Número 12, 2020 (2), artículo 9


Humanismo y escatología


Joan Cabó Rodríguez

Facultad de Filosofía. Universidad Ramón Llull. Barcelona




RESUMEN
El artículo se propone trazar unas primerísimas consideraciones introductorias sobre la cuestión del humanismo y sus desarrollos filosóficos en los siglos XIX y XX, tomando como clave hermenéutica las implicaciones teológicas de dichos desarrollos y aproximándose al cristianismo en cuanto respuesta a la pregunta acerca de la humanidad del hombre.


TEMAS
escatología · filosofía judía contemporánea · humanismo · humanismo ateo · humanismo cristiano



I.

El término humanismo se usó a partir del siglo XVI para designar retrospectivamente un movimiento surgido en Italia hacia finales del siglo XIV. El humanista era el aquel que se ocupaba de las humanidades, del estudio de los clásicos griegos y latinos reivindicados por el Renacimiento, aunque releídos ya mucho antes —no hay que olvidarlo— por una tradición monástica que nunca disoció culto y cultura (cfr. Leclercq 1963), que constituyó un verdadero «renacimiento» avant la lettre y que dio forma a Europa. Más allá de este "humanismo monástico" (Pego Puigbó 2014) y del propio humanismo renacentista, el término ha venido a designar en nuestros días ciertas tendencias filosóficas que sitúan al ser humano en el centro de su reflexión o que ponen de relieve algún ideal humano.

Estos humanismos divergen tanto entre sí como los ideales humanos a los que apuntan: se ha hablado de humanismo cristiano, de humanismo liberal, de humanismo socialista, de humanismo ateo, de humanismo existencialista, de humanismo científico. Muchas corrientes filosóficas a lo largo de los últimos dos siglos han querido encarnar el verdadero humanismo. Para otras tantas, que han aspirado a transformar o superar la esencia misma del ser humano, el humanismo ha sido el foco de sus críticas. Los desafíos del transhumanismo o del poshumanismo se encuentran, de hecho, en el centro de importantes debates actuales. Quizá hoy más que nunca estas posturas nos obliguen a replantear en qué medida la condición humana nos es esencial o hasta qué punto el propio humanismo haya podido ser, por el contrario, un mero producto histórico o cultural susceptible de ser deconstruido.

Para el cristiano, el ser humano no es un constructo cultural, sino el vértice de la creación, hecho por Dios a su imagen y semejanza (Génesis 1,26-27). El versículo del génesis constituye quizá la mejor clave hermenéutica para releer la reflexión contemporánea sobre el humanismo: el hombre es a imagen de Dios, y de nuestra imagen de Dios depende nuestra imagen del hombre. La inversión de esta relación —la autoafirmación del hombre y la confección de ídolos a su propia imagen— acabará desencadenando tanto la 'muerte de Dios' como la ‘muerte’ del hombre. Henri de Lubac nos lo advierte: "No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que es cierto es que sin Dios no puede, a fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano" (De Lubac 1959).

Sin embargo, incluso el humanismo ateo y las doctrinas transhumanistas han nacido de una lectura —desviada, idolátrica, secularizada— de la teología y de la escatología cristianas. Afirmar que el hombre es imagen de Dios es descubrir que todo humanismo presupone una teología, que en la divinidad de Dios está en juego la humanidad del hombre.

 

II.

Para comprender algunos elementos esenciales que han configurado la imagen del hombre en nuestro mundo actual es determinante la historia de la filosofía de los últimos doscientos años. El siglo XIX nos ha legado el pensamiento de diversos filósofos que influyeron decisivamente sobre la vida social y política de Europa, y que desde el ateísmo pretendieron dar respuesta a los anhelos del hombre.

En los humanismos ateos, la ausencia de Dios es leída como un primer paso en el camino hacia la plena realización del hombre, como la posible liberación de las distintas formas de alienación a las que la metafísica, la moral o la religión le podían haber conducido. En un primer momento, dichos humanismos tendieron al optimismo y se convencieron a sí mismos de que sin Dios era igualmente posible mantener vivo el progreso de la historia y un cierto autotrascendimiento del hombre realizado por medio de su propia acción en el mundo. La realización plena de las aspiraciones más profundas del hombre se proyectó, pues, sobre un hipotético futuro histórico, un paraíso terrenal que la humanidad estaría en condiciones de alcanzar mediante su progreso intelectual, moral y, sobre todo, político. Ludwig Feuerbach (1804-1872) y Karl Marx (1818-1883) ilustran perfectamente estos planteamientos. Ambos creyeron en una tensión escatológica de la historia humana, pero olvidaron al Único que, desde fuera, puede tensar la historia hacia sí.

