen unirse al grupo.

Se trata sobre todo de un quehacer comunitario que comporta una actitud de colaboración, de convivencia, de solidaridad, de cuidado por las relaciones interpersonales que tienen lugar en su transcurso. Unas facetas de la vida urbana que rara vez pueden ejercerse en la ciudad moderna, donde ni la baja densidad ni el diseño sometido al tráfico favorecen estas interacciones. La condición no económica de las actividades desarrolladas denota su cualidad de fin en sí mismas, y las sitúa fuera de la "venalidad generalizada" que, según se suele decir, domina el presente. Su sentido comunitario se opone al individualismo narcisista, a la rivalidad y a la emulación que caracterizan a los empleos actuales —unos factores ideológicos reforzados por la urbe moderna, como ya señaló Guy Debord (Debord 1967: 99). La tarea, no lucrativa, labor lúdica bien alejada del trabajo alienante, se realiza por el mero placer de su desempeño. El ciudadano puede así participar en la transformación del medio a través de un proceso compartido, superando así la irrelevancia fáctica a que el sistema, casi siempre, lo reduce. El lugar se transforma en dispositivo capaz de suscitar nuevos estados de conciencia (Careri 2002:46), en escenario de una praxis situacionista, soporte de situaciones y vivencias que trascienden la mera cotidianidad. El encuentro social y los discursos desarrollados en ese encuentro dan lugar a narrativas que invisten de afectos y de significaciones a los solares vacíos. Se constituye así el imaginario de la actividad, transmutando el espacio en lugar a través de las vivencias que en su seno se experimentan; en el acto, pues, de su apropiamiento. El vacío se transforma en un paisaje humanizado, repleto de resonancias éticas. Estas labores constituyen así el ensayo de una vida urbana más plena y satisfactoria.

 

El vacío en el proyecto contemporáneo

Según los principios de la arquitectura funcionalista moderna, el proyecto ha de responder a un programa de usos predefinido. El edificio construye el sistema de relaciones establecido en ese programa. Lo materializa en un orden construido en el tiempo y en el espacio. Pero, cuando las formas se ajustan demasiado a los fines previstos, su adecuación misma hace difícil acomodar los cambios de uso que siempre tienen lugar en la vida de las construcciones. Ante esto, muchos arquitectos prefieren hoy entender la forma como algo menos estrechamente relacionado con el programa. Conciben el proyecto, a menudo, como un receptáculo genérico, como un espacio vacante, ámbito potencial de praxis diversas, extensión de la que apropiarse a voluntad. Sobre su proyecto para la reforma del panóptico de Arnheim, observa Rem Koolhaas:

Quizás la diferencia más importante y menos reconocida entre la arquitectura tradicional (...) y la contemporánea se revela en el modo en que un edificio hipermonumental y derrochador de espacio como el panóptico de Arnheim demuestra ser un edificio flexible, mientras que la arquitectura moderna se basa en la coincidencia determinista entre la forma y el programa (Koolhaas 1997: 239, traducción propia).

Un determinismo, añade Koolhaas, que impregna el vivir cotidiano por influjo de la arquitectura (cf. Koolhaas 1997: 240). Pero es ese espacio de más, ese vacío, lo que libera de las coacciones de la forma y ofrece el juego para un libre interpretar y ocupar la arquitectura.

Esta estrategia puede reconocerse en numerosos proyectos actuales. Así ocurre en la Escuela de Arquitectura de Nantes, obra de Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal. Frente al edificio escolar al uso —desfile de aulas, despachos, locales varios, dispuestos conforme a alguno de los esquemas del repertorio—, esta obra se brinda como una infraestructura de espacios sin determinaciones. Volúmenes de aire climatizado e iluminado, ceñidos por losas de hormigón, envueltos en una piel transparente que rechaza cualquier intención figurativa o expresiva. Extensas superficies diáfanas aguardan a los habitantes que las colonicen, que encuentren acomodo a voluntad en su seno, ámbito de potencialidades múltiples que se presta al uso que se proponga. Sus pobladores se asientan en el lugar como nómadas en el paisaje, sin obstáculos que restrinjan sus devenires. Como en el vacío urbano, la forma, sin determinaciones funcionales ni significados adheridos, invita a su libre apropiación por la comunidad (3).

