ANOTACIÓN


¿La juventud no es religiosa?


Agustín Moreno Fernández

Universidad de Granada




Podríamos considerar religiosas las conductas ligadas a significados vitales que sobrepasan lo aparente e inmediato, a narraciones que superan lo puramente racional, pragmático y hasta humano (mitos), y a comportamientos simbólicos pautados socialmente (ritos). Participar de determinados comportamientos (o explicarlos) sin reconocerlos como religiosos no impide que lo sean. Pongamos el caso de una juerga juvenil, con música a toda pastilla, baile, alcohol u otras drogas. Los discursos sociológicos y psicológicos que pudieran desentrañar un evento así se quedarían cortos sin la clave interpretativa religiosa, que tampoco puede aislarse de aquellos. Si los jóvenes admiten que la diversión, pasar el rato, evadirse, ligar, o buscar el propio lugar libres de adultos son fundamentales, no serían, sin embargo, sus únicas motivaciones principales. Lo serían, también, el mutuo reconocimiento de la identidad individual y grupal, y ejecutar las mediaciones rituales a través de las que se lleva a cabo. Milenariamente la reunión festiva, la danza, el consumo de sustancias alterando el estado de ánimo, estuvieron expresamente ligados a lo religioso, ininteligible separado del resto de la cultura. Religión es religación, vinculación y fortalecimiento de los lazos sociales, con los fundamentos de la vida y su misterio, atribuidos a una naturaleza inmanente o trascendente.

Toda fiesta rompe la rutina con sus propios códigos, rebosando y alterando los límites acostumbrados, posibilitando lo imprevisible. El encuentro con los demás compartiendo comida, bebida, música… en un espacio y un tiempo dotados de un significado diferente, trasciende al propio individuo facilitando su cohesión y su reposo en el nosotros. En momentos álgidos, quienes hacen de disyóquey, bailan impetuosamente o suscitan la adhesión de los otros de cualquier modo, ejercen en el rito como mediadores de “lo sagrado”, llevando al grupo a la fusión emotiva, a la euforia, al frenesí, o a ambos, transportándolo a una catarsis colectiva. 

Estaríamos presenciando, más que una época de cambios un cambio de época (Ortega); una crisis inaudita, con abismos intergeneracionales dificultando sobremanera la intercomunicación y la orientación recíproca (Mead); una sociedad del cansancio, pasando de usar las cosas a desgastarnos nosotros produciéndolas y consumiéndolas (Byung-Chul Han); pasándonos el día conectados a dispositivos tecnológicos dispersando nuestra atención (Carr). La fiesta no escaparía a estas circunstancias. Ante la aguda incertidumbre del joven hacia su futuro, aquella se presenta como comodín cortoplacista del que abusar. En los peores casos, de parada singular en el camino, que permite reponerse antes de continuar, pasa a convertirse en meta de destino, con hábitos perniciosos para la salud que pasan a adueñarse de la fiesta y de la persona, incorporándose a la vida diaria y obnubilando para ver más allá, en una edad crucial. Esto genera lucro para unos, pérdida de valiosas energía y creatividad juveniles para todos, sin que la sociedad parezca ofrecer suficientes medios y alternativas para acogerlas.

Hasta en psiquiatría se refiere la enorme “sed de absoluto” de los jóvenes, que contrasta con lo cambiante, transitorio, efímero e incierto de nuestra sociedad, cuyo mercado laboral comparte estas coordenadas. Su precariedad e inestabilidad dificultan, aún más, no sólo tener un sustento, sino dar un mayor sentido al trabajo, despojado de su valor cultural espiritual y como misión de servicio a los demás. Late de fondo aquí, además, nuestra antropológica orfandad de plenitud existencial, siempre pendiente de seguir siendo identificada, afrontada, aceptada como inextinguible e irreductible, encarada por no pocos, sin saberlo, a través de excesos de todo tipo. Como los de fiestas, drogas, sexo y viajes por carretera de “En el camino”. Una novela de Kerouac, donde el protagonista reconoce la humana manquedad original: “Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero ¿quién quiere morir?”. Otro personaje, en medio de días de diversión, parece dar una opción distinta a ir parcheando mal nuestra incompletitud: “No trato de quitaros la alegría ni mucho menos, pero me parece que ha llegado el momento de que decidáis quiénes sois y qué vais a hacer”. Incluso de marcha, los buenos amigos, también la buena religión, pueden ayudar a cultivar valiosas perlas de verdad, como la autoconciencia y el sentido para ser y obrar.

Publicado en el diario Ideal, Granada, 30 agosto 2020.


Publicado 17 septiembre 2020