Feuerbach fue un teólogo ateo. Según él, Dios no había sido otra cosa que un espejo de la auténtica naturaleza humana; el hombre se habría alienado proyectando su esencia sobre un ser divino imaginario. Sería preciso, entonces, releer las verdades de la teología cristiana como predicados antropológicos. Su ateísmo humanista era más humanista que ateo: Feuerbach no niega a Dios mismo, niega la negación del hombre. Seguirá afirmando el poder del amor y el valor de la filantropía. Pero, ¿podría el hombre fundar auténticamente su esperanza en su propia naturaleza? La visión optimista del ateísmo de Feuerbach fue criticada por Max Stirner como ateísmo piadoso. En efecto, su antropología y su humanismo no eran sino una relectura de la teología cristiana que había prescindido de su único fundamento.

Por su parte, el pensamiento de Karl Marx expresa la confianza en que la humanidad podrá colmar de sentido su propia historia y alcanzar su término mediante la acción política. Según Marx, la alienación religiosa es sólo una expresión más de la alienación socioeconómica profunda del hombre, de la que cabe emanciparse mediante un humanismo positivo. El reino de Dios es sustituido por la espera de un reino del hombre, y la fe en el hombre sustenta la confianza en la posibilidad de mantener viva la tensión escatológica al margen del Dios que irrumpe en el mundo y tensa su curso desde más allá de la historia.

Sólo un filósofo como Friedrich Nietzsche (1844-1900) asumiría plenamente las consecuencias del ateísmo. Si el hombre es imagen de Dios, si el humanismo hunde sus raíces en la teología, la muerte de Dios conlleva la muerte del hombre. Nietzsche reivindicará un vitalismo desmedido que, no obstante, en el horizonte del nihilismo, sólo podría ser afirmado por un ultrahombre, más allá de cualquier humanismo. El ateísmo no es confortable, sino trágico; con él, el hombre no emula a Prometeo, sino que se condena al castigo de Sísifo.

Si el hombre es a imagen de Dios, la inscripción horizontal de su destino y sus aspiraciones, de sus sufrimientos y sus esperanzas, se comprende solamente a partir de la línea vertical dibujada por la irrupción en el tiempo del Dios que, desde fuera, desestabiliza las falsas seguridades y las vanas esperanzas del mundo. Ambos trazos, el horizontal y el vertical, forman una cruz, que esconde el misterio de la redención de la historia humana.

 

III.

El siglo XX, marcado por el drama de las dos grandes guerras, de grandes revoluciones y de grandes crisis, propiciará el replanteamiento de la cuestión del humanismo desde nuevas perspectivas. Pervivirán algunas posiciones ateas más desengañadas y menos optimistas, como la de Jean-Paul Sartre (1905-1980), que, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, se vio obligado a reformular el existencialismo para esquivar las acusaciones a la exaltación del absurdo en su filosofía, que habría hecho imposible una respuesta moralmente íntegra al clamor de justicia de las víctimas del holocausto (cfr. Sartre 1946). Sin embargo, más allá de los ateísmos, serán las filosofías de raíz judía y cristiana las que reavivarán especialmente la cuestión del hombre a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días.

El humanismo cristiano reconocerá que solo el hombre que se sabe creado a imagen y semejanza de Dios puede afirmar radicalmente la dignidad de la persona humana, su libertad, su vocación al amor y a la vida en comunidad. Sabe, a su vez, que el desarrollo que Dios quiere en la historia no queda atado a este mundo, sino que por la redención, la condición humana espera ser restaurada y alcanzar sus aspiraciones más profundas no por sus propios méritos sino por el don gratuito de Dios. El auténtico humanismo cristiano solo puede ser un humanismo escatológico, retomando una noción reivindicada por Louis Bouyer (cfr. Bouyer 1950).