El recurso a lo indeterminado no se limita a la escala arquitectónica. Será más bien en el diseño de la ciudad donde realice sus posibilidades más significativas. En su proyecto para la ville nouvelle de Melun-Sénart, al sureste de París, Rem Koolhaas utiliza el vacío de un modo nuevo en el proyecto urbano. La futura urbe se plantea como un entramado de grandes franjas sin urbanizar, entrecruzadas de modo que son las zonas que quedan entre ellas, definidas por su intersección, se lo destina al tejido urbanizado. Se renuncia a dirigir el desarrollo de estas áreas, dada la presunta incapacidad de la disciplina urbanística para definir la forma urbana, según sostiene el arquitecto holandés (cf. Koolhaas 1997: 961). El planeamiento resulta, en último término, irrelevante, afirma Koolhaas (cf. Kollhaas 1997: 1255), pues la dinámica urbana desborda siempre cualquier previsión (4).

En estas islas edificadas se asume que el crecimiento, dirigido o no, resultará ingobernable, pero, al menos, quedará encerrado en las regiones delimitadas por las grandes bandas sin edificar. Estas conforman, contra lo usual, lo determinado de la propuesta. Se definen de manera que alberguen aquellos elementos del entorno que se desea preservar del crecimiento urbano futuro. Conforman un orden que enlaza entre sí las singularidades del territorio, una trama de acontecimientos paisajísticos. Frente a la banalidad del tejido residencial, brindan el escenario para un verdadero habitar, transgresor de la rutinaria existencia en la ciudad al uso, cuyo mero trazado aboca, como afirmó Lefebvre, a la "vida cotidiana". Si la ciudad convencional es el ámbito de la "supervivencia aumentada" (Debord 1967: 90), las bandas vacías de este proyecto ofrecen el territorio de lo inesperado, del acontecimiento, de la aventura expulsada de la ciudad del tráfico, las oficinas y los centros comerciales. En palabras de Koolhaas, el proyecto "garantiza belleza, serenidad, accesibilidad e identidad con independencia —o incluso a pesar de— su arquitectura futura" (Koolhaas 1997: 981, traducción propia). Los vacíos dejan lugar para lo imprevisto, para nuevas prácticas. La arquitectura ofrece el campo para la manifestación de lo nuevo (cf. Koolhaas 1997: 972).

 

Conclusiones

La arquitectura y el urbanismo modernos aspiraron utópicamente a transformar las relaciones sociales a través de una nueva forma construida. Cambiar el medio físico para cambiar así la sociedad y el mundo: tal es el poder que se atribuyó a la arquitectura. De lo desacertado de este empeño da buena muestra una parte significativa de las realizaciones del urbanismo moderno; entre ellas, algunas de las mejor consideradas en su época. Frente a un orden social dictado por la forma urbana, el espacio vacuo se brinda como territorio ocupable por el ciudadano, ámbito que colonizar mediante usos nuevos; pero, también, mediante el modo en que esas prácticas constituyen un imaginario nuevo a través de las narraciones generadas en su transcurso, y de los significados y afectos con que el cuerpo de la metrópoli es investido. Como observa Careri, los vacíos dan la espalda a la ciudad con el fin de organizar una vida autónoma y paralela. Son parte fundamental de la urbe, y la habitan de forma nómada. Se desplazan cada vez que el poder intenta imponer un nuevo orden, crecen fuera de y en contra de un proyecto moderno incapaz de reconocer sus valores y de aceptarlos. Constituyen sistemas a los que hay que asignar significados. Conforman una ciudad paralela, lugares donde perdernos por el interior de la ciudad, donde sentirnos al margen de cualquier control. Se contraponen a las "propuestas ambientalistas", al simulacro de una naturaleza domesticada en el interior de la ciudad, al goce mercantilizado del tiempo libre (cf. Careri 2002: 181s). No pretenden construir una ficción escenográfica para la cámara del turista. Las periferias donde afloran estas ausencias son como una metáfora de los márgenes de la mente, de los fragmentos desechados por el pensamiento y la cultura. En su marginalidad yace un potencial inédito que aguarda su alumbramiento. Como afirmó Michel De Certeau, la ciudad dada no determina su recepción o su empleo. El habitante la ocupa siempre de un modo activo, crítico y creativo. Los postulados ideológicos de la estructura económica, cincelados en la piedra de la forma urbana, no ejercen, pese a todo, un influjo incondicional sobre el sujeto. Queda siempre un margen para la libre interpretación del espacio. Pero los vacíos de la ciudad se dan libres de determinaciones funcionales y de sentidos ideológicos, lo que favorece la emergencia de nuevos usos que la metrópoli consolidada dificulta. Permiten así formas de vida que recuperen, mediante un ejercicio creativo de lo imaginario, la dimensión humanista de la urbe. Unas prácticas que, acaso, anuncien el albor de un nuevo estilo vital.



