Número 10, 2019 (2), artículo 3


El confort de la evasión. Consuelos recurrentes ante el vacío existencial


Héctor Sevilla Godínez

Profesor e investigador en la Universidad de Guadalajara. México




RESUMEN
El vacío no siempre trae consigo una oportunidad de desarrollo o plenitud. Hay consuelos que se vuelven obstáculos para el desarrollo de la persona. Centrarse en el sufrimiento ajeno para olvidar el propio o focalizar un mundo futuro, confiando en una intervención divina, impide la vivencia de una vacuidad benéfica.


TEMAS
destino · fanatismo · nihilismo · sufrimiento · vacuidad



Introducción

Un consuelo, a diferencia de una compensación, actúa por mediación externa en su intención de tranquilizar la ansiedad, disgusto, malestar o inconformidad que algo en particular nos ha ocasionado. Ante la presencia del vacío en la experiencia de la persona, se opera por compensación cuando se hace algo para sobrellevar la carencia sentida. Por el contrario, en los casos en que la obstaculización es por medio del consuelo, se tiende a la suposición de un orden de cosas o un planteamiento que apacigua o disminuye la tensión que la experiencia del vacío derivó. Dicho de otro modo, las compensaciones propician una acción en el individuo, son tangibles y concretas; por su lado, los consuelos son el producto de una idea en la cual se confía, de una representación no comprobada que alienta aspiraciones intangibles o pasividades derivadas de una óptica particular que interpreta (a favor) lo que sucede en el mundo. Enseguida serán enunciadas las modalidades de consuelo que impiden una elocuente vivencia del vacío.

 

1. El sufrimiento ajeno

La desgracia ajena, por más desagradable que esto pueda escucharse (o leerse), es el consuelo con el que cuentan muchos individuos. Sin la intención de vulgarizar la exposición, o al menos no demasiado, se anotan enseguida algunas de las frases usuales con las que es posible evidenciar el consuelo propio a partir del sufrimiento ajeno: "aquí hay violencia pero menos mal que no estamos como en África"; "ella, aunque es más hermosa que yo, ya no tiene papás"; "no soy rico, pero hay muchos más pobres que yo"; "no estoy flaca, pero al menos no ruedo como Marthita"; "a ella le va bien, pero su marido no la quiere"; "al menos estoy vivo, muchos otros ya murieron"; "yo saqué seis, pero Pedro reprobó"; "mi marido me trata mal, pero al menos no estoy viuda como Scarlett"; "no estoy estudiando algo que me gusta, pero hay otros que no pueden estudiar"; "no soy buena persona, pero otros matan y roban"; "yo no soy un santo, pero no me iré al Infierno como Lucía lo hará"; "no soy brillante, pero al menos no me despidieron como a Joaquín"; "fuimos el penúltimo lugar, pero el último está peor".

Como enseguida se observa, ninguno de los consuelos referidos invita a la persona a una acción de mejora, a un movimiento favorable o a una postura pragmática. Las afirmaciones, actitudes o pensamientos de ese tipo se originan a partir de un cierto tipo de conciencia de vacío o de carencia, pero evitan profundizar en ella al evadirla con la formulación de pensamientos tranquilizantes, derivados de comparaciones con situaciones ajenas más precarias o que, al menos, así se desean ver. La persona no está haciendo algo para enfrentar su vacío (aun en el entendido de que no hay por qué enfrentarlo), sino que —peor todavía— justifica su no proceder, su inacción o su evasiva, a partir de un esfuerzo por convencerse de que no se está tan mal o que podría estar peor.