En el siglo XX, el humanismo cristalizó especialmente en diversos exponentes del personalismo, el cual no podría entenderse sin las aportaciones de grandes filósofos judíos, como Martin Buber o Franz Rosenzweig. Buber propuso un acercamiento a la relación interpersonal desde el horizonte del , una esfera no objetivable que se abre a la vida verdadera más allá del mundo impersonal de las cosas (cfr. Buber 1923). Rosenzweig nos enseñó que la filosofía no nace solamente del ocio y de la admiración, como creían los primeros filósofos griegos, sino que surge también en las trincheras, en el hombre sufriente que mira cara a cara a la muerte y que sólo encuentra un camino de salvación en el Infinito abierto por los tres pilares de la religión judía: la creación, la revelación, la redención (cfr. Rosenzweig 1921).

El principal representante del personalismo propiamente dicho fue el filósofo cristiano Emmanuel Mounier, que intentó responder con su pensamiento a la crisis económica, política y moral de su época, simbolizada en la Gran Depresión de 1929. La posición de su personalismo será la de un optimismo trágico, lúcido ante la realidad social, pero esperanzado. La tensión escatológica del cristianismo impide considerar una determinada situación o un hecho del mundo como absoluto. Según Mounier, es preciso más que nunca reivindicar los valores cristianos, porque, cuando se niega la religión, la religión aparece bajo otros aspectos: la humanidad acaba entonces divinizando el cuerpo, la colectividad, la especie humana o los proyectos políticos. Otra figura crucial fue sin duda Jacques Maritain, que desde su humanismo integral participó muy directamente en la redacción de la Declaración universal de los derechos humanos (1948). Maritain fue clave en el desarrollo de las ideas de una democracia cristiana que contribuyó de manera decisiva a la paz en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Desde una posición más cercana al existencialismo, otro filósofo cristiano, Gabriel Marcel, respondería a Sartre reivindicando una existencia fundada en aspectos centrales de la experiencia cristiana, como la fidelidad, el amor o la esperanza.

En la segunda mitad del siglo XX, ha sido de nuevo un filósofo judío, Emmanuel Lévinas —recibido con entusiasmo por el pensamiento católico y apreciado por el propio san Juan Pablo II— quien ha abierto nuevas vías para pensar lo humano más allá de la inmanencia del mundo y de los problemas ontológicos. Lévinas descubre que el rostro del otro hombre es icono del Infinito y revelación de su gloria, que cabe rebasar las aspiraciones de poder y autoridad del sujeto moderno para reconocer el primado del otro al que estoy sujeto y ante el cual debo siempre responder. El otro, para Lévinas, es el prójimo, "la viuda, el huérfano, el forastero, el pobre" olvidados por la historia de este mundo, pero defendidos por el Dios de Israel y la voz de los profetas (cfr. Lévinas 1961).

Hundiendo sus raíces en la Escritura, la filosofía judía y cristiana nos presenta al hombre en una formulación que quizá solo pueda ser paradójica: sepultado por sus miserias, triturado por los sufrimientos del mundo, sigue reflejando la gloria del Dios a imagen del cual fue formado. Los anhelos humanos no los colma la soberbia del hombre moderno, sino la respuesta humilde a la verdad misma que viene a nuestro encuentro como rostro sufriente. Sólo "aquél que viene de otra parte" (cfr. Le Guillou 1971), podrá volver lleno de gloria y majestad a restaurar la humanidad del hombre. "Salió entonces Jesús coronado de espinas y con el manto de púrpura. Pilato les dijo: ‘¡He aquí el Hombre!’" (Juan 19,5).



Bibliografía

Bouyer, Louis
1950 Le sens de la vie monastique. París, Cerf.

Buber, Martin
1923 Yo y tú. Barcelona, Herder, 2017.

De Lubac, Henri
1959 El drama del humanismo ateo. Madrid, Encuentro, 2012.

Leclercq, Jean
1963 El amor a las letras y el deseo de Dios. Salamanca, Sígueme, 2009.

Le Guillou, Marie-Joseph
1971 El inocente. El que viene de otra parte. Burgos, Monte Carmelo, 2005.

Levinas, Emmanuel
1961 Totalidad e infinito. Salamanca, Sígueme, 2016.

Pego Puigbó, Armando
2014 "Gramática y escatología", en XXI Güelfos. Sevilla, Vitela: 19-23.

Rosenzweig, Franz
1921 La estrella de la redención. Salamanca, Sígueme, 2006.

Sartre, Jean-Paul
1946 El existencialismo es un humanismo. Barcelona, Edhasa, 2006.


Publicado 25 octubre 2020