Notas

1. En esta lectura casi estetizante de esta metrópoli, conviene no perder de vista que, como afirma Matthew Gandy, “la economía formal de la pobreza celebrada por el equipo de Harvard es resultado de un conjunto de políticas seguidas por las dictaduras militares de Nigeria durante las últimas décadas bajo la guía del FMI y el Banco Mundial, que han diezmado la economía metropolitana” (Gandy 2005, 42) (Traducción propia). Lo que Koolhaas denomina el “funcionamiento de la ciudad” (cf. Van der Haak 2002) consiste en las tácticas adoptadas por sus habitantes en el esfuerzo por sobrevivir en circunstancias difíciles. Cuando se pone a esta ciudad como ejemplo de apropiación del espacio urbano, se tiende a soslayar estas dimensiones del fenómeno.

2. La información aquí recogida acerca de los huertos comunitarios procede de distintos archivos que pueden encontrarse en la página web de esta actividad:
http://www.dublincommunitygrowers.ie
Dado lo disperso de la información, y la cantidad de documentos en que se encuentra, no se especificará la procedencia de cada uno de los datos aportados.

3. Pueden encontrarse imágenes e información acerca de este edificio en
http://www.lacatonvassal.com/index.php?idp=55

4. Ante los signos de mejora de la situación en Lagos, efecto de las políticas de los nuevos gobiernos democráticos, Koolhaas afirma, en ocasión posterior, que quizás el planeamiento no sea tan irrelevante (cf. van der Haak 2002).



Bibliografía

Careri, Francesco
2002 Walkscapes. El andar como práctica estética. Barcelona, GG, 2005.

De Certeau, Michel
1990 La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer. México, Universidad Iberoamericana. Departamento de Historia. Instituto tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, 2000.

Debord, Guy
1967 La sociedad del espectáculo. Sevilla, Doble J, 2009.
http://www.dublincommunitygrowers.ie

Gandy, Matthew
2005 Learning from Lagos”, New Left Review (Londres), nº 33: 36-52.

Koolhaas, Rem (y Bruce Mau)
1997 S, M, L, XL. Berlín, Taschen.

Koolhaas, Rem (y el Harvard Poject on the City)
2000 Lagos”, en Francine Fort y Michel Jacques (eds.), Mutaciones. Barcelona, Actar: 650-719 .

Kotanyi, Attila (y Vaneigem. Raoul)
1977 Programa elemental de la oficina del urbanismo unitario”, en Julio González del Río (ed.), La creación abierta y sus enemigos. Textos situacionistas sobre arte y urbanismo. Madrid, La Piqueta: 200-205.
http://www.lacatonvassal.com/index.php?idp=55

Lefebvre, Henri
1968 El derecho a la ciudad. Madrid, Península, 1978.

van der Haak, Bregtje
2002 Lagos / Koolhaas. Pieter van Huystee Film & TV.


Publicado 22 noviembre 2020