Así como hay otros que consideramos que están "peor" o en condiciones más lamentables, también existen los que están "mejor". Sin que esto suponga que debemos competir con todos aquellos en quienes observamos condiciones más alentadoras, sí apunta a que la solución de nuestros conflictos no se encuentra a través de una mirada hacia el exterior o una negación que minimiza lo que acontece en nosotros. Persuadirse de la oportunidad que el vacío nos otorga, al hacer conciencia del mismo, es una canalización de nuestras alternativas a partir de las carencias. Si reconocerse en menor valía que otros coadyuva al movimiento, no para demostrar que somos mejores sino para confrontar la necesidad de compararnos, se estará en un camino más funcional. Si ante el sufrimiento ajeno encontramos una oportunidad de servicio más que un consuelo del propio dolor, estaremos más cerca de la sugerencia de Séneca, filósofo latino, quien enseñaba que en cualquier lugar donde se halle a un hombre puede hacerse un beneficio. Ningún otro es tan ajeno como para no encontrar un beneficio al brindarle algo nuestro. Dejemos de agradecer a Dios por la existencia de otros que sufren más que nosotros y no tener que ocupar su lugar, mejor hagamos oraciones de gratitud por el bienestar ajeno, pues la dicha cercana no es un maleficio, como tampoco es beneficio el sufrimiento forzado.

 

2. La idea del mundo futuro

Un consuelo común, bastante aprendido y difundido, es el de suponer un espacio en otra dimensión que se convertirá en nuestro hogar eterno y al cual podemos acceder por medio de ciertas conductas que sean acordes con lo que se ha dicho debe hacerse para lograr tal premio. Aunque los efectos tranquilizadores de considerar tal condición futura son inobjetables, tendremos que hacer una pausa incisiva que causará molestias a los aún ilusionados en el beneplácito mayúsculo que supone el paraíso, cielo o estancia celestial.

La consideración de un espacio venidero tras la muerte, al cual podremos acceder por mediación de conductas escogidas y aprobadas por alguien en la punta piramidal de alguna jerarquía religiosa, es una poco elocuente cotidianidad que pone en entredicho ciertos aspectos evolutivos. Cuando la creencia en un paraíso futuro lleva a la inacción, a la aceptación sumisa de las condiciones terrenales, a la complicidad con las instituciones de poder y con las estructuras adormecedoras del criterio y de la crítica, es un obstáculo para la vivencia fecunda del vacío. No hay duda de que cierta creencia en lo sobrenatural, sobre todo el tipo de creencia que lleva a la acción, al compromiso y al movimiento para fundar en lo terreno las condiciones que usualmente se aspiran tras la muerte, puede llegar a ser óptima; sin embargo, tristemente, tales posturas fundantes de compromiso social, de lucha, de oposición valiente y de focalización en lo ordinario, no son la mayoría.

La postura de aquellos que asumen la promesa del mundo futuro como evidencia infalible contrasta en su pasividad con la elocuente denuncia de Carlos Marx, filósofo alemán, quien afirmó que algunas creencias religiosas podrían equipararse, por su efecto en el pueblo, al opio. Tal sustancia estupefaciente, amarga y olorosa, solía utilizarse con la intención de evadir las situaciones injustas que constituían el contexto social; su consumo era común entre los contemporáneos del iniciador del comunismo. Ciertamente, algunas drogas producen un entumecimiento del ejercicio crítico, del análisis y de la confrontación, a la vez que estimulan la fantasía y la desconexión; por lo tanto, tal como se advierte en la aseveración marxista, la aceptación acrítica de la incisiva pretensión de esperar una dimensión en la que por fin vendrá el premio celestial propicia un efecto narcótico que disminuye la sensibilidad hacia las cosas del presente.

No es problemático desear un mundo mejor, pero es difícil concordar con que la condición para aspirar a ese disfrute sea la muerte. Si se desea un cambio, se debe trabajar por él; en el terreno de las mejoras no hay milagros sin compromiso del beneficiado. Para algunas personas ha sido cómodo creer en premios futuros que son obtenidos luego de una vida ejemplar en la que no se critica al sistema dominante, se tolera la injusticia o se renuncia a la disputa y se pone la otra mejilla; pero no hay forma de modificar las condiciones de nuestra existencia sin un cambio en la manera en que observamos el mundo. Stephen Crane, novelista estadounidense, advirtió que aquel que puede cambiar sus pensamientos puede cambiar su futuro.

Sin el consuelo de un mundo futuro que justifique el sufrimiento y la pasividad en esta tierra, o que conlleve a la inacción, lo que restará es el arduo trabajo por experimentar el vacío y, luego de ello, resignificar la carencia, creando motivos que impulsen a la acción. A final de cuentas, más allá de las creencias sobre lo que adviene luego de la muerte, lo importante es que cualesquiera que sean no impliquen un lastre para los procesos de modificación, de mejora personal, de confrontación o de creatividad personal.

La apología del vacío ante la nula evidencia del mundo futuro no sustrae la posibilidad individual de crear nuevos motivos para la existencia. Si el consuelo que erradica el compromiso con la propia vida ha sido la idea de una dimensión futura, cabe reconocernos seres en el mundo y adquirir un compromiso irrenunciable para mejorarlo la Tierra que heredaremos a los hijos de los nuestros. En caso de que seamos, como concibió Teilhard de Chardin, filósofo francés, seres espirituales en una experiencia terrena, nos corresponde en lo tangible dejar muestras palpables del beneficio que nuestros rasgos corporales han dejado al mundo físico y a las existencias venideras.

 

3. La tranquilizadora intervención divina

Uno más de los consuelos que se interponen a la vivencia fecunda del vacío es la creencia en que habrá una intercesión divina que mejorará el futuro de la propia vida sin que nos demos cuenta. Esperar a que tal presencia remueva el cochambre del propio interior y haga el trabajo que corresponde a cada individuo es, evidentemente, no solo un consuelo sino una justificación que pretende hacer de la inacción una virtud.

Es oportuno apartarse de las concepciones fantasiosas que algunas posiciones religiosas proponen y comenzar a vivir una espiritualidad madura. Es urgente una nueva valoración de la mística y conciliar un encuentro con la soledad, vivenciar el vacío que, ajeno a las multitudes creyentes, permite resignificar. Las religiones son filosofías despojadas de preguntas, se ocultan las dudas para configurar fortalezas de fe a prueba de todo. Cuando la confianza en la intercesión divina intimida a la voluntad, volviéndola un manojo de nervios inservibles, no se está haciendo más que una evasión del vacío.

Christopher Hitchens, periodista inglés, solía criticar a los seguidores masculinos del Talmud debido a que se someten constantemente a la petición que el libro hace con respecto a la gratitud que se debe a Dios por no haber nacido en un cuerpo femenino. Más allá de la implícita denigración de lo femenino que está implícita en tal conducta, puede coincidirse con Hitchens en que solo un esclavo agradece a su amo lo que este decidió hacer con él sin darle opciones. Muchos han confiado en que incluso vale la pena morir cumpliendo lo que se entiende que es la voluntad divina. En ese sentido, Jean Rostand, escritor francés, aseguraba que es más fácil morir por lo que se cree, que creer un poco menos.

Evidentemente, la intención de apologizar al vacío no supone una labor menor, sino que implica la búsqueda de una creencia con otras perspectivas, al menos unas en las que el individuo tenga la posibilidad de un encuentro personal con lo que considera lo Trascendente. Muchos creyentes han dado el siguiente paso en su fe y han comprendido que la intercesión divina ya se ha dado desde el momento en que los ha constituido como entes racionales, capaces de tomar elecciones o de reflexionar sobre lo que debe hacerse. Otros han ido más allá e incluso han sido capaces de revertir toda su historia personal, impregnada de directrices religiosas, sin que esto los vuelva, a sus propios ojos y aun desde sus creencias, pecadores. En estos casos, realizar una apología del vacío se asocia a no estar ávidos de respuestas tranquilizadoras respecto de la presencia divina en la vida. Si bien la búsqueda de la Verdad es honesta, esta se ve confundida cuando se anteponen dogmas y creencias inmodificables que dan un tenor específico a lo que se ha de considerar la Verdad. Dicho de otro modo, si la Verdad está dicha de antemano y no hay nada que agregar a lo que se ha definido como la revelación, entonces se nulifica la capacidad humana de continuar con la indagación, la búsqueda o la duda. Tal camino de resolución personal, que siempre es un ejercicio individual, aunque pueda dialogarse con otros, constituye un derecho implícito en la existencia y en la categoría de lo humano.

No han sido pocos los casos en que creyentes honestos tienen que desvincularse de investigaciones, disputas y preguntas que ponen en tela de juicio sus creencias o, al menos, las creencias de sus grupos religiosos. Más que buscar eliminar las religiones, labor tan beligerante como inútil, lo que se propone es que los creyentes logren un criterio tal que les permita reconocer los vacíos de sus propias creencias y adoptar una visión integradora de otras formas de responder a las preguntas de su vida, tanto en el terreno de la ciencia como en el de la reflexión personal. Al final, tanto el creyente como el no creyente, sin importar las formas de creencias que cada uno adopte, incluida la creencia en la posibilidad de no creer, deberán asumir la limitación de su postura, sea cual fuese. El vacío no es exclusivo de grupos religiosos, ni de grupos de científicos, ni de asociaciones artísticas. La conciencia fecunda del vacío lleva a entender que la religión no es totalmente pura, que en la ciencia interviene la deficiencia humana y que el arte es impulsado por la sensación de carencia.

En forma independiente a la concepción que el lector tenga o posea de la deidad, debe admitirse que su intercesión, o la idea que humanamente se tiene de su intercesión, se construye partiendo de cimientos que no siempre son sólidos. Cada religión es heredera de una tradición histórica y cultural de la cual adopta principios, postulados, íconos, representaciones y cosmovisiones en las que se sustenta y edifica. Lo anterior indica que la intervención hermenéutica o interpretativa de los individuos a lo largo del caminar humano en la espiritualidad ha condicionado las representaciones de la divinidad y las formas en que esta se implica en la vida cotidiana de los hombres. No obstante, disminuyendo la influencia del carácter sociocultural de toda religiosidad, la naturaleza, entendida como el orden de las cosas mismas, así como el conjunto de las fuerzas y energías de las que está impregnado el universo, tiene una clara intervención en los complejos vaivenes del ritmo de la existencia humana.

Usualmente, la falta de explicación deviene en necesidad humana de dar sentido o construir formas alternas que aporten una manera de sustanciar lo que acontece. Es por eso que surgen las explicaciones fantásticas sobre lo que nos pasa a diario. De esto se deriva la cotidiana explicación de que por algo pasan las cosas, lo cual se abordará enseguida.

 

4. La razón no explicada o el "algo" por el que todo sucede

Nunca hay viento favorable para el que no sabe hacia dónde va, solía decir Séneca, hace dos milenios de años. Sin embargo, también es posible objetar algunas cosas a los que, suponiendo que saben a dónde van, arguyen explicaciones esperanzadoras ante las cosas que suceden. Los que siempre afirman que "por algo" pasan las cosas, consideran favorable a cualquier viento o, al menos, eso les apetece creer. La necesidad de encauzar en nuestra comprensión todo lo que observamos ocasiona que lo encuadremos a nuestra propia cuadratura, como si los acontecimientos estuviesen ahí para darnos un mensaje o como si todo debiera adaptarse a nuestra capacidad explicativa. Aun cuando no podamos elaborar una ingeniosa estructura causal, siempre está el infalible e incuestionable consuelo del "por algo".

No es complicado crear explicaciones tranquilizadoras que nos permitan ser inmunes a las consecuencias de lo que hacemos o de lo que nos pasa. Si nos han robado, tenemos la posibilidad de decir que ha sido por algo que después aprenderemos debido a eso; si el robo no sucedió, nunca tendremos que explicarnos el motivo por el que no pasó. Si en realidad todo sucede por un orden que desconocemos, entonces la lógica nos diría que todo lo que no sucede tiene también un motivo para no suceder. De ser así, no habría forma de comprender el orden fáctico del universo pues, evidentemente, no es posible que nuestra limitada mente pueda seguir paso a paso las milimétricas secuencias que existen fuera y dentro de nosotros.

Podemos continuar con las especulaciones sobre los acontecimientos inexplicables, tales como el nacimiento de un niño deforme (me refiero a los motivos no biológicos por los que le sucedió a él), el cruce de un auto justo cuando alguna persona se encamina en medio de la calle, la afección benéfica o perjudicial de otros sobre nosotros, la enfermedad que a unos somete y a otros libera, el sentido por el que recibimos una específica carga genética y, mucho mejor y más misterioso, la causalidad que podría explicar el motivo de nuestro género, la razón por la que hemos nacido en esta época y contexto, o el motivo por el que tuvimos que ser un producto de la mezcla de identidades de los padres que tuvimos. ¿Qué ha hecho que hayan sido tales y no otras circunstancias? ¿Por qué no somos alguien distinto? ¿Por qué ahora y no antes? ¿Por qué no morimos (como otros) al nacer? Siempre habrá la opción de simplemente decir "por algo" y tranquilizarnos bajo la pantomima desde la cual creemos responder a la pregunta. Otro camino es apreciar el vacío que nos acontece ante nuestra falta de respuestas explícitas, claras y contundentes. ¿A dónde puede llevarnos ese vacío en caso de permitirlo? Probablemente, si es que ha sido fecundo, al advenimiento de una postura más humilde desde la cual nos sepamos parte del universo y no el orden que lo comanda.

Del mismo modo en que el arte de vencer se aprende en las derrotas, tal como afirmaba Simón Bolívar, líder venezolano, la sabiduría se acrecienta, en buena medida, cuando se reconoce honestamente (con claridad y paz) la ignorancia de la que solemos hacer gala ante las encrucijadas y misterios de nuestra propia existencia, del mundo y de los otros. Estamos aquí, de pronto y sin respuestas claras, pasamos la vida aprendiendo las respuestas de otros y muchas veces se nos condiciona el afecto en función de la aceptación que bridemos a las explicaciones sugeridas por los mayores o se nos niega el aprecio si tenemos la rebeldía de buscar las propias respuestas o preguntamos más de lo debido. De pronto, encerrados en un cuerpo con género definido, obligados a adoptar comportamientos, expresiones, lenguajes, costumbres y creencias, coincidimos con otros en la fantasía de nuestra libertad y permanecemos ciegos ante el historial de imposturas que caracterizan a la existencia humana. Es comprensible, en un panorama tal, que busquemos creer que todo pasa "por algo". Pero de lo que no podemos jactarnos es de suponer que por creerlo tenemos ya una respuesta; creer que existe una explicación no supone conocer su contenido.

Una similar incertidumbre corresponde a los motivos por los que estamos vivos. Tratando de ir más allá de la explicación biológica, la cual advierte que seguimos vivos debido a que respiramos y a que nuestro organismo funciona en un porcentaje aceptable, solemos creer que hay un motivo más por el que no hemos desaparecido de la tierra. Para muchos, la respuesta tranquilizadora y equivalente al "para algo" es la del destino personal. Se termina creyendo que ser y vivir conforme al propio destino es un asunto de elocuencia. Sin embargo, tal brillantez disminuye cuando tenemos que explicar los motivos que nos dan certeza sobre tal destino. Antes de creer en la existencia de algo como el destino, entendido como un orden preestablecido fuera de la propia voluntad y proyectado desde antes de nuestro nacimiento, es oportuno definir si se cree que el sentido se descubre o se construye. En caso de lo primero, se admite el establecimiento de nuestro destino a partir de una especie de historia anticipada de nuestra propia vida; pero en caso de lo segundo, se hablaría de una decisión o algo por establecer. ¿Qué es lo que nos hace, en caso de la segunda opción, elegir entre una modalidad de vida u otra? Nuevamente podría explicarse que nuestras decisiones son producto de una serie de circunstancias que no nos es posible hilar entre sí de forma congruente o, bien, podría decirse (en forma unánime y triunfante) que pasó "por algo" y que después lo comprenderemos. Pero eso no es suficiente. Realizar una apología del vacío es permitir otras alternativas de respuesta, centradas en el silencio, la apertura y la disposición a la vacuidad. A pesar de tal posibilidad, la explicación no explicada o el "algo" por el que todo sucede, siempre serán opciones disponibles para quitarnos el banquete de la nada que tan propicio podría ser, a pesar de la náusea comprensible que puede generar.

 

5. La aprobación externa

Uno más de los consuelos que obstaculiza la vivencia fecunda del vacío es, probablemente, el más endeble de todos. Dependiente de las ideas de los demás sobre nosotros, el consuelo de la aprobación externa presenta una volatilidad de la que podrían exentarse los consuelos que están sostenidos por una creencia personal. Saberse reconocido por otros incluye la condición de que tal reconocimiento pueda perderse o disminuirse. De tal modo, el consuelo de la opinión ajena sobre lo que somos requiere, primeramente, de que la aprobación realmente suceda y, además, de que se mantenga el tiempo suficiente para lograr consolarnos reiteradamente.

Sin dudar de los beneficios que obtienen algunas personas cuando se saben apreciadas por otras, debe considerarse que los discursos centrados en alabanzas, que otros no se detienen a desperdigar a su alrededor, están más motivados por la necesidad de inclusión que por el auténtico y honesto reconocimiento a quien se dirige el comentario adulador. En ese sentido, el amor propio sería el mayor adulador, según Walter Scott, novelista escocés. Contrario a lo que pudiera pensarse sobre la persistencia del efecto de una adulación, suele incluir la demostración de una expectativa social. Si a alguien se le reconoce su capacidad laboral, se le está invitando implícitamente a continuar así. Lo mismo sucede con la mujer que dice a su pareja que ama de él sus detalles y su actitud caballerosa; el supuesto caballero deberá, a partir de ese momento, mostrarse tal como se espera que se muestre, o correrá el riesgo de no recibir tal aprobación. Los hijos a los que se les hace notar su alto carisma, entrega y bondad al servicio de los demás, se les impone amablemente la etiqueta de ayudadores, sin que la posibilidad de lo contrario sea realmente una alternativa. De tal modo, lo que aparentemente es un consuelo se está volviendo, en sí mismo, una especificación sobre la modalidad que deben tener nuestras conductas, formas de relacionarnos o maneras de pensar.

Si los reconocimientos a algunas de nuestras cualidades encierran la petición de que tales cualidades prosigan a riesgo de perder, con su omisión, el reconocimiento obtenido, entonces el consuelo es momentáneo, la ansiedad derivada es consistente y el vacío evadido se revierte. Es por ello por lo que Demófilo, obispo de Constantinopla en el siglo IV, consideraba a la alabanza como una armadura pintada que no sirve para nada. Aunque tal apreciación señala la fragilidad de las alabanzas, al menos podemos reconocer que sirven por periodos muy reducidos y constituyen un consuelo, esporádico y trivial. Encima, si la alabanza proviene de alguien a quien amamos, el consuelo que nos brinda es más intenso y elocuente; la timidez con la que puede recibirse un reconocimiento explícito por parte de individuos que desconocemos, se vuelve en euforia poco contenida cuando la profiere alguien amado.

Nietzsche afirmó en su Ecce homo que el amor es un estado en el que los humanos están más propicios a ver las cosas diferentes de lo que son en realidad y, por ende, el consuelo promovido por la recepción de la alabanza se vuelve casi absoluto. Incluso cuando el consuelo es derivado del aplauso familiar o de la pareja, la prudencia nos invita a relativizar los efectos de lo que se nos ha dicho. No solo sucede que nuestra alegría se triplica debido al amor que sentimos hacia quienes nos aprueban, sino que los motivos de la aprobación, opinión, consideración, veredicto, juicio o percepción que recibimos está condicionada por el amor que el emisor siente hacia nosotros. Situaciones similares acontecen cuando la motivación de una adulación se funda en la necesidad de nuestro favor hacia quien profiere el comentario servil; igualmente sucede en los casos en que la conveniencia implícita, la actitud diplomática o el interés político son la pauta que incita aquello agradable que se nos dice.

Si el barco de nuestra propia vida se impulsa por la fuerza de los vientos de la adulación, es probable en alto grado que nuestro navío termine hundido en el mar. Si la energía de nuestro día a día está condicionada por las alabanzas, no resta más que esperar a que caigamos deshechos, como trapos decrépitos que no lograrán reincorporarse. Si la motivación de nuestra respiración está fundada en los elogios, la crítica compensatoria, la sonrisa de los otros mientras pasamos a su lado o los calificativos rimbombantes y pomposos que halagan nuestro alto don de magnificencia, entonces, sin duda alguna, el aire terminará por intoxicarnos.

Con todo esto no se niega la importancia de recibir comentarios agradables sobre lo que otros ven en nosotros o piensan que somos; sin embargo, la apología del vacío conveniente en estos casos consiste en reconocer la limitación en la que tales apreciaciones están constituidas. Ninguna opinión sobre quienes somos abarca todo lo que somos, las alabanzas son el producto de pequeñas y convenientes percepciones que otros tienen sobre nosotros, derivadas de un análisis básico y poco riguroso sobre lo que mostramos en sociedad. El filtro ineludible de las concepciones ajenas se involucra en lo que cualquier otro concluye sobre nuestro valor. Si el júbilo desbordado ante la alabanza se reduce solo a una sonrisa comprensiva ante quien emitió la opinión, el vacío habrá sido fecundo al permitirnos encontrar motivos de simpatía con la reducida visión de ese otro sobre un similar. No se evade totalmente el vacío por aceptar los consuelos, pero sí se niegan los beneficios de una vivencia profunda del vacío cuando las alabanzas se convierten en una barricada construida con la intención de no reconocer los propios yerros, limitaciones, ausencias o carencias.

 

Conclusión

Quinto Horacio Flaco pensaba que la adversidad es la que nos permite conocer nuestros recursos. Visto así, cuando no se teme al vacío y se le permite ser un maestro temporal, podremos aprender a partir de él, sostenidos con su mano invisible, las siguientes directrices: 1) el sufrimiento ajeno es una llamada al compromiso, el cual es contrario a la evasión complaciente y consoladora; 2) la intercesión divina, en caso de darse, ya ha hecho suficiente labor con traernos a la existencia desde la cual hemos de responder con actos concretos; 3) el mundo futuro está en nuestra idealización del más allá; lo que acontece en el instante en que la conciencia se hace presente es ya un cielo potencial; 4) el consuelo de la explicación ficticia es una fallida evasión que no nos separa de la urgencia de reconocer el límite de nuestra comprensión de la naturaleza; 5) la alabanza externa es una frágil e inútil melodía pasajera que terminará cuando de nuevo nos adentremos en el silencio del cual hemos partido antes de que toda voz fuera escuchada.

Los consuelos recurrentes ante el  vacío existencial obstruyen la elaboración de nuevos significados. En caso de soltar el confort de la evasión, podremos reconsiderar algunas nuestras premisas y, en el mejor de los casos, construir nuevos matices que sean fructíferos.


Publicado 12 septiembre 2019